Chernóbyl
Chernóbyl y la guerra cultural
Las formas en que se manifiesta la guerra cultural en el contexto actual son diversas y muchas de ellas revisten un atractivo innegable. Dicha guerra se libra, fundamentalmente, en el sinuoso campo de batalla de la ideología y las representaciones culturales, de ahí que sus expresiones resulten elusivas o aparezcan como algo diferente a lo que son. Detrás de esta guerra lo que se negocia y decide es la hegemonía simbólica, la de convertir una cultura, una determinada forma de entender el mundo y el modelo económico que subyace tras ellas, en el único modelo válido, en el único posible.
Las expresiones de esta cultura dominante son entonces, por esencia, conservadoras, ya que consagran lo establecido y niegan u ocultan todo lo que adverse el orden que ellas defienden. Reproducir y aceptar estas lógicas es reproducir y aceptar un determinado estado de cosas; desnudar y comprender la forma en que actúan es desnudar y comprender los mecanismos de dominación ideológica y construcción de hegemonía que las sustentan.
Es en ese sentido en el cual nos proponemos leer la muy aplaudida serie de HBO Chernóbyl, la cual rescata, más de tres décadas después, el terrible accidente en la central nuclear Vladimir Ilich Lenin en la actual Ucrania. Con una cuidada factura, actuaciones de primera, una fotografía impresionante y una recreación detallista de los escenarios y ambientes de la época, la serie nos invita a revivir los trágicos esfuerzos que siguieron al accidente para evitar que los altos niveles de radiación se salieran de control de forma irreversible.
Más allá del desgarrador drama humano, que la serie recrea magistralmente, subyacen discursos que son típicos a esta clase de productos audiovisuales. Usar una historia profundamente humana para pasar de contrabando un contenido turbiamente ideológico es algo que la industria del entretenimiento ha perfeccionado a lo largo de décadas. Una lectura responsable debe pasar entonces por encima de lo emocional e ir directo a las esencias que se mueven detrás de los conflictos.
Surge entonces la pregunta: ¿qué sentido tiene el atacar el socialismo soviético en el contexto actual, décadas después de su colapso? Las respuestas son varias. La primera está en el rescate de una retórica de guerra fría por parte de la ultraderecha en el poder en algunos de los países políticamente más importantes del mundo. Esta retórica viene pareja a la reemergencia de Rusia como potencia fundamentalmente militar y el auge de la economía china.
Socavar la legitimidad moral y política de la Unión Soviética es socavar la legitimidad de la Rusia actual, la cual es, en muchos sentidos, su heredera política. Así lo interpretaron los rusos, quienes se proponen filmar su propia visión del desastre. Pero también este tipo de productos sirven para desvirtuar la validez misma del socialismo como alternativa.
Esta serie se suma entonces a una larga lista de productos audiovisuales, literarios y de otra índole que insisten en la presentación de las sociedades este-europeas como realidades profundamente opresivas, donde el pensamiento auténtico siempre es vigilado y coartado, donde todos los burócratas son demagogos insensibles, que repiten consignas y no se preocupan por sus ciudadanos, y donde la intelligentsia, que ellos mismos han contribuido a formar, es vista con recelo y temor.
Desde la primera escena, Chernóbyl ya está apelando a estas representaciones. Así acudimos al suicidio, dos años después de los hechos, de uno de los personajes más importantes en todo el drama de la central nuclear: un profesor cuya acción heroica evitó que el daño fuera aún peor y cuya muerte está llena de desencanto e incomprensión.
El progreso de los hechos es narrado contraponiendo constantemente la negligencia criminal de los funcionarios con el heroísmo desinteresado del pueblo soviético, el cual es una víctima de su propio gobierno. Lo que falló en Chernóbyl, comprendemos, fue un modelo. En el capitalismo fallan los individuos; en el socialismo el problema es sistémico.
Sin embargo, esta serie debe servirnos para reflexionar sobre varias cuestiones. En primer lugar sobre las múltiples implicaciones y riesgos de la energía atómica, detrás de cada uno de cuyos fallos los gobiernos, no solo el soviético, han tendido siempre un manto de silencio.
En segundo lugar, y ya que la serie lo pone nuevamente sobre el tapete, están las insuficiencias reales del modelo soviético y las lecciones que toda práctica socialista debe extraer de sus errores. La extrema verticalidad en la toma de decisiones, el no vincular adecuadamente a los científicos y los resultados de la ciencia con la dirección y la producción, el estalinismo y su influencia en la práctica histórica del socialismo posterior, la inadecuada socialización de la riqueza, la verdadera democratización y control de la dirigencia por las bases, la creación de una propiedad efectivamente social, etc.
Pero está también –uno de los problemas neurálgicos a la hora de analizar la experiencia soviética–, el de la naturaleza de la burocracia en el socialismo; su existencia como un sector que se coloca por encima de la sociedad y cuyos beneficios y posición privilegiada lo llevan a incubar, como un virus, la corrosiva conciencia pequeñoburguesa, más peligrosa porque no va atada a ninguna forma específica de propiedad, sino a la miserable mentalidad del filisteo.
Estas problemáticas y muchas otras deben estar constantemente en nuestro debate público, no solo asociadas al fenómeno de un producto audiovisual determinado. Máxime cuando nuestro socialismo, en el proceso de relativa sovietización de los setenta, incorporó muchas de estas características y deficiencias. Resulta clave entonces aprender de los errores del modelo soviético para intentar resolver en el nuestro las contradicciones que ellos no pudieron resolver.
Chernóbyl de HBO juega todavía una última función. La gran apuesta, en la guerra cultural que se nos hace, es la desmemoria. Presentar el socialismo soviético, aún el de los primeros años de Gorbachov, como absurdo, negligente, ignorante, opresivo, es ocultar la realidad de un siglo XX donde la URSS fue un actor capital. Es construir el olvido de la esperanza que esta potencia representó para millones de personas que emergían del brutal capitalismo colonial y que se resistían a aceptar como única opción para existir como naciones independientes, un capitalismo entreguista y subdesarrollado.
Nuestro primer acto de resistencia radica entonces en salvar la memoria. Salvándola de la reescritura y del olvido, salvamos la certeza del carácter histórico de todas las formaciones humanas, salvamos el sacrificio de todos aquellos que lucharon por un mundo mejor y asumimos sus aciertos y errores. Salvamos la certeza de que hoy, más que nunca, el socialismo es la única alternativa ante la creciente irracionalidad del capital.
Después del disfrute estético que pudieran representar estos productos, debemos siempre buscar las esencias ideológicas que los determinan. Solo así seremos capaces de dar la batalla en el propio campo en que se plantea: el de las conciencias y representaciones de las personas.