Milho Montenegro


Todos tenemos algo de inocentes

Una suerte de ironía se insinúa en el título de este libro. Enseguida el instinto te aconseja no ceder a las apariencias, pues de seguro entre sus páginas reinará lo opuesto. Las inocentes. Ironía, sí. Pero también verdad, la cruda verdad queda plasmada en la ópera prima de Milho Montenegro, quien se adentra en el universo de la narrativa con pasos seguros, contundentes, impropios de un autor novel en este género.

 Desde el bautizo del libro, notamos una suerte de homenaje a Miguel de Carrión, ese maestro detrás de Las honradas y Las impuras, novelas excepcionales y muy adelantadas a su tiempo en las que se plasma un mensaje muy claro: que ninguna persona en este mundo es completamente honrada o completamente impura. En el alma escasean mucho los tonos blancos y negros. Predomina el gris: ese contraste entre las bondades del espíritu y sus imperfecciones, ambos testamentos de la única realidad incuestionable, que somos seres humanos y como mismo es nuestro el poder de realizar actos excepcionales, lo es también la dolorosa capacidad de errar, a veces con consecuencias devastadoras para nosotros y para quienes amamos.

Milho Montenegro es un poeta y narrador ya consumado en ambos géneros y la evidencia de ello podemos encontrarla en su obra publicada. En poesía, mereció el Premio José Jacinto Milanés en 2021, con el cuaderno Mala Sangre, que llegó a las librerías bajo el auspicio de Ediciones Matanzas en 2022. Y en narrativa, Montenegro se abrió paso con Las inocentes, publicado por la Editorial DMcPherson en 2020 y continuó el recorrido con Corazón de pájaro (Iliada Ediciones, 2022) una excelente novela que anuncia la madurez literaria del joven narrador.

Volviendo a Las inocentes: con esta novela, Milho deja un mensaje similar al de Carrión con sus honradas y sus impuras, aunque de una manera muy original, contemporánea y completamente diferente. El autor nos introduce a un sitio extraño, a todas luces ficticio, pero tan cuidadosamente montado que se nos hace imposible no sumergirnos en semejante escenario y notar que lo oxigenan las raíces de la realidad. Ese sitio, La Calle Real, está regido por una suerte de mantra, detallado desde las primeras páginas:

La vida es un embudo, un continuo declive, para sobrevivirla se precisa alma dura e imaginación. Por eso cada ciudad tiene sus escaras. Sitios donde se acumulan desechos, individuos que, desterrados por la felicidad, chapotean en las aguas malolientes de la carencia: asesinos, pederastas, putas, hijos no deseados, todo lo que podría manchar la moral, lo que se prefiere olvidar.

De esta ficticia y veraz Calle Real, Milho Montenegro se vale para entregarnos toda una plétora de personajes, todos diferentes y al mismo tiempo emparentados por una cadena de historias que poco a poco nos vamos percatando de que, aunque son capaces de defenderse por sí solas, se nutren la una de la otra, como las piezas de un gigantesco puzzle, el cual, una vez armado por un lector atento, garantizará su satisfacción. El lenguaje empleado, directo y sencillo, sin excesos de grandilocuencias, sostiene y eleva esta novela; los diálogos y las escenas que vislumbramos fueron diseñados por un narrador que no deseaba confinar el ambiente o a quienes los habitan a sitios o léxicos específicos. Esta inteligente treta lingüística le confiere a la lectura del libro el carácter de universal y revela un mensaje implícito: el conflicto interno, los demonios que nos acechan, son propiedad exclusiva del ser humano, sin importar el lugar o el idioma.

En Las inocentes, los protagonistas de cada historia nos muestran las imperfecciones del alma humana y qué tan fácil sucumbimos a ellas. Para lograrlo, se aprecia el cuidado que puso el autor al construir sus personajes, especialmente en el apartado psicológico, sus defectos, virtudes y lo mejor: la coherencia de todos, incluso en su propia incoherencia, los dota de un innegable realismo. Maridos abusivos, víctimas de adicciones. Prostitutas voluntariosas que reconocen las ventajas de su oficio y otras, que no tan voluntariosas, se confiesan encadenadas a una vida que ellas mismas escogieron y que las circunstancias ahora les impiden abandonar. Relaciones repletas de suplicios, de momentos absurdos pero muy posibles desenlaces o hechos, hombres y mujeres mordidos por la corrupción, por un apremio irrefrenable de sobrevivir que los lleva a cometer actos impensables, desde chantaje hasta asesinato.

