Gente Nueva


Ojos para mirar los paraísos azules de Martha

¿Sabes de ese momento en el que te quedas pensando, cómo es posible que no lo hubiese leído antes? Bueno, algo así pasó aquella mañana de jueves (no sé por qué siempre es jueves cuando descubro cosas). Más aún cuando sabes de ese autor, cuando no resulta del todo un “no escuchado antes”, cuando incluso han interactuado en algún que otro espacio. Pero, me agrada que jamás hubiésemos cruzado ni medio saludo, nada. Tengo la firme convicción de que prefiero no conocerlos. Agradezco llegar a sus obras despojada de todo juicio previo, sin saber cómo luce su rostro, ni cómo sonríe, ni el sonido de su voz, sin nada que matice. En asuntos de este tipo detesto los matices, pero no es un privilegio del que goce mucho últimamente, sobre todo con los autores más jóvenes. Y para mi fortuna, así llegué a los dos primeros libros que leí de Martha Acosta Álvarez: Ojos para no ver las cosas simples, Premio Celestino de Cuento, 2018, Ediciones La Luz, Holguín; y Pájaros azules, Premio Pinos Nuevos, 2016, publicado por Letras Cubanas. Ambos los conseguí en la recién Feria Internacional del Libro de La Habana, 2022. Recuerdo que cuando encontré el segundo enseguida me remonté al primero, había fijado el nombre de su autora y lo compré sin pensarlo. Obviamente la sabía una narradora cubana contemporánea, cercana a mi generación. Tenía referencias suyas, pocas, una vez más, repito, toda una suerte según mis gustos como lectora; pero algo siempre sí he tenido claro, y es que: a nuestros colegas hay que leerlos, saber cómo se mueve el quehacer literario que nos circunda, que nos está marcando como grupo, y en este caso, como en no pocos otros de los revisados los últimos meses, sentí orgullo de la joven narrativa de esta Isla poética.

Una tarde de apagón, quizás un mes y pico después, comencé a leer Ojos para no ver… y empezaron a clavárseme los dardos en la diana sensitiva de mis gustos literarios. A la mañana siguiente me fui al dentista, ya saben, colas, siempre las benditas colas que aprovecho para leer así sea recostada a una esquina y comencé a llenar el libro de apuntes. Me preocupo cuando no tengo nada que marcar en los libros.

Leo para reseñar, porque amo hacerlo, para conocer las nuevas voces, (también para de alguna forma estar clara de la competencia). Esta chica es una muy buena competidora. Me ha dado tremendo placer leerme este libro. Tiene un pulso firme, una limpieza estilística envidiable y un total dominio del lenguaje y sus bondades.

Escribí un viernes 3 de junio, sentada en el salón de espera de la Clínica Estomatológica, aguardando para sacarme una muela. Incluso, una vez dentro, boca abierta en lo que el dentista cargaba la jeringa con la anestesia y traían el instrumental, seguía yo pegada al libro, entre otras cosas para enajenarme de la situación. Así avancé luego ese mismo día por las ciento cinco páginas como analgésico alternativo ante el posoperatorio.

Pájaros azules lo comencé poco después de haber devorado el primero y, sin temor a dudas, puede uno encontrarse el libro sin portada ni nada que haga alusión al autor y leer directamente desde el primer cuento: Ojos caleidoscópicos y reconocer a Martha enseguida tras aquellas páginas. Existe una coherencia estilística en toda su obra, una homogeneidad admirable en sus textos, aunque pertenezcan a libros diferentes, que hace que funcionen como una especie de unidad indisoluble. Encontramos en su escritura toda, lo supe luego al leer el plaquet de poesías Distintas formas de habitar un cuerpo (publicado también por Ediciones la Luz, Premio de Poesía El árbol que silva y canta, 2017), una serie de marcas de agua, presentes en sus creaciones, que basta saber apreciar para reconocerla así sea en versos sueltos o algún párrafo de cualquiera de sus cuentos. Tiene todo un stock de recursos literarios que ubica en el momento justo, como si moldeara a mano los vaivenes de las narraciones, y digo esto e imagino unas manos finas pero firmes, de mujer deshabitada por la duda ante lo que hace, modelando un barro literario a su antojo una y otra vez, creando figuras sueltas que luego hilvana con paciencia de tejedora antaña. No encontramos textos densos vanagloriándose de ese stock de técnicas, no, y eso el buen lector lo agradece; encontramos metáforas llevadas sutilmente hasta lograr imágenes claras, pero con la tremenda capacidad de golpearte el rostro de a tajo.

