Kim Ki-Duk
Kim Ki-duk o la contradictoria belleza de la vida
Parecía un rumor, una broma de mal gusto en el último mes de este aciago 2020. Algunos medios lo anunciaron temprano en la mañana, otros fueron confirmándolo poco después: Kim Ki-duk, uno de los mitos del cine, uno de los autores más originales, conmovedores y poéticos, entre los máximos representantes de la vanguardia cinematográfica surcoreana, falleció en Letonia, donde preparaba su próximo filme, este 11 de diciembre, poco antes de cumplir 60 años, que habría celebrado el día 20, por complicaciones derivadas de la Covid-19.
Kim Ki-duk fue para mí –y para varios amigos– un descubrimiento de los años universitarios, un mazazo poético desconcertante que nos llegaba de la lejana Corea del Sur con una fuerza lírica y cinematográfica única, por lo sincera y extraordinaria, por lo visceral y sugestiva. Los filmes de Kim Ki-duk, altamente experimentales en varios sentidos, pero basados en una experimentación que es más bien una búsqueda para colocar al ser humano en el centro del relato, están poblados de personajes inadaptados a la sociedad, ya sea en Seúl o París; y poseen un ritmo pausado, un parsimonioso uso del diálogo y una crudeza muchas veces ruda para el espectador no adaptado a la poética de su amplia mirada.
Con Kim Ki-duk no hubo comienzos edulcorados ni cercanos al cine. De familia obrera natural de la ciudad de Boghwa, Kim se educó para trabajar en la agricultura, la que cambió por la industria fabril y la infantería de marina, donde fue suboficial. Llegó al cine tarde y sin formación técnica, luego de maravillarse en París, donde había ido a estudiar pintura y escultura entre 1990 y 1992, con filmes como El silencio de los corderos, de Jonathan Demme, y Los amantes del Pont Neuf, de Léos Carax. No hubo vuelta atrás, él sería cineasta: “Algo cambió en mi percepción de la vida, empecé a cuestionarme muchos prejuicios con los que me habían criado. Al volver a mi país comencé a rodar”, aseguró después. Luego de presentarse en varios concursos de guion en su natal Corea del Sur y obtener premios, aunque sin rodar ninguno, logró filmar su opera prima, Cocodrilo (1996), una cruda historia sobre un grupo de personas sin hogar que sobreviven bajo un puente a fuerza de astucia y violencia, y que mostraba ya la delicada fotografía y las tramas brutales que caracterizan su obra.
Su próximo filme fue Animales salvajes, rodada en 1996 en las calles de París y exhibida en el Festival Internacional de Vancouver. Como escribí justamente en el primero de estos textos, estás viendo el filme y algo te resulta bastante familiar en la banda sonora realizada por Kang In-gu y Jin-ha Oh. Mientras los protagonistas cenan en un barco sobre el Sena, incluso quizá un poco antes, escuchamos “El carretero” en la voz de Ramón Veloz con aquello de “Cuando volveré al bohío, cuando volveré, cuando volveré al bohío”. ¿Cómo llegó la música cubana a las manos de Kim Ki-duk? ¿Los éxitos recientes del Buena Vista Social Club? ¿Semilla al son, que de la mano de Santiago Auserón (Juan Perro) y Bladimir Zamora reunió para buena parte de Europa las raíces de la música tradicional cubana? Puras especulaciones, aunque París es un escenario multicultural, ciudad abiertas a confluencias múltiples y cosmopolitas como pocas… Pero no deja de tener cierto encanto que en este filme casi iniciático –y que entrevé a un potente director y avizora varios de los temas habituales en su trabajo: la violencia, la soledad, el sexo, entre otros– escuchemos a Ramón Veloz cantando, aunque los surcoreanos no sepan qué significa la palabra taína bohío.
