Paul Leduc
Con ojos de cinéfilo #3
Como fichas de Casino
Considerado uno de los directores más influyentes de su generación, Martin Scorsese (Nueva York, 1942) revolucionó el llamado cine de gángsters, en cuyas bases, en los años 30, se pueden rastrear emblemáticos filmes como El enemigo público (1931) de William A. Wellman, y Los violentos años veinte (1939), de Raoul Walsh, protagonizadas por James Cagney.
Junto con Francis Ford Coppola y su trilogía El padrino, Brian de Palma con Scarface, 1983, y Los intocables, 1987; Scorsese convirtió en taquilla, con altos ribetes de calidad artística, el crimen organizado en Estados Unidos desde que filmó Mean Streets en 1973: le seguirían Goodfellas, 1990; Casino, 1995; Pandillas de Nueva York, 2002… Sus filmes abordan, además, los temas de la vida italo-estadounidense, cuya emigración a finales del siglo XIX e inicios del XX está relacionada, en su cine, con la mafia y el contrabando; los conceptos de culpa y redención de la Iglesia católica (La última tentación de Cristo, 1988; Silencio, 2016), así como la corrupción y la violencia propia en la sociedad estadounidense (Alicia ya no vive aquí, 1974; El color del dinero, 1986; La edad de la inocencia, 1993; Bringing Out the Dead, 1999).
En Casino, filme que nos ocupa ahora, repite con un dúo conocido (Robert De Niro y Joe Pesci). Con De Niro había trabajado en varias de sus principales películas, desde Taxi Driver, Toro salvaje y Goodfellas, y con ambos volvería a hacerlo recientemente en El irlandés (2019). Y además, encontramos a una fenomenal Sharon Stone, cotizada por Hollywood después del despegue en Instinto básico (1992) de Paul Verhoeven y aquel famoso cruce de piernas.
Casino trata, precisamente, sobre los casinos controlados por la mafia italo-americana en los años 70 y 80 en la ciudad de Las Vegas y el papel de Sam “Ace” Rothstein, un judío americano dedicado a las apuestas deportivas y el juego de alto nivel, que es llamado por esta para que supervise las actividades del casino Tangiers en esa urbe. A eso le sumamos el personaje de Joe Pesci, quien encarnó a Nicky Santoro, un criminal que existió en la vida real y que fue enviado a Las Vegas para asegurar que el dinero que se sacaba ilegalmente de las ganancias del Tangiers llegara a manos de los jefes de la mafia.
Sharon, por su parte, actúa como Ginger, la esposa de Ace, un papel por el que mereció un Premio Globo de Oro y una nominación a los Premios de la Academia como Mejor Actriz. Tres horas de melodrama en la línea de sus aportaciones al género y con un tono melancólico desconocido hasta el momento, hacen de Casino un buen filme, con excelentes actuaciones (una Sharon Stone genialmente histérica es más que memorable), aunque muchos le critiquen el exceso de violencia: la escena de la prensa ocurrió de veras, los asesinatos en el desierto, los atentados… La mafia, dice Martin Scorsese, puede ser mucho peor.
Un dato curioso: El espectador perspicaz podrá notar que una escena se desarrolla en un “restaurante cubano” o algo por el estilo. Sharon Stone ha ido a darle dinero a antiguo exnovio, un estafador menor llamado Lester Diamond (James Woods). De Niro la sigue y los encuentra juntos, ella entregándole el dinero que le ha pedido sin decirle para qué lo necesita. En las mesas se ven frijoles y arroz, la típica comida cubana en algunos sitios. Y en las paredes cuelgan imágenes del Morro capitalino y la Catedral de La Habana, además de dos mapas de la isla: uno de antes de 1959, con los símbolos nacionales, y fotos de Martí, Maceo, Céspedes y Gómez; y el otro correspondiente a la actual división cubana posterior a 1976.
Quién voló sobre el nido del cuco
Pocos filmes han alcanzado los palmarés cinematográficos de Alguien voló sobre el nido del cuco (1975) del checo Miloš Forman, fallecido hace muy poco y que nos legó también joyas como Amadeus (1984). Basado en la novela homónima del estadounidense Ken Kesey, publicada, por cierto, en Cuba por Arte y Literatura, el filme fue el segundo en obtener los cinco principales premios de la Academia: Oscar a la mejor película, Oscar al mejor director, Oscar al mejor actor, Oscar a la mejor actriz y Oscar al mejor guion adaptado, cosa que antes solo había sido logrado por Lo que sucedió aquella noche (Frank Capra, 1934) y que luego repetiría en 1991 The Silence of the Lambs (Jonathan Demme).