Sergio llegó a la casa. Abrazos, palmadas en la espalda, la voz retorcida por verse luego de tanto tiempo. 

El mar era un rectángulo oscuro que adornaba la pared. Quieto. Manso. Dormido. Me sorprendí también vigilando al mar. Daba miedo que se despertara en algún momento, que rompiera su horizontalidad, que se irguiera y caminara hacia nosotros.

Habitación estrecha con vista al mar

(del libro Ojos para no ver las cosas simples)

 

Hoy vimos un pájaro azul y nos acordamos de la infancia, de la casa de tablones carcomidos por donde entraba la luz en los amaneceres. Los rayos colándose por los agujeros de la madera hasta la pared. El polvo danzando en la luz, partículas brillantes y locas que no se estaban quietas. Movimientos vivos. Pequeños seres mágicos que habitaban la luz, y por eso la luz era brillante. Entonces creíamos que los rayos de sol eran cilíndricos, que los cilindros eran las casas de las criaturas. Tocábamos la luz con la punta de los dedos, despacio, para no espantar a las criaturas, que se revolvían al tacto de los dedos, como si sintieran cosquillas.

 

Escuchábamos a la tía Jimena haciendo sonidos de amanecer…

 

A veces creía que te estabas muriendo, y que la muerte te hacía bien. Daban ganas de morirse contigo.

 

Ojos para no ver las cosas simples

 

Es esta una señora hecha de todas las tonalidades de la frustración.

 Cámara lenta

Difícil pasar por Falsos genitales sin hacer una pausa antes de proseguir. Resulta una tarea ardua establecer una escala sensitiva, sobre todo eso, sensitiva, entre los seis cuentos que conforman su libro Premio Celestino. Por suerte, la literatura tiene esas clemencias al permitirnos concluir a cada quien según queramos, según nos convenga, según sintamos, y yo decido hacer mi pausa en este texto. No aprecio una literatura con marcaje feminista en la obra de Martha, cosa que acoto no me parece ni bien ni mal, solo señalo, sin embargo, es este un cuento que recrea un plano ficcional con una prostituta inflable que no por eso deja se sufrir en su sintética piel los mismos males que una mujer cualquiera, más allá de a lo que se dedique.

Abro la puerta del apartamento.

Veo a la prostituta tirada en el suelo.

Irreconocible la prostituta. (Aquí una de las marcas de agua de la autora, ese rejuego con las palabras repetidas).

¿Quién te hizo esto?, pregunto.

No contesta.

No quiere o no puede contestar.

El aire se le escapa a través de su piel de vinilo soldado.

La prostituta está rota.

Reventada.

Su cuerpo no se parece a su cuerpo.

Su rostro no se parece a su rostro.

No pide ayuda.

No quiere o no puede pedirla.

Los ojos de la prostituta lloran.

(…)

La prostituta se está desinflando en la sala del apartamento. (…)

Estalló por la costura.

Por algún lugar tenía que estallar.

(…)

Va hasta el baño. (…)

Se saca la vagina portable.

La mete debajo del chorro. (…)

La vagina portable se llena de agua.

Se desborda.

Desde la estructura en la que manejó el texto hasta la originalidad de la idea, el enfoque en el que planteó la situación resultan interesantes puntos de vista. Dota a todo el compendio como de una especie de núcleo ya que notamos en otros cuentos una construcción similar en las narraciones y al mismo tiempo se mantiene el ambiente literario, que si bien no se repite sí persiste la uniformidad, siendo historias que, aunque marcadas por lo cotidiano, coquetean con el surrealismo y el absurdo.

