clásicos
Con ojos de cinéfilo #5
El abrazo creador de la muerte y la dama
Egon Schiele siempre me ha parecido –a pesar de las influencias iniciales del simbolista Gustav Klimt, que marcó su primera época vienesa– uno de los artistas más originales del siglo XX. Autor de una abundante obra, entre lienzos y dibujos, la vida de este expresionista austriaco estuvo rodeada por un aura de misticismo: entre escándalos por el contenido erótico de sus obras (pornográfico, dijeron los sensores que quemaron un dibujo frente a sus ojos, luego de quedar absuelto de los cargos de violación en un juicio, pero no de los de “representación pornográfica leve” y “atentado contra el pudor”), por las relaciones que mantenía con las modelos, y por su prematura muerte, de fiebre española, con 28 años, en 1918.
Cuando en los últimos años se han sucedido varios biopic –unos mejores que otros– sobre importantes artistas visuales (Paul Gauguin, Vincent Van Gogh, Paul Cezanne, Alberto Giacometti), la mayor parte centrados en sus vidas, siempre tumultuosas, y en menor medida, en sus personalidades creadoras, Dieter Berner, un director conocido fundamentalmente por su trabajo como realizador televisivo, logra conjugar ambas facetas en Egon Schiele. La muerte y la dama (Austria, Luxemburgo, 2016): el filme resulta un retrato íntimo y también un reflejo de la identidad artística del protagonista: las luces y sombras del joven creador, en especial su egoísmo y egolatría, su espíritu maldito y provocador, pero también el hedonismo y erotismo, ejemplo de su explosión juvenil de libertad.
Más que un biopic sobre Egon, el filme recorre sus años más creativos, que lo llevarían a consolidar un estilo único, en lo que resulta, al mismo tiempo, los estertores del Imperio Austrohúngaro, previos a la Primera Guerra Mundial, cuando ya Viena agotaba sus posibilidades de capital cultural de Europa (los años de Rilke, de Freud). Entonces Schiele pintaba frenéticamente cuerpos desnudos en las posiciones más perturbadoras y eróticas. Dibujos, lienzos, en la soledad de su estudio, o en las afueras de la capital austriaca. Era como si Egon supiera que no tendría todo el tiempo que necesitaba para seguir “capturando” aquellos cuerpos solitarios, angustiosos, en conflicto entre la vida y la muerte, bañados de incertidumbre, pero también lascivos, contorsionados, mordaces, sensuales.
En tiempos de bohemia y rupturas, Schiele (por el casi desconocido hasta ese momento Noah Saavedra) dibuja una amplia lista de modelos, entre ellas su hermana y primera musa Gerti (Maresi Riegner), Moa Mandu, una exótica joven tahitiana, y su amante Wally Neuzil (Valerie Pachaner, que mereció el premio a la mejor actriz en los Austrian Film Awards y resulta de lo mejor de esta película), una joven de 17 años inmortalizada en su famoso cuadro “La muerte y la doncella”. Precisamente esta obra ancla el título del filme, sobre todo a la relación entre ambos: Wally es la doncella que abraza a Egon, la muerte, que tantos cuerpos ha reflejado en sus obras (ella fallecería como voluntaria de la Cruz Roja, de fiebre escarlatina, poco antes que él). Si en Klimt la sensualidad estaba bañada por una romántica pátina de oro, en Schiele el cuerpo (el sexo) revela su inquietante cercanía con Tánatos.
Narrada en más de un tiempo, tradicional desde el punto de vista cinematográfico y con una dirección artística conveniente, lástima que Egon Schiele. La muerte y la dama sea un filme convencional sobre este iconoclasta autor, pues se centra en una sucesión de datos biográficos dramatizados –reforzando incluso aquellos relacionados con lo controversial de su obra, con la pederastia, con las mujeres inspiradoras en su vida, que ha provocado censuras incluso en nuestros días, en que nuevos puritanismos ortodoxos se exacerban, y dejando a un lado, o pisando en puntas de pie, su arte– de un pintor que merecía un filme con más fuerza, como sus propias obras. “Como artista defiendo la libertad del arte” dijo en aquel juicio, y precisamente eso, su arte sin moralinas, sigue siendo hoy día su principal legado.