Le seguirían otras películas en una filmografía hoy de culto: La puerta azul (1998), un híbrido entre melodrama adolescente y denuncia social que se proyectó en la Berlinale y en el Festival de Cine de Karlovy Vary; la experimental Ficción verdadera (2000), rodada en apenas 200 minutos y montada en tiempo real, y la obra que representó el salto de Kim Ki-duk a escenarios internacionales: La isla (2000), notoria, entre otras cosas, por la crudeza de algunas de sus escenas, que causó reacciones en el público norcoreano –por la presencia de una prostituta, figura recurrente en su cine–, pero que posicionó a Kim como una figura significativa en la filmografía de su país y que se proyectó en una docena de eventos en todo el mundo, como el Festival Internacional de Cine de Venecia. Luego filmó Domicilio desconocido, que abrió Venecia al año siguiente; Mala gente (2001), su primer éxito de taquilla; El guardacostas (2002); Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera (2003), que atrajo nuevamente la atención masiva del público, sobre todo por la ausencia de muchas de sus obsesiones que lo caracterizan (la violencia, la crueldad y la futilidad cíclica de la vida) y por la hermosa historia, con una fotografía impresionante, que encierra el filme. Después vimos Samaria o Por amor y por deseo, que obtuvo el Oso de Plata al mejor director en Berlín en el 2004, y Hierro 3 (ganadora del premio equivalente en Venecia). El surcoreano no se detuvo y siguió creando joyas del cine mundial como El arco (2005), Tiempo (2006), Aliento (2007), Sueño (2008), Amén (2011), Arriang, documental de 2011 ganador de Una cierta mirada en el Festival de Cannes, Piedad (2012) y Moebius (2013).
Polémico por utilizar secuencias de maltrato animal en algunos de sus filmes (en La isla, por ejemplo), algo que en su país es normal, dijo; calificado de misógino; acusado por varias actrices de violencia y agresión sexual, y censurado por incluir contenidos “perjudiciales para la juventud” y expresiones “inmorales y antisociales” en Moebius, lo que hizo que recortara el metraje y filmara Dissolve (2019) en Kazajistán ante el abandono de los productores locales, Kim Ki-duk basó su cine tanto en la belleza como en una sexualidad que suele derivar en la violencia y que le hizo encontrar el mejor material fílmico en la sordidez humana; tensando, al mismo tiempo, el alma del espectador por siempre.
Cuando pensábamos que después del invierno vendría nuevamente la primavera, nos sorprende la prematura muerte de Kim Ki-duk en un año aciago para el cine (Olivia de Havilland, Ennio Morricone, Rosa María Sardá, Luis Eduardo Aute, Lucía Bosé, Kirk Douglas, José Luis Cuerda, Sean Connery, Paul Leduc, Max von Sydow, Jaime Humberto Hermosillo, Rhonda Fleming, Michael Lonsdale, Diana Rigg, Joe Ruby, Joel Schumacher, Rosita Fornés, Michel Piccoli, Broselianda Hernández), para dejarnos algo más desamparados, algo más huérfanos de maestros del celuloide; pero, al menos, con la seguridad de encontrarlo siempre en sus memorables películas, hitos sobre las contradicciones de la existencia humana.
Con ojos de cinéfilo #1
Como escribió Alberto Garrandés en el atrio de Señores en la oscuridad. Lo gótico en el cine, más que un mensaje al uso, una reflexión en varios niveles, o un viaje por el interior de un puñado de obras de la historia del cine –algunas más afianzadas y otras menos–, estos textos pretenden ser, en primer lugar, una guía de viaje o una especie de brújula para aquel que, estremecido por el cine, perciba la revelación que trasmite acercarse al séptimo arte.
Todos vemos cine, todos consumimos productos audiovisuales (más en estos días de cuarentena). Esta vendría siendo –o intentaría serlo, más allá de la crítica, la coherencia, la interpretación y hasta la promoción misma– una mirada plural, mixta, heterogénea y rizomática-, que en consecuencia se matiza sin descanso bajo el riesgoso hechizo de las imágenes, y cuyos antecedentes podríamos rastrear en una idea divulgativa de la AHS, cuando, ya hace algunos años, distribuyó en el país aquellos filmes que no podíamos dejar de ver (la idea era ambiciosa, es cierto, y la lista podía ser mayor, pero se agradeció bastante).