En Pájaros azules, el segundo libro de Martha Acosta al que me acerqué, aunque escrito primero que Ojos para no ver las cosas simples, supongo, dado el orden cronológico en el que ganaron los premios (aunque eso bien pudiera no significar darlo por hecho), el cuento que lo nombra tiene una relación cercana con ese otro. Y aquí debo hacer un stop y repensar la sintaxis de la idea que quiero transmitir, verán: el cuento Ojos para no ver las cosas simples hace referencia de alguna forma intrínseca a Pájaros azules. Invaden en ambos una sensación poderosa de tristeza, de agobio tras tiempo de intentar encontrar soluciones. El mismo mal aqueja, y va enmascarándose: El pájaro se va de la casa, se va, pero no se lleva la tristeza. La tristeza se ha metido dentro de la casa, rueda y florece en las paredes, se derrama desde el techo, mancha el tapiz del único sillón que tenemos… Y, casualmente, ambos textos dan título a los libros. ¿Qué complicidad traerán implícita? Cabe preguntarnos. Algo similar sucede con los poemas: Ese día que no tiene para cuándo acabar y Distintas formas de habitar un cuerpo y el cuento Palomitas Company, también contenido en Pájaros azules. Un cuento profundamente visceral, con todo el poder para trastocarnos: mi madre aprendió a aparecer y desaparecer desde mi rostro en el espejo, a decirme hija de mierda con la voz quebrada que simula un “Ay, mija, me estoy muriendo”. Tal vez mamá piensa habitar mi cuerpo y mi espejo cuando su cuerpo pese demasiado para seguir articulando lamentos. Tal vez ya ha comenzado a hacerlo, y lleva años en eso, siglos, no sé.

Fragmento del poema Ese día que no tiene para cuándo acabar:

Mamá está muriendo.

Hace días que está muriendo,

años, siglos, no lo sé.

Lleva mucho tiempo en eso,

y no acaba de morir

ni de salvarse.

Tose como si los pulmones se le salieran por la boca,

dice, Ay, mija,

con la voz quebrada

y se me llenan los ojos de lágrimas…

Paraísos perdidos, Premio Calendario de Cuentos, 2017, hace alusión irónica a nuestros hábitos; como bien definiera su propia autora desde la dedicatoria: … este quimérico museo de formas inconstantes, este montón de espejos rotos. Una vez más recorremos pasillos familiares entre nuestras tristezas y sinsabores de vida. El realismo invade sin piedad en cada uno de los textos paseándonos por una galería de paraísos: El paraíso del cuerpo, el del tiempo, el paraíso vacío, el sumergido y el impronunciable. Y aquí haré mi pausa en Un arrecife en la espalda, que considero bien encierra, como cualquier otro del compendio, la esencia de este libro. No escapo nunca al llamado del mar, donde quiera que esté, y aquí hace su presencia, arrasador, como de costumbre, dejando con cada batida de brisa más dolor que paz.

Esta autora camagüeyana (Sibanicú, 1991) adoptada por la capital, más que por la capital ya por toda la Isla, donde se lee y admira la buena escritura, ha sido ganadora de una larga lista de certámenes literarios entre los que figuran los siguientes premios de narrativa: el César Galeano de cuentos, 2015, año en el que egresó del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso; el Pinos Nuevos, 2016, Calendario, 2017, el premio Dador, 2017 y en ese mismo año el Paco Mir Mulet, Fundación de la Ciudad de Nueva Gerona, el Mabuya; y en poesía El árbol que silva y canta, 2017. Luego en 2018 fue galardonada con el Premio Iberoamericano de Cuentos Julio Cortázar, con la obra El olor de los cerezos, el Celestino de cuentos y el Novela de Gaveta Franz Kafka. Ha alcanzado mención en el premio David de poesía, 2015, primera mención en el premio Emilio Ballagas de narativa, 2016, primera mención en el premio Mangle Rojo, de poesía, 2017 y en el Portus Patris, también de poesía ese mismo año. Además de los libros ya mencionados tiene otros dos fuera de Cuba: Doce años es demasiado tiempo, Editorial Guantanamera, España, 2016 y una novela titulada La periferia por la Editorial FRA, 2018. Varias de sus obras aparecen en revistas tanto dentro como fuera del país y en antologías. 