 

La Calle Real es el hogar de los sobrevivientes a toda costa, de quienes buscan conservar el aire en sus pulmones y para lograrlo, desoyen los quejidos de la conciencia o modifican el concepto de inocencia y lo que es correcto a su conveniencia. En este breve pasaje de la novela se refleja a la perfección:

Fueron construyendo un imperio de golpes bajos y sospechas. Sobre un cimiento podrido erigían sus vidas. Cambiaban sin grandes pretensiones los colores, el olor y el aspecto de aquel callejón. Los que por allí rondaban no pudieron obviar el movimiento y se mostraron inquietos. Consideraban a aquellas personas el rastrojo del mundo, muchedumbre cuyos propios actos los habían conducido hacia el infortunio. Algunos pasaban de largo, miraban de soslayo las siluetas de esos seres, no sin que llegaran a sentir repugnancia. Otros no pudieron apartar sus ojos, tiritaban ante un interés que pretendían guardar —con disimulo— bajo los trajes de señores.

Precisamente es éste uno de los mayores logros del libro: la facilidad con la que su autor retrata la inmoralidad, lo bajo que puede caer el ser humano si las circunstancias lo empujan a semejante límite. Sin embargo, al seguir a cada personaje, al sorprendernos, erizarnos o experimentar un odio puro hacia las afrentas que éste comete contra la dignidad o la decencia, también surge una pregunta: si estuviésemos en las mismas condiciones, ¿qué haríamos?

Otro de los aciertos de la novela es el uso de su autor del recurso de la insinuación. Señalo que usa esta técnica, sin romper los límites, tan sutil que debemos prestar mucha atención para notarlo. Desde el comienzo y a largo de los capítulos, el narrador nos invita a acercarnos cada vez más a sus personajes mediante rumores, comentarios o susurros, cuya veracidad solo será confirmada si ahondamos en las historias que aguardan en cada capítulo. El ser humano es curioso; Milho lo sabe y halla la forma de seducirnos mediante la insinuación. Esta secuencia continúa hasta alcanzar un final impactante, del cual no abundaré en detalles, excepto en el título del último capítulo, que, curiosamente es: Rumor.

Las inocentes es un libro muy interesante, escrito de la única forma en la que podría narrarse una historia de tales magnitudes. Lo sucio, lo inmoral, lo obsceno y sacrílego debe retratarse tal cual es: sin adornos, al detalle, pero tampoco sin exageraciones que lo hagan implausible. En la Calle Real de Milho Montenegro no existen absolutos, no existen los tonos blancos y negros. De la grata lectura de sus páginas asomarán muchísimas interrogantes y reflexiones, pero creo que una de las esenciales será que la vida está compuesta no tanto de culpables e inocentes, sino más bien de sobrevivientes.

Qué tanto se inclinará la balanza de la culpa o de la inocencia al final del trayecto, pues eso dependerá de a quienes nos toca transitar por la vida y afrontar sus benevolencias y sus tragedias.

 


El tiempo de las evaporaciones

Ya llega el tiempo en que, vibrando sobre el tallo, cada flor se evapora igual que un incensario, con esta cita de Charles Baudelaire abre el poemario Erosiones, Premio Pinos Nuevos de Poesía 2017, del escritor Milho Montenegro.

El tiempo en este cuaderno no da paso al nacimiento o a la belleza (arribo a la juventud, florecimiento del jardín, maduración de las cerezas), solo deja erosión: “el tiempo es una materia corrosiva”. La vida se desvanece. Los animales que lo habitan no son aquellos paradisiacos en Lezama de pasos evaporados, sino bibijaguas con órganos a cuestas, pájaros golpeando barrotes, libélulas de torpe fugacidad, arañas que cuelgan del vacío, bestias que destrozan la carne y la luz.

En sus versos vegetales tampoco encontraremos la rosa límpida y sonora que nace de lo oscuro, de Gastón Baquero; sino la sombra de los helechos, donde solo florece el espanto, “la soledad reside en ellos como la muerte en la flor que reposa en un búcaro cualquiera”.

Poco a poco nuestra joven poesía se ha ido vistiendo de desesperanza: “estrías que supuran el dolor de una vida fustigada”, señala el sujeto lírico: “me alejo como aquel que ha perdido todo, sin volver atrás”. “Este siglo nos condena”.

Montenegro ha escrito al pie de la letra de las palabras del Apóstol: hay que ser hombre de su tiempo, para ser hombre de todos los tiempos. Sus poemas escritos en prosa, a modo de pequeñas historias, no se diluyen en exotismos; profundizan en el mundo que lo rodea y en el cual le ha tocado vivir. Divide sus versos mediante slash, no solo otorgando con ellos un viso contemporáneo sino, que, de algún modo, guía al lector en la respiración y el ritmo interior de los textos. El autor se encuentra tras una cortina de misterio, es un instrumento: “El dolor es quien habla por mí”.

