David Fincher
Con ojos de cinéfilo #11
Nomadland o el viaje errante por las carreteras de la vida
Nomadland, filme escrito y dirigido por Chloé Zhao, ganador del León de Oro en el Festival de Cine de Venecia y que seguramente veremos entre las fuertes candidatas –esperemos premiadas– al Oscar 2021, se encuentra entre lo mejor visto en lo que va de año. Aquí Frances McDormand (Blodd Simple; Fargo; Mississippi Burning; Three Billboards Outside Ebbing, Missouri) se nos reafirma como una actriz de una maestría que asusta. En lo que puede ser una de las grandes interpretaciones de su carrera, Frances encarna a Fern, una viuda de Empire, ciudad fantasma estadounidense, a quien la situación provocada por la crisis de 2008 ha dejado sin trabajo, sin familia, sin casa, sin amigos e, incluso, sin ciudad; mientras se sumerge en el universo que explora la novela homónima de Jessica Bruder: los nómadas americanos actuales, que, en busca de trabajo, recorren el país de pueblo en pueblo.
Nomadland resulta un estudio poético sobre los olvidados en la sociedad actual, incluso sobre eso tan etéreo que puede ser el “alma” y “el sueño americano”. Chloé Zhao atrapa la belleza y la melancolía por lo perdido, el ayer que sabemos bien, no volverá jamás aunque insistamos obstinadamente en ello. Fern lo sabe y por eso prefiere la carretera, la vida simple y los contratiempos que conlleva, antes que la comodidad y la rutina del hogar: La vida se nos va en un abrir y cerrar de ojos y solo conservamos aquello que nos ha hecho feliz, una piedra de un valle, el cielo estrellado en una noche oscura…
En esto influye también la música de Ludovico Einaudi y la fotografía impresionista –los paisajes montañosos, el desierto, los atardeceres, que incluso tiende a tener cierto matiz documentalista, como si la cámara nos guiara tras los pasos de Fern y su entorno– que nos recuerda por momentos ciertos filmes del gran Terrence Malick. Nomadland explora la belleza incierta del camino, que puede ser descomunal y también íntimamente lírica; eso parece decirnos Chloé Zhao, y lo que perdemos y ganamos (sobre todo eso) si nos lanzamos (como Frances McDormand en la piel de Fern) al viaje errante por los senderos de la vida en busca de algo tan sencillo, pero al mismo tiempo tan complejo, como la libertad.
El hombre a quien todos llaman Mank
Mank, el más reciente filme de David Fincher, resulta quizá la más “cinéfila” de sus obras. Entiéndase como el significado etimológico evidente de la palabra: amor por el cine. Mank viene a ser un filme donde Fincher, director que ha sabido moverse inteligentemente en la industria (sus inicios vienen de los efectos visuales en Industrial Light and Magic, la compañía de George Lucas, donde trabajó en Star Wars: Episode VI-Return of the Jedi, de 1983, y se enrumban hacia los anuncios publicitarios, la televisión, los videos musicales y el cine) y crear una filmografía nada despreciable y un público conocedor de su trabajo, rinde homenaje precisamente a las primeras décadas de la producción hollywoodense, los años dorados en que directores, productores, guionistas, empresarios… dejarían “filmada” una manera de hacer cine que ha marcado la sensibilidad y el imaginario social de medio mundo.
Pero no lo hace solo con el tema: Fincher, además de filmar en blanco y negro, “densifica” la pantalla con una fotografía, y hasta una tipografía, que resulta un obvio homenaje a esos años.
El director de Se7en, Fight Club, Zodiac, El curioso caso de Benjamín Button y The social network, entre otros, dirige su mirada hacia Herman J. Mankiewicz, uno de los legendarios guionistas de Hollywood, en la piel del camaleónico Gary Oldman, y su trabajo en el proceso creativo de la escritura del guion de El ciudadano Kane, la archiconocida cinta de Orson Welles por la que ambos obtuvieron el Premio Oscar al Mejor guion en la gala de 1942.
Aislado en una especie de cabaña en el campo con la ayuda de dos asistentes y la presión del tiempo de entrega del guion, alcohólico empedernido –lo que hizo que escribiera en clínicas de desintoxicación sus guiones y su carrera declinara–, Mankiewicz da cuerpo, entre flashback al pasado, a la “recreación” de la vida del magnate de los medios William Randolph Hearst, el hombre que creaba guerras y cambiaba políticos con la misma facilidad con que imprimía una primera plana, inmortalizado en la que ha sido considerada por la crítica como una de las grandes cintas de todos los tiempos. El mundo de las compañías de la época, como la Metro-Goldwyn-Mayer, el trabajo de los guionistas y actores del star system, figuras como los propios Hearst, Welles y Louis B. Mayer, la actriz Marion Davies y el hermano de Mank, el reconocido director y también guionista Joseph L. Mankiewicz, son “captados” en una película que seguramente se llevará alguna estatuilla en la gala de este año.