Nota:
He visto Egon Schiele. La muerte y la dama luego de leer Los cuadernos de don Rigoberto, de Mario Vargas Llosa (Alfaguara, 1997). Allí Fonchito, hijo de don Rigoberto y uno de los personajes principales, está obsesionado con la vida y obra de Schiele, hasta el punto que las eróticas imágenes, además de articular varios relatos, aparecen como viñetas separadoras entre capítulos. Habría que preguntarle al Nobel peruano si vio este filme y, además, qué le pareció la película de Dieter Berner.
Audiovisuales para no perderse (y ver, incluso, más de una vez):
Rashōmon (1950), de Akira Kurosawa. (Una de las piezas maestras del clásico nipón, con Toshirō Mifune como protagonista, que explora la obra de Ryūnosuke Akutagawa).
Los olvidados (1950), de Luis Buñuel (Parte del cine mexicano de Buñuel, premio a la mejor dirección en Cannes, que este año cumple su 70 cumpleaños, igual que Rashōmon).
Los sobrevivientes (1978), de Tomás Gutiérrez Alea (Involución histórica y desintegración moral en tiempos de “cuarentena obligatoria”, entre lo mejor de Titón).
In the mood for love (2000), de Wong Kar-wai (Con Maggie Cheung y Tony Leung Chiu Wai, erotismo y contención a flor de piel, la magnificencia de los años pasa como las flores).
Tesis (1996), de Alejandro Amenábar (El primer filme del director y uno de sus mejores).
Ociel del Toa (1965), de Nicolás Guillén Landrián (ineludible en el universo Guillén Landrián).
Brouwer, el origen de la sombra (2019), de Khaterine T. Gavilán y Lisandra López Fabé (El artista en los entresijos de su cotidianidad, entre las luces y la sombra del mito).
El Club (2015), de Pablo Larraín (De lo mejor del chileno director de filmes como No, Jackie y Ema).
Possession (1981), de Andrzej Zulawski (El terror único del gran Zulawski, la bestia antropomórfica, como un pulpo pensado por Lovecraft, penetrando de manera indescriptible a una Isabelle Adjani que, en cada fotograma, no puede ser ya más bella).
El abrazo de la serpiente (2015), de Ciro Guerra (Sin coloraturas, la profundidad americana, la fuerza ancestral de lo misterioso, de lo escondido; de lo mejor del director).
Paul Gauguin: viaje a la infancia de la humanidad
En Van Gogh: En la puerta de la eternidad (Julian Schnabel, 2018) Oscar Isaac interpretó a un Paul Gauguin trascendental en la vida del pintor de “Autorretrato con oreja vendada”. Pese a su poca presencia en el desarrollo de la película, el actor guatemalteco mostró pasión y fuerza a su esbozo del postimpresionista y la profunda impronta dejada en su colega holandés. Ese mismo éxtasis desmedido por el arte, por tomar el pincel y capturar la realidad que hierve en el artista, lo encontramos en Gauguin: Viaje a Tahití (2017) de Édouard Deluc.
