Encuentro de Jóvenes Escritores de Iberoamérica
El ojo del ciclón
Anduvimos desandando La Habana Vieja el último día del Encuentro de Jóvenes Escritores de Iberoamérica en esta 31 Edición de la Feria Internacional del Libro de La Habana (febrero, 2023), despidiendo el evento a nuestro modo, el único modo en el que puede un joven comerse el mundo: abrazando todo cuanto encuentre a su paso en una ciudad saco, que cuelga en el hombro de un señor mayor, con cara de buena persona.
Si no caminamos cerca de 10 km ese sábado, lo mismo por separados que juntos, entonces, no caminamos nada. Hablábamos y se nos escapaba el tiempo en alguna esquina del saco, el viejito alegre nos dejó ser. Pasamos de Café en Café como de libro en libro. Debatimos sobre premios y faroles mientras abusamos de los buenos precios en el O’RELLY, de dónde tal vez no nos hubiésemos ido nunca. Un niño en la Plaza Vieja se me acercó con una flor de papel, origami a cambio de lo que yo quisiera. Quizás debí pagarle con un beso, abrazarlo con todo el amor del mundo, eso iba a llenarlo más que unos pocos billetes.
Todas las calles se parecen. Una es idéntica a la otra, y la otra a la de más arriba. Nunca supe dónde apareció el Ojo del ciclón. Si tuviese que volver a ir sola, no creo que encontrase el lugar. «Tango gratis», decía el cartel donde un portón abierto dejaba en primera plana la parte de atrás de un Polski, rediseñado a lo «rockanrolezco». Mientras, el viejo Jodorowsky hacía bregar sus palabras desde un televisor incrustados a la pared, aclimatándonos a los variopintos adornos que parecían cobrar vida en el camino. Un bulto de algodón colgaba del techo, simulando nubes en torno a maletas volantes, fotografías y cuadros, todo como parte orgánica de una instalación cuyo objetivo no parecía ser otro que transportarnos al más armónico reguero del que tenga recuerdo.
John Lennon nunca imaginó portar un cuerpo tan polifuncional como aquel que allí le adjudicaron, quedando su cabeza como si de algo completamente sincrónico se tratara, pose que nunca comprendo al ver la estatua, porque si de algo no pudiera culparse a ese flaco de espejuelos redondos es de normalidad (entiéndase a-normal por lo divino).
Una pareja jugaba al futbolín hacia una esquina, centrados, como si nadie más caminara alrededor, el diseño de lo que para mí era el asomo de una molécula química los envolvía. Un objeto acampanado y giratorio servía de estribo a zapatos de tacón sin par. Todo cubierto de libros: Filosofía Marxista, Cultura Política, Religión y Sociedad, entre otros alegres títulos. El ojo de Orus nos observaba desde una columna. Tres pedazos de mampostería, sabrá Dios arrancados de dónde (el ojo del ciclón siempre ha de ser una fuerza poderosa), dejaba al descubierto la anatomía de un cuerpo, como si de autopsia fuésemos testigos, se me antojaba cuerpo de mujer. En su interior solo un objeto se me hizo familiar: «una taza de café». Seguro una úlcera crónica fue la causa de muerte (respondo asumiéndome perito en el dictamen de los resultados macros).
Mártires en la pared del fondo. Eusebio Leal, anonadado, se transfigura en el fenómeno atmosférico de su querida Habana Vieja.