Repasando estas líneas del poemario: “Era el tiempo del regreso […] Fuimos sombras que nadie recibió”, mi mente hacía una conexión con un pasaje de Sobre héroes y tumbas, una de las más importantes novelas del argentino Ernesto Sábato: Como cuando se piensa en cosas pasadas y se trata de reconstruir oscuros recuerdos que exigen de toda la concentración de nuestro espíritu […] en días que se alargan y se deforman como tenebrosos fantasmas sobre las paredes del tiempo, porque de alguna forma sentía que aquellas palabras eran como un resumen al concepto fundamental que da vida al libro de Milho. En su texto Sábato nos muestra la misteriosa y turbulenta ciudad del Buenos Aires de la época, y en Erosiones, el poeta dibuja con versos el panorama que vislumbra, en el cual tiene que resistir: “las pérdidas, el desplome, la apatía”. Martín, personaje de Sábato, se busca así mismo; del mismo modo Montenegro realiza esta búsqueda existencial a través de los recuerdos y los vestigios del tiempo, a partir de una estela un tanto oscura que traza el camino en retrospectiva: el camino-tiempo andado y al que, a pesar de sus palabras, no se pretende regresar, porque —ya se sabe— puede ser un acto peligroso. 

Al llegar a la concepción de este poemario el autor ha madurado escritural y biológicamente, y es capaz de discernir una serie de preguntas que, tal vez, lo han asaltado en la madrugada, por ejemplo: “me ha tocado ser todo para luego ser nada. En este instante en el que el tiempo moldea mi voluntad como barro inútil, lo he comprendido”; lo entiende “en este instante”, no antes, no después, ese momento fue el nacimiento del poema, y por ende de todo un cuaderno que entonces se gestó. Más adelante, en “Soliloquio” proclama: “Ahora que la noche se adentra en mis horas sin remordimientos ni salvoconductos, comprendo que estoy a solas con un sentimiento que me deja absorto ante la vida”, una vez más es “ahora” que comprende, sin embargo, continúa reflexionando y un poco sin saber qué hacer, pues la vida misma es también incertidumbre, y comprender la pregunta no siempre nos ofrece la respuesta.

Hay una palabra que aparece tanto gráfica como conceptualmente a lo largo del cuaderno y que pareciera ser un hilo terrible que entrelaza sus textos, VACÍO: «Falto de contenido || Abismo, espacio sin materia || Falta, carencia o ausencia de alguna cosa o persona». De todas sus definiciones posibles hallaremos muestra en estos poemas de dolorosa hermosura.

Es la imagen de una mariposa saliendo de la madrugada el símbolo para el aprendizaje de qué es la muerte, vacío ante los que no están, los difuntos que no logran desterrarse son fantasmas que se posan en los ojos del poeta, como la noctámbula mariposa que golpea contra el muro. Ese “vacío” llega incluso más allá: “aquel que fui un día me abandona”. Se extraña hasta al ser que se ha sido antes y que ya nunca se volverá a ser.

El filósofo griego Heráclito dijo: En los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos, refiriéndose al curso del río y cómo debido al flujo sus aguas nunca son las mismas como tampoco lo es el bañista con el paso de los años. Si la existencia es en definitiva la estancia en el mundo, y esta estadía está dada en el devenir, entonces el ser debe dejar alguna huella como prueba de su existir, una vez que ya no esté; Milho lo sabe: “un hombre sin propósito pasa como sombra por su tiempo”. Todo es transitorio: “la vida es límite/ hilo podrido siempre a punto de quebrarse”.

No solo la existencia es efímera y cambiante, sino también el cuerpo: “Retornan con otros cuerpos y otros rostros/ los que regresan jamás son los mismos/ Nosotros/ los quedados/ tampoco”. “Me aferro al cuerpo […] Soy como la Palma Real: hombre ceñido a la tierra buscando su lugar”. “Nuestros cuerpos no fueron sino amalgama de vida/ extensión contra la sombra”. El cuerpo es el que padece el dolor, la enfermedad, la vejez, la erosión. Y la tierra solo alberga este cuerpo lírico mientras se descompone: podredumbre, sangre, cadáver. Nunca el florecimiento y la vida. Cada verso está cubierto de óxido, tizne, polvo, escoria. Flecha perdida que estalla sobre la isla y la isla es el hombre.

Erosiones es un mapa sobre el dolor de una época.