Gauguin, hastiado del París de fin del siglo XIX, el París de la Belle Epoque, les cuenta a sus amigos el deseo de abandonar la ciudad y embarcarse con destino a la Polinesia Francesa. Los invita a acompañarlos. Allí, cree, encontrarán inspiración y nueva fuerza creativa. Y podrán pintar, les dice. Quiere encontrar su pintura, libre, salvaje, lejos de los códigos morales, políticos y estéticos de la Europa “civilizada”. Sus amigos lo despiden con una fiesta. Todos tienen palabras de admiración hacia él y hacia la grandeza de su compromiso con el arte, pero la mirada cansada del artista –en medio del convite– deja patente lo abandonado y traicionado que se siente Gauguin. A la hora de la verdad todo ha sido disculpas vagas y nadie ha querido unirse a él en la aventura; un estado de ánimo que expresa a la perfección Vincent Cassel (El cuento de los cuentos, Una semana en Córcega, El odio, El cisne negro), protagonista absoluto de la cinta, en la piel del pintor. Completan el reparto: Marc Barbé (La religiosa, La vida en rosa), Samuel Jouy (Zone Blanche), Malik Zidi (Gotas de agua sobre piedras calientes), Paul Jeanson (Cherif), Pernille Bergendorff (Bedrag, Viking Blood) y la debutante Tuheï Adams en el papel de Tehura, la joven polinesia que Gauguin conoce y se enamorará perdidamente –sobre esto gira buena parte del guion–, y que inspirará un buen número de sus obras maestras de esa etapa en las islas del Pacífico.
Será entonces cuando se produzca su verdadera búsqueda de la libertad y la creación. Allí, en la Polinesia, Gauguin intenta recuperar la pasión por la pureza del arte, instalado en Mataiera, un selvático poblado lejos de Papeete, la capital, donde sobrevive con lo básico, en la más absoluta austeridad, pasando hambre y sufriendo constantes problemas de salud.
No pretende Édouard Deluc (Boda en Mendoza, ¿Dónde está Kim Basinger?) un biopic canónico, al estilo de otros, sino que se centra en el primer viaje de Gauguin a Tahití, entre 1891 y 1893: su soledad, sus penurias económicas, su cada vez más quebrantada salud, su afán febril por pintar, la incomprensión de quienes le rodean y de quienes dejó atrás, su familia: su esposa danesa Mette-Sophie Gad y sus cinco hijos. Vincent Cassel convence en el papel de pintor obsesionado por encontrar la inspiración; sin embargo, su interpretación está muy arropada por el conjunto de secundarios y, sobre todo, por el paisaje, la música y las espectaculares panorámicas tropicales. Por ejemplo, los pocos minutos que tiene en escena Pernille Bergendorff consiguen mostrarnos el contraste entre su personaje, maduro, responsable y dominado por los convencionalismos, frente al espíritu artístico y libre de su esposo.
La cámara se centra en los hermosos paisajes exóticos y los habitantes de las islas, que inspiraron algunas de las obras más inmortales del pintor posimpresionista y que están maravillosamente fotografiados, con el apoyo de una banda sonora sugerente. A propósito, la cinta comienza con una atmósfera agobiante que consigue trasladarnos la sensación de desesperación que siente el protagonista: un París ruidoso y cosmopolita contrasta con la miseria del hogar de Gauguin y la sobriedad de Mette-Sophie, su mujer. Unos planos que juegan de forma inteligente con la luz dejan en la retina del espectador el sabor del blanco y negro.
De esta forma, el director consigue un mayor contraste de imagen y ambiente cuando nos transporta a la Polinesia: no solo el mar, el verde de la selva o el color de sus gentes, sino la luminosidad. Incluso en las escenas nocturnas que se desarrollan también a la luz de un candil, se percibe un brillo diferente; una metáfora del cambio emocional que sufre Paul Gauguin.
Con un ritmo de acción pausado que refleja la tranquilidad, naturalidad y esencia de la vida en una Polinesia virgen, y escenas con grandes silencios que marcan el conflicto del personaje con su entorno, Édouard Deluc consigue desvelarnos la profunda soledad que acompañó a Gauguin: “Tú no sabes lo doloroso que es ser un artista”, llega a decir en el filme.
Cuidada y prolija, con una fotografía que destaca la belleza y la luz de Tahití, la película se basa más que en la relación con Tehura –para nada del todo idílica, como podríamos pensar al comienzo de la misma– que en las motivaciones creativas de Gauguin, en un período que realizó muchas de sus obras más conocidas y cotizadas. Este ha sido uno de los puntos que más se le ha cuestionado al filme, además de cierto blanqueamiento de la historia: centrarse más bien en la relación con la joven, quien realmente era una niña de 13 años –en el filme tiene 17– y no en las motivaciones artísticas de ese momento. Gauguin aparece retratado como un hombre impulsivo, que se deja llevar por sus propios deseos a pesar de la posición de su familia política (como metáfora del sistema) y nada valorado en los tiempos que corrían, pero no se dejó derribar por eso y siguió pintando según sus ideas. La película muestra cómo esa relación le inspiró sumamente en esa etapa de su vida, pero también cómo se fue autodestruyendo y recuperando hasta que fue repatriado a su Francia natal.