Así Bergman, Angelópoulos, Buñuel, Fellini, Berlanga, Welles, Kurosawa, entre tantos otros directores imprescindibles, no solo para los estudiantes de las diferentes especialidades de la Universidad de las Artes, por ejemplo, sino para los amante del cine en toda su extensión, pasaron a ser familiares a más jóvenes y sus filmes proyectados en diferentes espacios y peñas en las Casas del Joven Creador y otros escenarios. Ahora a la lista de maestros se le suman otros directores contemporáneos y las series, la televisión, las redes… (en una mezcolanza genérica y estilística en donde no siempre sabemos distinguir qué ver o tras el blasón de qué premio, el estigmatizado Oscar, Cannes, perseguir los filmes).
El crítico, parafraseando al español Constantino Bértolo, debe distinguir lo que es una obra buena de una obra mala (cada día cuestión más difícil y engorrosa pues las fronteras son más impermeables) y además, ser honesto respecto a sus gustos (o disgustos). Al desempeñar lo que Martí llamó “el ejercicio del criterio”, siempre existe el riesgo a equivocarse. Se puede estar de acuerdo o no con quien escribe, pero lo importante es saber argumentar su gusto o disgusto. “La crítica al crítico –enfatiza Bértolo– no debiera residir tanto en su acierto o no, sino en si ha sabido o no ha sabido fundamentar su opinión”.
Escribir con ojos de cinéfilo –título que parte de un libro que recopila críticas y ensayos que el entonces joven Eduardo Manet publicara en la revista Cine Cubano en los años 60– no deja de ser una boutade, pues al cine nos adentramos con todos los sentidos bien alertas. Estos textos –breves, fragmentarios, arbóreos, convergentes– no pretender, quizás salvo excepciones futuras, acercarse a un filme en todos o la mayoría de sus elementos, cuestionarlo ensayísticamente, criticarlo; parten más bien de cuestiones específicas, escenas, momentos a “atrapar”, guiños desde la posmodernidad y desde la mirada del homo ludens. Más que otra cosa, estos textos son las recomendaciones de un cinéfilo empedernido, que cuando le preguntaron si prefería el cine o la sardina, eligió sin dudas al primero.
Kim Ki-Duk al ritmo del son cubano
De momentos estás viendo Wild Animals (1996), la segunda película del surcoreano Kim Ki-Duk, y algo te resulta bastante familiar en la banda sonora realizada por Kang In-gu y Jin-ha Oh. Mientras los protagonistas cenan en un barco sobre el Sena –pues sí, este filme se desarrolla en París–, incluso quizás un poco antes, escuchamos “El carretero” en la voz de Ramón Veloz con aquello de “Cuando volveré al bohío, cuando volveré, cuando volveré al bohío…”
¿Cómo llegó aquella música a las manos de Kim Ki-Duk? ¿Los éxitos recientes del Buena Vista Social Club? ¿Semilla al son, que de la mano de Santiago Auserón (Juan Perro) y Bladimir Zamora reunió para buena parte de Europa las raíces de la música tradicional cubana? Puras especulaciones, aunque París es un escenario multicultural, ciudad abiertas a confluencias múltiples y cosmopolitas como pocas… Pero no deja de tener cierto encanto que en este filme –que aunque no es el mejor, entrevé a un potente director y avizora varios de sus temas habituales: la violencia, la soledad, el sexo, entre otros– escuchemos a Ramón Veloz cantando, aunque los surcoreanos no sepan qué significa la palabra taina bohío.
