Jorge Hidalgo
Alabanzas de Jorge Hidalgo
Observar la obra de Jorge Hidalgo es pararse frente al monte. Miramos una de sus piezas y el monte, en su espesura de significados, se nos abre a los ojos y los sentidos, a los caminos de la espiritualidad, para dejarnos avanzar, sin temor a la maleza y sus bifurcaciones, en lo prístino, intuitivo y orgánico de los misterios de la vida. Descubrir la obra de Jorge Hidalgo es, además, poder adentrarse en ese monte. Ya abierto el umbral, el silencio se quiebra y se puebla de voces que, desde los altos árboles, entre las ramas o cercanas al suelo, nos susurran misterios. Sencillo como el fluir del riachuelo e imponente como las ceibas, el monte, en esa dualidad, asombra y al mismo tiempo protege.
Persiste con tenacidad asombrosa —como anotó Lydia Cabrera— “la creencia en la espiritualidad del monte”. Pues allí, en las malezas cubanas, habita, como en las selvas de África, las mismas divinidades ancestrales y espíritus poderosos que aún hoy son temidos y venerados, y de cuya benevolencia o contrariedad dependen los éxitos o los fracasos. Jorge Hidalgo ha ido al monte, ha buscado sabiamente y ha encontrado. En sus cuadros, poblados de similares rasgos expresionistas y misterios desde sus primeras piezas juveniles, viven los orishas del monte y los Eggun, persisten las esencias y los mitos de una cubanía que no pierde su proyección universal y la savia de sus influencias.
Antes —aunque el monte y sus esencias están desde la raíz, desde los primeros años del niño que nació en Santiago de Cuba y esparció su infancia en varios puntos de la geografía oriental— Hidalgo se encontró con los grabados de Goya y mientras buscaba desentrañar su lenguaje y potencialidades creativas, pobló su obra de personajes “perplejos”, palpitantes, desvalidos y tercos en su amplia orfandad. Así su paleta se volvió cada vez más austera, recurriendo a los ocres, a las tierras protectoras, a las fulguraciones del magenta, los negros y los chispazos de colores puros, a sus cuidadosas iluminaciones visuales. Y el dibujo en la obra de Jorge Hidalgo se hizo gestual, espontáneo, sometido al sentimiento y a la intuición, logrando una gestualidad que permite una actitud plena y libre. Y si Goya fue un deslumbramiento para Hidalgo, pronto encontró la obra de Antonia Eiriz, Tapies, Saura, Schiele, Cuevas, Toledo… Así la mirada se hizo visualmente dura, dramática en su esencia, incluso grotesca y desatinada en el sentido de lo esperpéntico, pero capaz de trasmitir la intensa poesía del ser, esa que también nos entrega el Hidalgo escritor. Sus códigos visuales se tornan complejos y aparecen figuras que aluden a elementos de la cultura nacional —lo afrocubano, específicamente— y su alcance mítico-religioso, que en él es asunción y, como podemos comprobar en esta exposición con obras recientes, es gracia, misterio y luz.
El maestro Hidalgo crea con la seguridad de quien, por más de ocho décadas, ha visto mucho, pero no deja de asombrarse ante las maravillas que se abren en los laberintos fecundos de su imaginación. Él pinta “recuerdos y presagios” y ambos —lo pasado que persiste y las luces del futuro— acompañan las alabanzas que, de alguna forma, son sus piezas.
Estas obras, de fuertes emanaciones expresionistas y técnica mixta, dialogan con su tiempo bajo el sol y se nos muestran sugerentemente contemporáneas, dueñas del rigor y la osadía de quien, poseedor de una mirada tan personal que se torna impronta, no cohíbe el trazo y las búsquedas, sino que se apodera de la “síntesis súbita” y el “silencio orgánico” para continuar, entre el oficio y las posibilidades de la creación, interrogando su trazo y haciéndonos partícipes de sus preocupaciones y anhelos. Insisto en ello: las piezas de Alabanzas… poseen una contagiosa vitalidad y una febril mirada que nos subrayan que estamos frente a un artista tan contemporáneo, como ha sido capaz de aprehender la luz y entregarse a ella siendo un aprendiz y por tanto, un humilde deudor. Ellas sintetizan siglos (o acaso milenios) de sabiduría y cultura humana; y al mismo tiempo, son sumas de un proceso creativo que ha sabido, reinterpretándose, ser fiel a la génesis.
Estas divinidades ancestrales han acompañado a Jorge Hidalgo en la vida y en el arte, y le han hecho afirmar más de una vez que Cuba es su nganga: su “misterio” y sus verdades. Ese misterio lo acompaña, lo protege —junto a Federico y Altagracia, sus padres; y a Obatalá como santo de cabecera y Ogún como acompañante— y nos lo muestra como uno de nuestros maestros más lúcidos y vitales, como un dador de alabanzas.
Palabras de apertura de la exposición “Alabanzas sin vítores ni consignas” del maestro Jorge Hidalgo Pimentel, inaugurada en la Sala pequeña del Centro Provincial de Arte de Holguín,.
Cuba, la nganga de Jorge Hidalgo (+ galería)
En una entrevista con la crítica de arte canadiense Noella Neslody, el pintor, grabador, dibujante y escritor Jorge Hidalgo Pimentel (Obbá Oguniré) aseguró que él pinta “recuerdos y presagios” y que su trabajo lo hace sentirse “un esclavo representante de Dios”.