Mank –donde la brillantez de Gary Oldman es el centro absoluto de sus más de dos horas– quizá decepcione a los seguidores de Fincher por carecer las atmósferas pesadillescas y oníricas de otros filmes, donde predomina el misterio, el suspenso y el thriller psicológico como reflejo del lado oscuro y las obsesiones de la sociedad contemporánea. Pero en cambio resulta un hermoso homenaje al cine desde el cine, temática y conceptualmente, a una época que si bien está en los inicios de la industria hollywoodense, en sus primeras décadas, consolidó su establecimiento y sus mitos, gracias a firmas como la de Herman J. Mank.
Pienso en el final
Charlie Kaufman es conocido principalmente por su faceta como guionista de filmes considerados ya clásicos del cine contemporáneo y donde lo surrealista, lo onírico y simbólico predominan: Cómo ser John Malkovich y Adaptation. El ladrón de orquídeas, dirigidas por Spike Jonze en 1999 y 2002 respectivamente, y Eterno resplandor de un mente sin recuerdos (Michel Gondry, 2004), por la que obtuvo el Oscar al mejor guion original. Luego debutó como director en Synecdoche, New York, de 2008, con un guion también suyo.
Kaufman nos hace dudar qué es real o no en sus películas, aunque sabemos que todo tiene un sentido y una lógica interna. La cuestión es cómo desentrañar esta lógica que suele “desmembrar” y “rearmar” las tradicionales estructuras dramatúrgicas del guion y del filme.
Pienso en el final (Im Thinking of Ending Things, el título original en inglés), su más reciente película, estrenada en Netflix el pasado septiembre, con guion de Kaufman a partir de la novela homónima de Iain Reid, ha dejado bastante confundidos a los espectadores, aun a los conocedores de su trabajo, al punto de que varios sitios dedicados al cine han creado una especie de “claves para entender Pienso en el final”, donde “diseccionan” la(s) historia(s).
Pienso en el final cuenta la relación de dos jóvenes: Lucy (Jessie Buckley) y su novio Jake (Jesse Plemons), quienes realizan un viaje por carretera, en medio de una fuerte nevada, para visitar a los padres de Jake en su granja. Buena parte transcurre en el auto y se sustenta de la capacidad de Kaufman como creador de diálogos ingeniosos y certeros, cargados, además, de referencias literarias y cinematográficas (otra de las peculiaridades del filme). Sin embargo, este viaje está cargado de situaciones extrañas que nos hacen dudar de la naturaleza misma de la historia: personajes que envejecen y rejuvenecen, mientras otros cambian de nombres, los escenarios son alterados y los diálogos comienzan a contradecirse, al punto de encontrarnos, casi al final de este, en un ambiente surrealista y onírico.
Kaufman nos deja pistas a lo largo del filme, desde objetos hasta diálogos que nos hacen cuestionarnos el punto de vista del protagonista (aunque no lo aparezca es Jake quien narra) y nos dejan más preguntas que respuestas, al punto de suponer que estamos frente a los recuerdos fragmentados del conserje anciano (Jake, el narrador) nublados por los delirios de una enfermedad mental. ¿Qué edad tenían mis padres cuando esa mujer los conoció? ¿Estaba mi perro vivo en ese momento? ¿Era solo ella o son varias mujeres quienes en diferentes momentos fueron a mi casa? ¿Tuve algo con ella o todo lo imagino yo?
En esa especie de lógica de los sueños y las fantasías todo es posible en el cine de Charlie Kaufman, uno de los grandes y más originales guionistas del cine estadounidense, quien ha dicho: “Me gusta dejar que la audiencia tenga sus propias experiencias, así que no tengo expectativas sobre lo que van a pensar de mi película. Apoyo la interpretación de cualquiera”. Esas experiencias, esas dudas que quedan, nos dan pistas para volver a su cine.