Su literatura está armada hasta los dientes con un ejército de personajes elaborados hasta el hastío. Pensados a nuestra imagen y semejanza, listos para defenderse de cualquier situación que a su autora se le antoje destinarlos. Cuenta también su escuadra con el ya mencionado stock de recursos literarios cuya función es alivianarte el golpe seco de su prosa. Solo te queda una opción: disponer de ojos para ver los paraísos azules de Martha.


¿Qué nombre tiene tu casa? ¿Lo sabes?

Excelente sabor de boca me ha dejado terminar el libro escrito por Giselle Lucía y titulado ¿Qué nombre tiene tu casa? Este libro mereció el premio Pinos Nuevos 2018 y salió publicado por la Editorial Gente Nueva este año.

Uno de los mayores méritos que tiene ¿Qué nombre tiene tu casa? es que es un libro que te pone a pensar. Desde las primeras frases te engancha y ese niño interior que llevamos dentro se da cuenta que nuestra casa aún no tiene nombre. Entonces, mientras continuamos la lectura, vamos analizando cuál sería el nombre que le dará personalidad a nuestra casa.

Una gran ayuda para eso es la propia protagonista, Amanda, quien le da una clase de “sicología de casas” (profesión aún no inventada, pero que la habrá) a la señora que permutaba con ella en ese primer capítulo del libro. Amanda es una niña muy adelantada e inteligente gracias al gran nivel de lecturas que tiene (muchas de ellas prohibidas) y que cualquier adulto o niño se verá identificado con ella, su forma de pensar o actuar.

Cada capítulo del libro es una suerte de entrada de diario de la protagonista. En estas páginas narrará su día a día junto a su madre, desde el momento en que esta decide permutar de su casa en el campo para la ciudad. Desde la visión particular de Amanda comprenderemos la forma en que ve el mundo y las relaciones con sus amigos.

Este es un libro alegre, didáctico, interesante y entretenido. Sin embargo, no deja de ser un reflejo fiel del mundo en que vivimos. Por eso, Giselle Lucía también nos habla de la pérdida familiar, emigración de amistades, problemas de vivienda, económicos, de amor, sin hacer de esto el centro de la historia. Como todo en la vida, solo son matices que le dan color. En cada capítulo la autora da una lección de esperanza, alegría, amor y de muy buen humor. Hace mucho más énfasis en lo positivo de la vida de los personajes.

Cada capítulo va nombrado con aquello que más relevancia tuvo en el día de la protagonista y que a su vez funciona como gancho al lector. Desde el propio título de la obra, hasta algunos como Casa mutante, El país de los Híper, ¿Me quiere o no me quiere? Homo Futurus, Macrobrigadistas por el futuro, entre otros más, intrigan y obligan a seguir leyendo.

Esta elección de la autora me parece muy acertada ya que, si bien un adulto se lee el libro de un tirón, los niños podrán disfrutar de cada capítulo en orden, por separado, parar y continuarlo en otro momento, sin perder el interés.

No obstante, a mi entender, el mayor mérito de ¿Qué nombre tiene tu casa?, al igual que grandes clásicos como El principito o Corazón, es un libro con múltiples niveles de lectura y disfrutable tanto para los niños como para los padres.

Las mismas preocupaciones que tiene la protagonista y la forma de ver el mundo, con esa sabia ingenuidad, son idénticas a las de muchos adultos. De hecho, hasta podría proporcionarles algunas respuestas o mejores formas de afrontar estas dificultades.

Sin embargo, no por esto deja de ser un libro infantil por excelencia y la prueba está en los muchos niños que lo han leído desde la salida de imprenta. Desde la primera página, el lector vive una aventura y participa de las vivencias de la protagonista en su nueva casa, barrio y escuela.

Todas estas aventuras transcurren de casa en casa y los análisis de sus nombres y personalidades. Porque, según Giselle Lucía y Amanda, hay casas aburridas, con problemas de personalidad, mutantes, casas palomares o cajas de zapatos, entre muchas otras.

¿Qué nombre tiene tu casa? se lee con una sonrisa perenne. Es un libro hermoso desde el principio al final…; si es que tiene uno, ya que invita a leerlo una y otra vez y jugar a cambiar el orden de lectura descubriendo nuevas cosas cada vez.

Entonces, ¿quieres aprender cómo se llama tu casa?