Gauguin: Viaje a Tahití –donde valen tanto el clima y atmósfera como los diálogos– parte de un episodio real como premisa y trasfondo para una atractiva y decorada historia, que refleja, además, la relación del artista con el momento histórico que vive y el afán de crear a pesar de todo. “Esto es lo peor de la miseria: no poder trabajar”, dice. Qué lo impulsa a la creación, cuánto influyó el lugar, realmente el encuentro con islas casi vírgenes logró darle la libertad que tanto añoraba en París, son algunas de los interrogantes que plantea el filme, basado en el diario de viaje del propio Gauguin, Noa Noa (fragancia en tahitiano), que no interpela nunca al espectador. “Cuando quieres hacerlo diferente tienes que volver a los orígenes. La infancia de la humanidad. La Eva que yo escogí es un animal”, le dice Gauguin a Malik Zidi, quien interpreta al médico y único amigo del artista en estas islas del Pacífico.
A esta infancia de la humanidad –lasciva, sensual, luminosa– regresó Paul Gauguin nuevamente y allí moriría en 1903, en Atuona, Islas Turquesa, olvidado, cansado de luchar, sin imaginarse que su obra es hoy una de las cumbres del arte occidental del siglo XIX y de todos los tiempos, y preguntándose, además: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Como nos asegura Gauguin: Viaje a Tahití, el artista jamás volvió a encontrarse con Tehura, la musa que le inspiró cuadros como “El espíritu de los muertos vela”.
Cartografía de mayo para gorriones reincidentes
(A:) Mis amigos, los pocos, los tantos/ marineros de mis travesías/
tan impuros y mortificados/ desertores de todas las filas.
Que prefieren vuelos de gaviotas/ mientras llegan los clásicos
sueños/ pecadores eternos, que cambiarán las cosas/
mis amigos serenos y faunos/ elegidos en tierras remotas.
(Mis Amigos, Willian Vivanco)
No sé si se cumplieron los deseos, solo recuerdo que dábamos vueltas alrededor de la cruz. Bárbara, ¿qué hacíamos esa mañana de escalar peldaños? Casi pierdo los huesos en el empeño. Aquellos italianos desfallecían de sol. Ni siquiera recuerdo a qué vinieron, solo sus banderas y que eran lindos. David estremece la loma. ¡Pop and roll, pop and roll! La muchachada salta en posesión.
Cuando empezamos en la Universidad teníamos el susto de la primera semana. Entonces la palabra se replicó: Romerías. Alguien nos habló de aquello en tono solemne, de la tradición cultural y de las prácticas pre-profesionales. Otros, la mayoría, esperaban la fecha lo mismo que bacanal.
Al reto de los cuerpos la lluvia por fin cantó. Las vidas se contorsionan. En Holguín hay sed y Codanza cita al conjuro. ¿Tú crees en la casualidad? ¡Habrá sido tal vez performance de las aguas! Esa tarde regresamos sonrientes por la avenida.
Todo es deprisa, confuso… no sé si finalmente debo guiar al grupo de bolivianos o a la delegación de Pinar del Rio. Voy a donde otros pasos.
No lo veía desde aquel concierto de Postrova en la Sala Dolores. Reencontré a Eduardo Sosa guitarra en ristre en la Casona de Patrimonio, allá por el Parque San José. Usurpé sus canciones. Varios mayos desfilaron cuando en diálogo que compartimos para este sitio confesó: “Y entonces ahí comenzó el asunto con Postrova que desde que salió fue (gesto de avión), a la gente le encantó. Fue tremendo, muy bonito. Yo recuerdo que nosotros teníamos cuatro temas montados nada más cuando fuimos a las Romerías de Mayo, y aquello fue apoteósico. Todo el mundo pedía otra y otra y nosotros decíamos que nos interesaba promocionar sólo esos cuatro temas. Fue bien interesante y se produce el despegue a nivel nacional.”