Aquellos “presagios” visionados por Hidalgo (Santiago de Cuba, 1941) lo acompañan desde que nació en Santiago –él insiste en recordárnoslo como si sus orígenes fueran su mejor blasón, su santo y seña– “a las 5 y 20 de la mañana, boca arriba y con los ojos abiertos. Fue recibido en la luz por la comadrona Pancha La Negra (Iyá Leri). En el signo de Virgo, bajo la protección de Obatalá como santo de cabecera y Ogún como santo acompañante. Hijo de Federico, descendiente de asturiano y Altagracia (Cucusa) dominicana”. Todo en su obra de más de seis décadas parte de ese momento inicial en que Hidalgo aprehende la luz y se entrega a ella como un aprendiz, y también como un deudor.
Las primeras obras en el tiempo, firmadas a fines de la década de 1950, dejan entrever las potencialidades artísticas de aquel joven que unos años después, en 1962, entraría deslumbrado al estudio habanero del pintor Esteban Valderrama. Allí conoció el olor del aguarrás, la linaza, las variaciones de los óleos –¿bautismales?–, y aunque la visión académica de Valderrama no se adecuaba a su temperamento independiente, inquieto, la posibilidad de insuflar vida a sus criaturas lo atrapó para siempre. ¿Acaso no lo había atrapado ya desde aquellas primeras obras en tinta sobre cartulina o papel?
Aquellos fueron los años de la efímera revista Jigüe –en su duración, no en resonancias, como asegura Alejandro Querejeta Barceló, uno de sus creadores–, donde publicaron autores como Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz y Nancy Morejón, y donde Hidalgo ilustró muchas de sus páginas, junto a Armando Gómez y Roger Salas. Aquellos fueron los años de la exposición Hacer ver, título tomado de un poema del surrealista Paul Eluard y que reunió en una pequeña sala del Colegio de Arquitectos de Holguín la obra de Hidalgo, Salas, Julio Méndez, Jorge González y Nelson García. Como palabras al catálogo, el poema “Felices los normales”, de Roberto Fernández Retamar. Aquellos fueron también los años en que Hidalgo se encontró frente a los grabados de Francisco de Goya –Los caprichos, las Tauromaquias y los Desastres de la guerra– y mientras buscaba encontrarse a sí mismo y desentrañar su lenguaje, sus potencialidades creativas, iba poblando su obra de esos personajes “perplejos”, como él mismo los llamara, palpitantes, desvalidos, tercos en su plena orfandad.
La paleta de Hidalgo se volvió cada vez más austera, y desde esa época mantiene su recurrencia a los ocres, a las tierras tutelares, a las fulguraciones del magenta, los negros, a los chispazos de colores puros, a sus sorprendentes iluminaciones visuales. Y el dibujo se hizo gestual, espontáneo, sometido al sentimiento y a la intuición. Una gestualidad que permite una actitud desprejuiciada. El pincel ancho, casi seco, la espátula, los dedos y ocasionalmente la plumilla, le sirven de instrumentos. Y si Goya fue un deslumbramiento para Hidalgo, casi enseguida encontró la obra de Antonia Eiriz, Tapies, Saura, Schiele, Cuevas… De la mano también de Blake, Velázquez, Rembrandt…
Cuando se funda el casi mítico Taller de Grabados de Holguín, encabezado por Nelson García y Julio Méndez, Hidalgo empieza a trabajar la xilografía, mostrándose como un grabador preciso, imaginativo: la expresión –¿acaso americana?– dura visualmente, dramática en su esencia, goyesca, incluso grotesca y desatinada en el sentido de lo esperpéntico, el aparente desaliño que nos muestran sus xilografías, es capaz de trasmitir la intensa poesía del ser, que también nos entrega el Hidalgo escritor en sus poemarios. No es el suyo un traslado mecánico de su obra en tintas y dibujos a la madera, sino un ajuste de un estilo a la riqueza de texturas que la madera ofrece, con influencias del grabado japonés, Durero, y el expresionismo y neoexpresionismo alemán.
Posteriormente el acrílico se incorpora a su quehacer, así como el gran formato, el lienzo y el collage. Sus códigos visuales se tornan complejos, y aparecen figuras que aluden a elementos de la cultura nacional –lo afrocubano, específicamente– y su alcance mítico-religioso. Esta zona creativa quizá sea la más conocida del trabajo de Hidalgo Pimentel, lo que lo ha llevado a ser, varias veces, encasillado en la pintura de tema afrocubano. Pero en él no es pose, mucho menos propensión a modas; es asunción, después de una evolución que podemos palpar en toda la muestra; es gracia, luz.
En sus cuadros viven los orishas del monte: Elegguá, Oggún, Ochosí, Oko, Ayé, Changó, Allágguna… Y los Eggun: Eléko, Ikús, Ibbayés… Pero también habita Fernando Ortiz; Lydia Cabrera; Cristo; Artemisia Gentileschi en cofradía con Teresa Centella Oyá, seduciendo a Olofin Changó; la Virgen de Barajagua; Mackandal; José Martí; San Lázaro; Ícaro; Santa Bárbara… Hay cubanía en cada obra, pero sin perder su proyección universal.
En las páginas iniciales de El monte, Lydia Cabrera subraya: “Persiste en el negro cubano, con tenacidad asombrosa, la creencia en la espiritualidad del monte. En los montes y malezas de Cuba habitan, como en las selvas de África, las mismas divinidades ancestrales, los espíritus poderosos que todavía hoy, igual que en los días de la trata, más teme y venera, y de cuya hostilidad o benevolencia siguen dependiendo sus éxitos o sus fracasos”. Hidalgo ha ido al monte, ha buscado sabiamente, encontrado. Estas “divinidades ancestrales” han acompañado a Jorge Hidalgo en un vía crucis artístico y espiritual a lo largo de seis décadas creativas. Cuba es su nganga, nos dice, y como si no bastara, titula así uno de los cuadros que ha creado. “Nganga quiere decir muerto, espíritu”. Y además, “misterio”. Y ese misterio lo acompaña, lo protege y nos lo devuelve como uno de nuestros creadores más originales.