Después de la burbuja

Alicia intentaba imaginarse cómo sería vivir de esa forma extraordinaria, pero la idea la dejaba perpleja…

LEWIS CARROLL

 

Cuando leí El niño en la burbuja (Gente Nueva, 2018), de Leonel Daimel García, no me sentí defraudado ni desmotivado. Todo lo contrario. Con cada párrafo leído quería seguir descubriendo qué nuevas referencias históricas y bibliográficas evocaba ese volumen.

Es una historia para leerse de un tirón sin importar edades. La buena literatura no es ajena a la exquisita lectura. Y se agradece. Aunque nada nuevo hay bajo este sol.

Sí, las referencias casi exactas a la inolvidable Alicia en el país de las maravillas (1865) de Lewis Caroll no me desanimaron y la lectura se me volvió casi el juego de saber cómo Leonel se desprende, línea a línea, de esta influencia.

Sí, los fantasmas eruditos de El principio (1943) de Antoine de Saint-Exupéry, me obligaron a recordarlo con cada enseñanza ofrecida a Ye, protagonista de la burbuja. Pero de una manera asimilada, al hacerme llegar al final de la lectura casi sin darme cuenta, y para comprobar que la asimilación de las buenas ideas produce buenas ideas. Aunque no necesariamente.

Sí, desde su título me remití a la historia de David Vetter, el niño paciente de una enfermedad genética llamada Síndrome de Inmunodeficiencia Combinada Severa. Pasó toda su vida en una burbuja de plástico inmunizado construida por la NASA. Más quería saber los paralelismos entre David y el Ye, de Leonel.

Salvo los paralelismos poéticos y subjetivos de “vivir en una burbuja”, para estos niños nada comunes, no hay nada más que los una o los intercomunique.

La burbuja de David Vetter es real, fabricada para la conservación de su vida. La de Ye, es inmaterial, creada por el propio Ye como una vía de escape; la puerta del conejo, la de la habitación en Caroline, o la caída del avión de El Principito.

Ye necesita escapar de una realidad lacerante por sus excesivos tabúes. Aunque no se manifieste del todo, la punta del iceberg nos cuenta de lo introvertido del carácter de Ye en su etapa de adolescente, al vivir en un mundo fantasioso a conveniencia y en el que tampoco pareciera estar a salvo.

Sí, también veo esa misma especie de burbuja creada por Caroline (2002), la niña de la magistral novela de Neil Gaiman, cuyos padres no tienen tiempo de atender por lo ocupados que están laboralmente. Caroline se escapa varias veces a un mundo mágico, tétrico, tuvo que lidiar con sus deficiencias y superar sus propios miedos.

¿Qué sería de la canción Because de John Lennon, sin el Claro de luna de Beethoven? ¿O el Esta tarde vi llover de Armando Manzanero sin la armonía de la época del Doo-Wop? ¿Qué fuera de la obra ya tardía de Wifredo Lam sin la amistad o influencia de Pablo Picasso?

Y creo que el asunto no radica en las influencias, sino en lo nacido de ellas. Y Leonel Daimel consigue una novela corta a la altura de las mejores novelas referenciales de la literatura infantil.

(https://www.facebook.com/leoneldaimel.garciaaguilar/posts/1237200753113399)

El estilo narrativo es preciso y dibuja muy bien cada escena, así permite la lectura perfecta. Sin embargo, para algunos, ese sintetismo pudiera ser un arma de doble filo, sobre todo, cuando de tanto abreviar se omite, casi por accidente, el detalle más indispensable. En este sentido, creo logrado el contar lo justo para que nuestra mente (no importa la edad) le agregue la corporeidad necesaria a cada imagen o situación dramática.

Con esto consigue dos cosas, a mi juicio, imprescindibles. Primero, resulta más interesante la lectura desde la misma organicidad del acto de leer. Y, segundo, atrapa la complicidad del lector al poder sentirse como una fracción del demiurgo de esa novela.

A dos niños de 11 y 10 años les di a leer una buena parte del libro delante de mí. En los dos noté el interés acrecentado con el avance de la lectura. Veía inmovilidad casi total, dilatación de las fosas nasales, respiración más lenta haciéndose casi imperceptible. Introspección.

Avanzados en la lectura, sus expresiones corporales fueron mudándose hacia otra fase, ya de movilidad.