Esa tarde quedamos con Ilianita y Rafael de encontrarnos en la pizzería “Los Álamos”. Nos hartamos de chistes. La sobremesa quedó para el Calixto García. Los chicos holguineros y su furia por los patines me daban náuseas. El “Yori, tenemos planes” fue el mazazo. Cuando recobré el sentido ya tenía en la bandeja de entrada fotos desde Ecuador.
Aquel mayo de 2011 fui a dormir a las pupilas de Miguel. Nos quedamos para el Memoria Nuestra. Yo trataba de confundirme entre las muchachas de Manuel Corona. Él, con sus barcos y la bahía de Nicaro.
Ay qué voy a hacer si tú te vas, chiquito mío que a mis ojos le quitó la oscuridad. A Iliana le encantaba el cubaneao flamenco de Reynier Mariño. Rafa atraviesa en bicicleta la ciudad para alcanzarla. La noche taconea. Vamos a la Casa de Iberoamérica, al Mestre, los parques y a donde quiera que llevan los puentes a la Península.
Llegar a Holguín es lo mismo que a mí. Años más tarde en el cuarto de hotel, con la maternidad desparramándose recopilo pensamientos. Iliana, ¿y qué hago ahora que la geografía internacional engulló tanto buen amigo? Irina va en pasarela con sus ojos color Turquía. La recuerdo esbelta en los desfiles del Fondo de Bienes Culturales con la mirada hacia el mundo.
Mejor, comamos aceitunas. Todos las preferían sin hueso. Él y yo estamos a ras de piso, no alcanzamos para las gomas del Caligari. Tenemos vasos con néctar de la noche y besos. Miriela coarta la voz, “Una de cal y otra de luna, un Deja vú y el miedo alcanza al ángel”. Dejamos los frascos en el fondo. Los pepillos gozan. El desfile es intenso. Quería darte un solo de mis canciones… florero, flores, Azucenas, Girasoles. Willian, Telmarys y Francis juntos, hago selffie a la memoria. Los sonidos se revolucionan al teclado. No quedó canción con etiqueta.
No lo pareces y aunque nadie me crea, la verdad que de vez en cuando te habita el rockero. La noche se extingue en nuestros zapatos. ¿Quién nos entiende? El Parque de las Flores es un hervidero. Observo tu metamorfosis. Te pierdo entre el furor. Creo que en cualquier instante te convertirás en Metal. Sonrío, hago trabajo etnográfico. Prefiero la humedad del Bosque, los gusanitos del césped entre sandalias y guitarras. Los muchachos comparten el humo y las canciones.
Este es un barrio de adoquines, nena/ aquí los negros rayan un tambor/ los caracoles te hablarán,/ la hierba es una ciencia/ la rumba baile de salón/ y en esa esquina universal/ se hace el cigarro y el amor. (…) Yo soy de un barrio barroco/ que tiene tanto sabor/ y tan real, que a flor de piel/ lleva su madera, su folklor.”
Santiago me alcanza, algo de sus tejas con su francés pedigrí mezclado con arrabal. Desde la hierba se pueden alcanzar las utopías. No hay tiempo para escondrijos, ya casi es mañana. En una noche triste te alegrará, la conga se te sube a la cabeza. La conga se nos sube y con ella nos vamos hacia los coches. ¡Pop and roll, pop and roll! Nasiri canjea las monedas, una generación lo acompaña.
Nosotros partimos a donde Síntesis, primero en el parque Calixto, luego en el San José. Ele sacude las banderas, no distingo entre Carlos y el bajo. Los ancestros nos escoltan. Diana, Eme, la danza y la voz ahogan el tiempo. ¡Despierta!, no me lo puedo creer.