Sin embargo, es la única de las tres películas que también obtuvo esas cinco categorías en los Globos de Oro. Premios aparte, Alguien voló sobre el nido del cuco es una película estremecedora, cruel y hermosa, objetivos difíciles de aplicar a una misma obra. Estremecedora por el contexto (un hospital psiquiátrico) y la historia; cruel por todo lo que sucede allí, en ese hospital, por los diferentes relatos e historias de vida de sus personajes; y hermosa, sobre todo eso, por el mensaje de libertad, de esperanza y búsqueda, que nos entrega esta película.
El filme narra la historia de R. P. McMurphy (Jack Nicholson en una de sus mejores actuaciones), quien llega al hospital psiquiátrico desde la cárcel, con el objetivo de comprobar si posee o no un desequilibrio mental y así eludir la prisión. En el transcurso de su estancia será protagonista de numerosos episodios de descontrol entre los enfermos e incluso de huidas, suyas y del resto de los pacientes, interrumpiendo la sosegada y cuadriculada vida de estos (muchos de ellos, la mayoría, internos allí por voluntad propia, pues son personas que temen a la realidad social, que no se encuentran integradas en ella, autoexcluidos, apartados y sin el valor suficiente para enfrentarse a la misma.
Muchos en la calle están peores que ustedes, les dice McMurphy). Con medicación por la fuerza en cantidades considerables, electroshock o lobotomías, la vida en el psiquiátrico se rige por un estricto orden, e incluso por la experimentación[1]. McMurphy altera todo, rompe los moldes, las estructuras, agita a los pacientes y se hace amigo de ellos (les hace comprender el valor de la libertad y de la superación de sus miedos, de creer en ellos mismos).
En cambio, la enfermera Mildred Rachel viene a ser la contraparte de McMurphy: rígida, sin apenas inmutarse, poco compasiva, sin expresividad en su rostro. Este personaje, el más importante de su carrera, pues apenas realizó papeles significativos después de ese, le valió a Louise Fletcher el Oscar a la mejor actriz ese año, que la American Film Institute, en su aniversario 100, la considerara como el quinto más grande villano de la historia del cine, y la inmortalidad en la pantalla. El final es también un triste canto de libertad: a McMurphy le han practicado una lobotomía que lo ha dejado sin sentido e inútil, y Gran Jefe, su amigo indio, le quita la vida ahogándolo con una almohada, poco antes de romper, con una caja de agua, una de las ventanas y saltar a la calle.
Quien se resiste al orden establecido, al final es tragado por ese mismo orden, podríamos pensar. Sí, pero no si antes esa persona ha encendido la chispa de la libertad, del valor, incluso en un psiquiátrico donde los pacientes, acostumbrados a su existencia, poco o nada pueden cambiar. Libro altamente recomendable el de Ken Kesey; filme también altamente recomendable el de Miloš Forman.
Frida, siempre naturaleza viva
Más que por cualquier otro de sus filmes, la consagración mundial del director mexicano Paul Leduc Rosenzweig –y con él la de la actriz Ofelia Medina– llegó con Frida, naturaleza viva (1984).
Si bien Leduc había dirigido en 1970 Reed, México insurgente, su primera película de ficción, basada en Insurgent Mexico, libro del reconocido periodista norteamericano John Reed, que le valiera la mirada atenta de la crítica internacional y el premio Georges Sadoul de Francia al Mejor filme extranjero, sería Frida, naturaleza viva quien le diera múltiples premios, influyendo, al mismo tiempo, en el “redescubrimiento” de la obra de la famosa pintora mexicana.
A manera de preámbulo, Leduc nos asegura en su reconocido filme que “la gran pintora, reconstruye acorde a las auténticas palpitaciones de la memoria, es decir, de una manera inconexa y fragmentada, únicamente a través de las imágenes, su vida y su obra, que fue medular en la época del muralismo mexicano. Recuerda así su desgarrada condición humana: poliomielitis, fracturas, abortos, operaciones, amputación de una pierna. Evoca también sus andanzas políticas, siempre cerca de Marx, de Zapata y de la Revolución Mexicana, siempre lejos de la férrea voluntad estaliniana. (…) De pronto, mientras ella daba vivas a la vida y a la libertad, interrumpe la muerte aquel caótico torrente de imágenes-recuerdos”.
No es casual, pues Leduc nos anticipa varias cuestiones claves para adentrarnos en el ritmo y la poética de su filme: la memoria de “manera inconexa y fragmentada, únicamente a través de las imágenes, su vida y su obra”, será el hilo conductor del mismo. No hablamos de clásico biopic, sino de una reconstrucción o recreación de la vida de Frida Kahlo (1907-1954) a través de ciertos recuerdos: la memoria como excusa, anclaje de determinados momentos y personas.