Hasta que, llegado el final del libro, los supe liberados, pero alegres. Descansados, pero felices. Me explicaron sentirse dueños y escribas de un libro hecho por muchas personas, porque iban visualizando lo no descrito en sus páginas. Y lo vivieron todo, con alegría, miedo y cierta nostalgia.

Fue un buen experimento que quizás nunca más vuelva a repetir en mi vida.

Las 13 ilustraciones, a cargo del experimentado animador y dibujante Alain R. Cuba, consiguen el objetivo de ponernos, al alcance de los ojos, la primera visualidad de esta historia. Porque es bien sabido del derecho de cada lector de ponerle la imagen deseada a los personajes y de montar en su mente las escenas de la mejor manera posible y a su antojo.

Son dibujos originalmente a color, y que en una impresión a blanco y negro pierden la primera de sus atracciones. Incluso, se afean al quedar a merced de la impresión y la saturación de las tintas. Se pudo haber pensado en trabajos más sobre la base de las líneas.

Pero no por ello dejan de ser hermosas. Me recuerdan, de alguna forma, el estilo de Disney.

Es crucial el mensaje devenido del encuentro con esta novela breve. Como el mejor de los abrazos. Como requisito para su comprensión solo ha de tenerse más de nueve años de existencia: la vida es hermosa, hay que vivirla y no necesariamente dentro de una burbuja.

Sin ánimos de hacer spoiler. Ye, es un niño especial. Un niño que ve la vida con sus propios ojos coloreados. Es infeliz, pero sabe que tiene algo por hacer con lo cual obtendría su felicidad. Supone, casi por intuición, que vivir en una burbuja le resolvería el problema. Pero aprende, por fin, el tamaño de su error.

Primera lección: los problemas se resuelven, no se ignoran.

En el mundo imaginario, Ye va comprobando que las personas viven ensimismadas en situaciones complejas. Nadie pareciera encajar en su mundo o en su propia historia. Y es porque la vida se hace, se rehace. Uno no se sienta a soplar el círculo con agua enjabonada para ver salir una burbuja. Uno vive, no se deja vivir.

Así lo visualiza en cada vagón del tren. Así lo deberíamos ver. También comprendemos la presencia de Algo, o Alguien, en el papel del dictador de nuestros actos. Como el escriba. O los signos que, en la comunicación verbal, parecen tener mayor preponderancia de la supuesta.

Ye es juzgado y sentenciado, al estilo de la Reina de Corazones en Alicia, ¡Que le corten la cabeza!”, pero a ser borrado como letra repetida que pareciera ser. Ojo, aquí hay mensaje encriptado. No es una letra duplicada. Ye tiene preferencias por lo que es afín a sí mismo. Como Narciso pudo sentirse atraído por su reflejo en el agua.

Ese, a mi entender, es la causa de todos sus conflictos. Esa es la diadema de su “saber(se) distinto a los otros niños, y es, apenas, por tener un nombre tan particular”.

Una vez que Ye se encuentra con Ele, otro niño con características personológicas similares a las suyas, que “traía en su rostro una sonrisa como de fotografía de revista”, es como si se abriera otra puerta mágica a un mundo verdadero. El mundo del autorreconocimiento.

Aquí noto yo un sabor agridulce con la penúltima escena. Ye y Ele se van a Ninguna Parte, tomados de la mano, y compartiendo el mismo asiento del mismo tren. ¿Por qué a Ninguna Parte?

Ninguna Parte se me antoja un lugar nefasto, como la localidad que en un mapa ha sido borrada a cal y canto. ¿Es que Ye y Ele se marchan a una especie de destierro personal y humano? Luego lo pienso, y pueden ser otras muchas cosas.

Sea como sea, leerse este libro es como el viaje hacia el interior que todos debemos hacer algún momento de nuestras vidas. No importa la edad que se tenga. No importan las rarezas adquiridas.

Su final es una sentencia hermosa, obsequio para cualquier humano de estos tiempos: aunque creas que vas a ninguna parte, si te acompaña la persona correcta, siempre terminarás llegando a algún lugar.

Así queda explicado mi duda anterior, ¿por qué a Ninguna Parte?