Con ojos de cinéfilo # 2
Cinco horas dura Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci. Y aunque en su estreno tuvo una fría recepción de público y crítica, esta megaproducción es considerada hoy un filme de culto. Dividida en dos partes, para hacerla un poco más potable, asistimos a un fresco cruel y violento de la Italia de la primera mitad del siglo XX a través de los miembros de una familia: los Berlinghieri por un lado, dueños de la hacienda, los patrones históricos; y por otro los Dalcò, los campesinos, explotados, también históricos en una Italia con visos feudales. Dos niños nacen en ambas familias, justo el mismo día que muere Verdi (¿acaso el fin de una época y el inicio de otra?). Y ellos, amigos clandestinos, enemigos de clases, rivales por naturaleza, pero mediando cierta ternura, vienen a guiar la historia política y social de casi cincuenta años: Olmo Dalcò (Gérard Depardieu) y Alfredo Berlinghieri (Robert De Niro). Ambos jovencísimos, ambos talentosísimos, con aun una amplia carrera por delante (tremendo es también Donald Sutherland, en la piel del antagónico Attila Mellanchini).
Bertolucci quiso homenajear al comunismo italiano con un filme persuasivo e ideológico, aunque con una lógica reflexión utópica, al final de la cinta, sobre la ideología y el papel, a veces rozando con la ingenuidad política, de los obreros y campesinos. Quiso hacer eso, pero Novecento es un filme hermoso y cruel –tiene varias escenas de una violencia inaudita, estetizada–, con un plantel de excelentes actores liderados por Depardieu y De Niro, y donde vemos también a la mítica Francesca Bertini, a Burt Lancaster y a Dominique Sanda; un guion robusto, que logra condensar casi cinco décadas de historia; la fotografía de Vittorio Storaro y la banda sonora del maestro Morricone (ambas detallistas, preciosistas).
Bertolucci es melodramático cuando quiere, poético también, violento cuando le apetece. Por otra parte añade un erotismo –como en varios de sus filmes– que lo circunda todo. Esta película no es solo una crónica del devenir histórico de las ideologías en la Europa del siglo XX –los movimientos obreros, la influencia de la Revolución de Octubre y la figura de Stalin, el progresivo surgimiento del fascismo y los camisas negras, apoyados por los terratenientes, la primera y la segunda Guerra Mundial–, sino también una bella obra de arte.
Solo un detalle no me convenció en esta gran película: la solución tan ambigua del final. Los campesinos entregan sus armas al Comité de Liberación Nacional y se van al campo, levantando la bandera de la hoz y el martillo. A Alfredo le han hecho un juicio popular por ser el patrón y a sugerencia de Olmo han decidido dejarle vivo, si al fin y al cabo no habrá más patrones en una Italia que, como veríamos en los filmes del surrealismo y otros de los años 60, seguirá anclada en esas grandes diferencias, mucho más en el sur y las zonas rurales. “El patrón está vivo”, le dice Alfredo a Olmo y se van a golpes entre el polvo, como mismo lo han hecho desde niños, como lo seguirán haciendo ya de ancianos. Y aquí, en esta escena casi cíclica, justo antes que pasen los créditos, donde ambos, ya ancianos, siguen peleándose, es donde Novecento toma un aire ambiguo, paródico, que no fluye. Es como si el filme se esfumara entre los dedos en un final que bien pudo cortar un poco antes. Es cierto, maestro Bertolucci, todo sigue como antes, peleas incluidas, disputas de clases también, explotados y explotadores, pero no era necesario decirlo, maestro. Quizás sugerirlo, pero no dejarlo así, como una carcajada que posee más bien un saborcillo impreciso. Aun así –y lo anterior es una nimiedad– Novecento es una bella película de culto.
El atlas de las nubes
Cloud Atlas es un filme de ciencia ficción escrito y dirigido por Tom Tykwer (también compositor de la banda sonora) y las hoy hermanas Wachowski. A Tom Tykwer la mayoría lo recordará por El perfume. Y a los Wachowski, por la conocida The Matrix y sus secuelas, y también por el guion y la producción de V for Vendetta, de James McTeigue. El filme se compone de seis historias interrelacionadas y entrelazadas que llevan al espectador desde el Pacífico Sur en el siglo XIX, hasta un futuro post-apocalíptico. Actúan Tom Hanks, que acaba de recuperarse de la COVID-19; Halle Berry; Jim Broadbent; Hugo Weaving; Jim Sturgess; Bae Doona, conocida por haber trabajado en varios de los filmes más importantes de Bong Joon-Ho y Park Chan-Wook; Susan Sarandon; Ben Whishaw; James D’Arcy… Larga, entretenida cuando sabes “atrapar” las pistas que unen una historia con otra, con admiradores y detractores, Cloud Atlas tiene, además, cierto aire moralista de aventura juvenil. El bien siempre prevalece, no importan las adversidades en el camino por la libertad, y nuestro objetivo es alcanzarlo sin importar las consecuencias, parece decirnos ellos.