“Debo salvar a mi perro de la llovizna/ Pronto vendrán los gorriones a restregarle n nubarrón de migajas en el hocico/ tirarán con saña y alevosía de sus instintos/ Ya chapotean las plumas en colonia mortuoria/ reparten los desperdicios de su ilusión/ les veo tramitar cuestiones de linaje/ papeleos de rutina/ Van a corretearlo/ los más veloces se sitúan en la línea delantera/ en pocos minutos picotearán sus pasos/ sofocan su mirada/ sucumbe el cuerpo/ ¡Ha sido un infarto!/ Sentenciará la amante del gorrión en jefe/ La muerte toma por sorpresa a mi perro sin legítima defensa/ mas primeramente le harán beber la orina/ con que cada día bautizara el patio/ al fin y al cabo/ los gorriones también son seres territoriales/ Hacen lo suyo, dirigen el vuelo donde un ladrido vecino/ En el acta de defunción reza:/ El pobre ha sido víctima de un resfriado/ Debo salvar a mi perro de la llovizna/ Antes de que los gorriones vengan a ponerle flores.”
La Isla se reclama verso. El periplo de mayo de 2012 encuentra a la poeta que tal vez seré otro día. La Casa de Iberoamérica cobija a Poetas del Mundo, alquilo un pasaporte, soborno a la felicidad. Yuricel y Kiuder me abrazan.
(Reto aceptado): Me fui con Leydis a casa de otra conciudadana residente en Holguín. Bárbara no consiguió con quién dejar a Cristopher, el niño de dos años. ¿Qué árbol sembraron después de izar la ilusión? Dormimos, o al menos se hizo el intento, tres santiagueras y un niño en la misma cama. A ratos crecía el río o alguien atentaba contra la vida de la abuela. Eso decían los gritos que lanzó la señora toda la madrugada. Nunca como esa noche añoré que dieran las seis de la mañana. Arreglamos la fuga. El maquillaje se transfiguró mueca. No hubo tiempo para despedidas, Bárbara desaparecía entre su hijo y el vaho.
La pasión según Carl Theodor Dreyer
“La recreación de Juana de Arco por parte de Maria Falconetti podría ser la mejor interpretación jamás rodada”, afirmó la crítica Pauline Kael en 1982 luego del redescubrimiento en un manicomio noruego de una copia de la versión original, sin los cortes de la censura, y el posterior estreno en la misma década de esta obra dirigida por el danés Carl Theodor Dreyer, La pasión de Juana de Arco, uno de los grandes clásicos del cine mudo.
Esta sería la última película de la Falconetti (Renee Jeanne Falconetti, 1892-1946) y por la que realmente sería recordada. Antes, en 1917, filmaría Le Clown y La Comtesse de Somerive, pero su consagración vendría con Dreyer, quien la encontró en los teatros de París –actuaba en el famoso Comédie-Française– y trabajó meticulosamente con ella, logrando una interpretación inolvidable, que la condujo luego a abandonar el teatro y tampoco volver a incursionar en el cine, pese a un intento en Hollywood. Falleció en Buenos Aires, donde se radicó en los años de la II Guerra Mundial, convertida al budismo, a fines de 1946.
Sin valerse de más trucos visuales de aquellos que interpelaron a un diálogo directo entre personajes y cámara, Carl Theodor Dreyer centralizó en primeros planos el lenguaje cinematográfico para describir un crudo proceso de ajusticiamiento ejecutado en el siglo XV sobre la heroína y mártir Juana de Arco, condenada por la Iglesia al afirmar que estaba tocada por la gracia de Dios. En La pasión de Juana de Arco, Dreyer no espera más fin que el de representar todos aquellos estados emocionales que van desde la fe y el amor incondicional a Dios, hasta la intolerancia y la rabia de quienes toman por afrenta haberse declarado hijo suyo. Sin más ornamentos ni alusiones históricas que las imprescindibles para elaborar un poderoso discurso sobre las bajezas de aquellos que se erigen en falsos líderes espirituales, jueces y, finalmente, verdugos, Dreyer trabajó con la ayuda de Pierre Champion, sobre un guion basado en estudios directos sobre las transcripciones originales del proceso padecido por la también conocida como la Doncella de Orleans hacia el año 1431.