Filmada con bajo presupuesto, Frida, naturaleza viva logra, sin embargo –y en esto, el propio Leduc insiste en ello, no hay ningún tipo de contradicción–, narrar poéticamente momentos de la vida de la artista, la mayoría filmados en el interior de la Casa Azul, hoy Museo Frida Kahlo: inicia con su velatorio en el Palacio de Bellas Artes, y termina, cerrando así el ciclo, con escenas similares, cuando su esposo, el reconocido muralista Diego Rivera, retira la bandera del Partido Comunista Mexicano que cubre el féretro; pasando además por la relación con su padre, Guillermo Kahlo, con el propio Diego, con el político y revolucionario ruso León Trotsky, el también muralista y pintor David Alfaro Siqueiros, y su participación en la vida política mexicana.
Pero los pequeños momentos, esas acciones cotidianas, a veces claustrofóbicas, génesis de sus creaciones, son las que engrandecen el filme, acercándonos a la cosmogonía de Frida Kahlo: la cotidianidad de la Casa Azul; los detalles íntimos; la atención médica que recibía a diario; la dependencia a las enfermeras, a su hermana menor, Cristina; las relaciones lésbicas; las infidelidades; las adicciones; la estrecha relación que mantuvo con su padre y el propio Diego.
Leduc se acerca a símbolos importantes en el arte de Kahlo, como el espejo –la vemos varias veces sola, mirándose en su espejo– y el folclor mexicano. El espejo fue un objeto que le permitió aceptar su cuerpo herido, mutilado; se dice incluso que su madre colocó uno en el techo, encima de su cama, para que pudiera reflejarse y pintar sus cuadros, no más de 125 piezas, la mayoría autorretratos, porque, decía, que pasaba mucho tiempo a solas y ella era el motivo que mejor conocía. Por otra parte, la tradición mexicana: el Día de los Muertos, la acentuada religiosidad, la permanencia de la cultura azteca… son constantes en su obra y en el filme. Desde el título del mismo, Leduc nos recuerda que Frida, amante de las naturalezas muertas, nombró una de sus últimas piezas: “Sandías. Viva la vida”.
Otra peculiaridad de Frida, naturaleza viva –y en consecuencia del guion, escrito por el propio Leduc y José Joaquín Blanco– es la casi ausencia de diálogos (similar como sucede en Barroco, de 1988), pero donde la música sí juega un papel esencial: desde el clasicismo del francés Camille Saint-Saëns hasta el cubano Ernesto Lecuona. Además, los silencios son para Leduc otra manera de expresar la soledad y la angustia que, en gran parte de su vida, experimentó Frida.
Aunque se han realizado otros acercamientos desde la ficción a la obra de la pintora: la hollywoodense y multipremiada Frida, de Julie Taymor, interpretada y producida por Salma Hayek, y la onírica Dos Fridas, de la costarricense Ishtar Yasin, interpretando ella misma a Frida y la portuguesa María de Medeiros como la enfermera Judit Ferreto, es Frida, naturaleza viva el primer filme que se aproximó a la vida y la impactante obra visual de la artista mexicana. También se realizó un documental, Frida Kahlo-Art Documentary (2009), producido por Art Haus Musik/Eila Hershon & Roberto Guerra y varios reportajes televisivos y programas.
Frida, naturaleza viva consiguió nueve Arieles, premio otorgado por la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas a lo mejor de la producción cinematográfica anual en el país: las cotizadas mejor película y mejor director, pero, además, los lauros a mejor actriz, obtenido por Ofelia Medina, magistral en su interpretación, a base de sugerencias y brillantez para asumirla, edición, fotografía, por Ángel Goded, ambientación, co-actuación femenina, co-actuación masculina y mejor argumento original; algo que si no es un record, bien cerca está de serlo. También ganó diversos premios en Festivales de Cine como el de Bogotá; La Habana, donde obtuvo el de Mejor filme y Actriz; Estambul, con el premio Especial del Jurado, entre otros, y ocupa el lugar 50 dentro de la lista de las 100 mejores películas del cine mexicano, según la opinión de 25 críticos y especialistas del cine en México, publicada en 1994.
Desde la vigorosidad de las imágenes, que repasan muchas de sus obras, pero también desde una mirada sensible, íntima, lírica, como si fuéramos observadores participantes del lento y agonizante vivir de la artista, hervidero al mismo tiempo de creación, Frida, naturaleza viva es necesaria para “mirar” a la autora de “Allá cuelga mi vestido” o “Nueva York”, “Autorretrato con mono”, “La columna rota” y “Lo que vi en el agua o lo que el agua me dio”, y nos reafirma a Paul Leduc –sobre todo el de este y otros filmes realizados en las primeras décadas de su carrera– como uno de los grandes y originales directores de Latinoamérica.
[1] La lobotomía, que es un tipo de psicocirugía consistente en la sección quirúrgica de uno o más fascículos nerviosos de un lóbulo cerebral, y por la cual el portugués Egas Moniz obtuvo el Premio Nobel en 1949, para la fecha, ya estaba considerada una práctica bárbara, atroz.