Andréi Tarkovski/Rubliov
Andréi Rubliov (1966), de ese maestro llamado Andréi Tarkovski, es una obra maestra sin discusión. Uno de esos filmes que, después de verlo –y dura casi tres horas–, sabes con seguridad que presenciaste una obra irrepetible. Una joya del cine y de la libertad autoral (aunque se presentaría en el resto de Europa siete años después de su primera proyección, ganando premios en Belgrado y Helsinki). Tarkovski convierte la vida del pintor de íconos ruso Andréi Rubliov –lo hace en forma cronológica y a manera de episodios– en un fresco de los primeros años del siglo XV en Rusia. Andréi Rubliov es un reflejo, además, de la vida cotidiana –como en aquellos cuadros de Pieter Brueghel el Viejo– de los campesinos y la gente en los pueblos de Rusia (las invasiones tártaras, las enfermedades, la escasez de alimentos y la persecución de los herejes o paganos por parte de la iglesia ortodoxa son “captados” también). Uno termina “allí”, en esos años, al lado de Rubliov, mirando embobecido sus íconos. Recordemos también que en el guion participó otro importante director: A. Mijalkov-Konchalovski. Algunos momentos impresionantes, como la invasión bárbara a la ciudad y la construcción de la campana, que finaliza la película, demuestran que Tarkovski es un universo único. Siempre recuerdo, cuando veo algo suyo, a Rufo Caballero cuando decía jocosamente que Tarkovski era uno de los cineastas que más daño le había hecho al cine, pues todos los estudiantes querían imitarlo y él es, sencillamente, inimitable.
Out of Africa
Muchos recuerdan solo a Sydney Pollack (1934-2008) por su filme Out of Africa (1985). Lo demás –en una carrera que comenzó en 1965 y duró hasta el propio año de su muerte cuando coprodujo The reader– fue bastante desigual, aunque destacan otras, varias con nominaciones al Oscar, como Danzad, danzad, malditos, Tootsie, El jinete eléctrico, y Los tres días del cóndor. Pero ninguno de ellos es el clásico en que se ha convertido con el paso del tiempo Out of Africa, por el que ganó dos Oscar: Mejor Película y Mejor Director (la película obtendría siete en total, incluido mejor guion adaptado, fotografía, dirección de arte, banda sonora y edición de sonido, y arrasaría también en los Globo de Oro y los BAFTA).
Vi la película recientemente y noto que ha “envejecido” bien, que puede volver a verse solo por el hecho de apreciar el banquete visual de la atractiva fotografía de David Watkin y a una Meryl Streep jovencísima pero muy talentosa –sería ese papel el que impulsaría en buena medida su carrera– y a un Robert Redford ya convertido en toda una leyenda del cine. Y por volver al África de inicios de siglo, la Kenia británica, en los días de la Primera Guerra Mundial, basándose en la autobiografía Memorias de África, de la danesa Karen Blixen (memorable cuando Redfort lava el cabello de Meryl y el agua jabonosa se desliza por el suelo).
La libertad, la dicha del amor, el valor, Meryl, la capacidad de soñar, las llanuras kenianas… prevalecen en las casi tres horas de Out of Africa, filme con el cual a Sydney Pollack le basta para ser recordado (aunque lo recuerdo también por su papel en Eyes Wide Shut de Kubrick).
David Fincher debutante: Alien³
David Fincher debutó en el cine con Alien³ (1992). Antes trabajó en Industrial Light and Magic, la compañía de George Lucas, en los efectos visuales de Star Wars: Episode VI-Return of the Jedi (1983), y en anuncios y videos musicales como Vogue de Madonna. El filme sería el tercero de la saga iniciada por Alien, el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott y Aliens (1986) de James Cameron. Hoy es un filme de culto para los amantes del género –tiene incluso una versión extendida–, aquellos que siguieron a Sigourney Weaver como la teniente Ripley desde el inicio. Y aunque Fincher volvió a los videoclips, este filme sirvió para que el proyecto de Se7en (1995) cayera en sus manos, Hollywood lo fichara y vinieran filmes con bastante éxito comercial como El club de la lucha, La habitación del pánico, El curioso caso de Benjamín Button, La red social y The Girl with the Dragon Tattoo (en ellos Fincher explora el cine autoral, pero se mueve también en las pautadas exigencias del mercado).