Haneke en tiempos de lobos
He seguido detenidamente la obra en el cine del austriaco Michael Haneke, uno de mis directores favoritos. Incluso alguna que otra vez he escrito sobre él o determinadas películas (La pianista, Funny Games). Creo que bastaría su opera prima, El séptimo continente, un filme impactante, con imágenes que se graban en la retina, y que sirvió para avizorar un estilo potente que florecería a plenitud en los filmes posteriores, para que su cine nos cautivara. Después vendrían Caché, por la que obtuvo en el Festival de Cine de Cannes el premio a la mejor dirección; La pianista, con una genial Isabelle Huppert, Gran Premio del Jurado en Cannes; Funny Games; La cinta blanca, Palma de Oro en Cannes; Amor, también con la Palma en ese Festival… Parece que Cannes se rinde ante la obra del austriaco.
Me debía El tiempo del lobo, de 2003 (se estrenó en Cannes pero fuera de competencia, pues Patrice Chéreau, un miembro del jurado de ese año, aparecía en el filme) y recién la pude ver: un drama post-apocalíptico en una sociedad distópica, en un país europeo no nombrado y en un tiempo indeterminado. Con todo esto –que no es poco para el género– Haneke arma un filme extraño, oscuro, que cuenta la historia de una familia: Georges (Daniel Duval), Anne (Isabelle Huppert) y sus dos hijos Eva (Anaïs Demoustier) y Ben (Lucas Biscombe) que, al llegar a su casa de campo, esperando encontrar refugio y seguridad, descubren que ya esta ha sido ocupada por una familia de extraños, quienes le disparan al esposo.
Después Isabelle Huppert y sus hijos se dirigen a una estación para esperar un tren que no acaba de llegar y que, al parecer, los sacará de allí, rumbo a un lugar donde todo promete ser mejor. Al parecer algo ha ocurrido que ha ocasionado aquella situación post-apocalíptica, pero solo sabemos que existe muy poca agua sin contaminar y que su precio es muy alto, y que todos están sobreviviendo; lo que antes puso ser normal, ropa, comida, ahora es todo un lujo. El ambiente es enrarecido, contaminado, con un poco del lirismo oscuro que le proporciona ser prácticamente filmada de noche (y que recuerda algunos cuadros tenebristas). Por momentos, incluso, es difícil atrapar el hilo argumental que se distiende con la aparición de otros personajes (en la estación del tren) y ni la Huppert, musa de varios filmes del director, puede sacarle gran provecho a un personaje que no posee suficiente fuerza en el filme. Uno se pregunta qué hizo hacer y decirnos Michael Haneke con El tiempo del lobo, que logró finalmente, más allá de reafirmarnos, con un viso de esperanza, que el hombre sigue siendo el lobo del hombre (y más en tiempos de crisis). De todas formas, vale la pena acercarse a esta película y al resto de la potente filmografía del director austriaco, uno de los mejores, hoy día, cuando hablamos de los maestros del cine.
¿Qué hemos hecho para merecerte?
A casi todo el mundo le gusta la obra del español Pedro Almodóvar, unos filmes más que otros, claro, pero el manchego, desde sus primeras obras a las más recientes, siempre ha gustado. Con Almodóvar sucede –y recuerdo aquí a mi admirado Rufo Caballero, pues esta idea es suya– como cuando preguntan pintor y escritor favorito y la gente dice sin inmutarse apenas: Vincent van Gogh y Gabriel García Márquez. Almodóvar se añadiría a la lista.
Hace unos días vi Kika de 1993, una divertida y enredada historia con Verónica Forqué, Álex Casanovas, Peter Coyote, Rossy de Palma y Victoria Abril (dos de las “chicas Almodóvar” de siempre). Kika no es de las películas más conocidas y premiadas del director, es cierto, aunque le valió a la Forqué el Goya a la mejor actriz protagonista en la VIII edición de los Premios del cine español. Y hace poco le tocó el turno repasar otro de sus filmes: ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). En este, el cuarto de su filmografía, nos hace partícipes de una galería de personajes peculiares que articularían, algunos con más fuerza que otros, su obra y sus obsesiones: una sufrida ama de casa, una “heroína cotidiana”, en la piel de Carmen Maura –actriz fetiche del director en aquellos primeros filmes muy apegados a la llamada movida española–, que convive, en un barrio de los suburbios de Madrid, con un marido machista, un hijo gigoló, otro hijo traficante de drogas, y una suegra algo neurótica.