La fotografía utiliza primeros y primerísimos planos de gran penetración psicológica, travellings del tribunal y de la multitud, prolongados picados y contrapicados, imágenes descentradas, inclinadas o deformadas, sombras expresionistas y otros recursos que conforman una narración visual excepcional. El guion se concentra en el drama de Juana, sin dejar de lado el rigor de las referencias históricas, pues contó con el asesoramiento de Pierre Champion, editor de las actas originales del juicio.
La película tiene influencias tanto del realismo como del expresionismo cinematográfico, pero sin maquillar a los personajes (entre ellos, el mítico Antonin Artaud). Y la Falconetti, por su parte, ofrece una interpretación única, rica en matices, y centrada en la expresión del rostro y la mirada. Su rostro todo lo puede –es, digamos, un puente hacia el alma–, alejándose del histrionismo habitual del cine mudo para lograr un extraño equilibrio entre contención y una tenue exageración casi hipnótica. La intensidad de la expresión de Maria y la intimidad de la cámara convierten a Juana de Arco en un personaje que prácticamente se desarma y rearma ante nuestra mirada. El hecho de que Falconetti no haya vuelto a actuar jamás también convierte al filme en un documento histórico de esa performance, dando la posibilidad de pensar que no es una actriz sino la propia Juana corporizándose, gracias al cine, en la pantalla.
El responsable del decorado fue el berlinés Hermann Warm, que había elaborado los fondos expresionistas de filmes como El estudiante de Praga (1913), El gabinete del doctor Caligari (1919) y Las tres luces (1921) y el extraordinario uso del montaje y utilización de la fotografía la realizaría un operador que luego seguiría en Hollywood como director, Rudolph Maté.
Dreyer hizo esta película, seleccionada varias veces por la crítica como uno de los mejores filmes de todos los tiempos, después de deslumbrarse con Potemkin, por lo que es muy distinta de las que había realizado hasta entonces y de las que hizo después, pues se basa en la idea del montaje como columna vertebral de la película. Si algo demuestra Eisenstein –y ese algo ya lo había expuesto Griffith– es que en un filme basado en el montaje lo esencial no es lo que se ve en pantalla, sino lo que no se ve: los planos invisibles que están entre los visibles, lo que hay entre plano y plano y que el espectador advierte sin que realmente lo vea. El movimiento es así: lo percibimos como un fluido continúo, pero es solo una ilusión óptica.
Desprendiéndose del encorsetamiento decimonónico de Griffith, el danés pone énfasis en la fuerza de la imagen: la imagen como entidad y al mismo tiempo como sinécdoque de la historia que está contando. Cualquier plano aislado es en sí suficiente. Como en las fotografías de Robert Capa o de Henri Cartier-Bresson, un instante lo es todo. Además, el escenario no delimita el plano, sino que el director pone ese límite en manos del espectador, creando así un trabajo que con cada mirada adquiere nuevos y asombrosos matices.
Aunque en su estreno fue un fracaso comercial –y después de sobrevivir a hendiduras, cortes y demás actos de vandalismo por parte de la censura–, ha sido el tiempo el que la ha puesto en su lugar a este filme realizado en la última época del cine mudo; pero La pasión de Juana de Arco no es solo un ensayo teológico, ético y moral, sino, además, una genuina pieza de orfebrería narrativa, que supedita la mística al servicio del arte, el triunfo de la imagen sobre la palabra. El enfoque radical de Dreyer, su técnica exquisita y la construcción del espacio y la lenta intensidad del movimiento de la cámara hacen del filme, una de las grandes joyas del cine. Esta visión minuciosa y dolorosa, como todas las tragedias de Dreyer, sigue y seguirá viva después de que tantas otras cintas comerciales se hayan perdido en la bruma.