En esta película descabellada y delirante, como muchas otras de los 80 (debo volver a ver Entre tinieblas, estrenada un año antes), pero al mismo tiempo un fresco de la España posfranquista y sus tantas incisiones sociales, acompañan aquí a Carmen Maura: Ángel de Andrés López, la singular Chus Lampreave, la única actriz que ha trabajado con Almodóvar con regularidad a lo largo de toda su filmografía y que recordamos también por Belle Époque (que le valió un Goya a la mejor actriz de reparto) y La artista y la modelo, de Fernando Trueba; y Verónica Forqué, como Cristal, la vecina y amiga prostituta de la protagonista… No es de los mejores filmes de Almodóvar, es cierto, ni siquiera de los más conocidos o premiados, que no siempre coinciden, pero es grato volver a ellos de vez en vez. Otra cosa: como es usual, una joyita musical, “La bien pagá”, en la voz de Miguel de Molina.
Apocalypse Now, siempre un clásico
Apocalypse Now Redux, dirigida y producida por Francis Ford Coppola, fue presentada en el Festival de Canes en 2001 con 49 minutos eliminados a la original de 1979. Se volvió más larga aun. Con Martin Sheen en el protagónico, Marlon Brando, a quien solo vemos ya al final de la película y entre claroscuros que refuerzan su personaje, Robert Duvall, Dennis Hooper, Harrison Ford, en una breve aparición, Scott Glenn, Laurence Fishburne, entre otros.
Apocalypse Now ganó dos Oscar, a la mejor fotografía y al mejor sonido, y obtuvo seis candidaturas: al mejor director, a la mejor película, al mejor actor de reparto (Robert Duvall), al mejor guion adaptado, a la mejor dirección artística y al mejor montaje. También fue merecedora de la Palma de Oro del Festival de Cannes de ese año, cuando aún no estaba lista. La historia de la filmación, que llevó casi al suicidio a Coppola, es otro filme en sí (Martin Sheen infartó, un tifón arrasó la zona de Filipinas donde filmaban, los helicópteros alquilados por el dictador Ferdinand Marcos dejaban la filmación para ir a combatir rebeldes en la selva, Brando se apareció sin haberse leído una línea del argumento, pues el guion se fue construyendo día a día, y muchos kilos de más, el seguro de Coppola cayó al piso, dejándole la deuda de por vida a su familia, algo que por suerte no ocurrió).
Se inspiró en El corazón de las tinieblas, una novela breve de Joseph Conrad ambientada en el África de finales del siglo XIX, y que Jorge Luis Borges recomendaba leer (y a Borges hay que hacerle caso). Coppola trasladó la acción a la Guerra de Vietnam (y aunque no fue la primera película sobre el tema, pues de tanto que demoró la realización, le fueron delante, sí es un fresco delirante, asombroso, terrible, de esta contienda bélica tan devastadora en más de un sentido). Tuvo también influencia de Aguirre, la cólera de Dios, de Werner Herzog.
Dos momentos memorables: el bombardeo con napalm a un poblado vietnamita, dicen que el mayor registrado fuera de una contienda, al compás de La Cabalgata de las valquirias, de Richard Wagner; y las escenas del santuario en la selva, con Marlon y Martin Sheen (todo el filme es un viaje, en contra de la locura, pero también en busca de sí mismo).
La película es un recorrido –azaroso, terrible– por la mente y el corazón humanos (en tinieblas) y un fresco delirante de una de las contiendas más apocalípticas del siglo XX, donde, más allá de maniobras sociopolíticas en juego, ellos, los soldados, acababan perdiendo.