capitalismo


Cuba, para pensarla

Dos imágenes, cual rostros de Jano, nos interpelan más allá de cualquier juicio de valor sobre el curso de nuestra civilización y su huella en la tierra. Luego de la caza furtiva más despiadada e irracional posible, los elefantes hembra del Parque Nacional de Gorongosa, en Mozambique, nacen sin colmillos. Durante los 15 años de guerra civil desplegada entre 1977 y 1992 el marfil fue utilizado como fuente de riqueza para el suministro bélico, hecho que provocó una reducción drástica del 90% de la población. Como respuesta a la masacre se produjo una mutación del genotipo que expresa, entre otros elementos, la violencia descomunal ejercida y la fuerza telúrica del más grande de los mamíferos terrestres por sobrevivir.

No obstante, la realidad advierte en la mutilación el camino de las almas que devienen desnudas e inermes ante la determinación del nuevo e inequívoco hegemon. Mas otra vez el elefante se yergue en su decoro perseverante. El mismo que había elogiado el hombre solar de la nación cubana a fines del siglo XIX ante la negativa biológica a reproducirse en estado de cautiverio.

Del otro lado, la dolorosa súplica de ayuda de aquel que mientras moría por la presión aplicada de la rodilla del policía sobre su cuello, sus tenues exhalaciones apenas le permitían decir, no puedo respirar. George Floyd fue asfixiado por un agente de policía que debía protegerlo, ampararlo, cuidar de su seguridad pública, mientras una audiencia, aún más culpable, presenciaba casi inalterable el acontecimiento. Su único delito probado en los marcos de la discrecionalidad institucional norteamericana había sido su propia condición de hombre negro.

Estas dos tragedias, rostros de la infecundidad del nuevo dios de las puertas, se encuentran estrechamente ligadas por un mismo núcleo. Se trata de la producción y reproducción de la vida que a escala universal determina y apuntala el capital. Ante su voracidad no existe condición o situación geográfica de excepcionalidad posible. El capital es una –falsa– divinidad todopoderosa que invierte la jerarquía de valores, impone su código moral y cosifica todo cuanto encuentra a su paso. Oponerse a esta lógica o pretender una alternativa implica desafiar fuerzas en apariencia omnipotentes que vigilan y se organizan para ampliar la aniquilación del otro que ha logrado pensarse como agente de cambio, o simplemente como vehículo de la vida.

De ahí toda la estructura imperial diseñada para castigar con dureza la herejía imperdonable de la revolución cubana. Sin embargo, no se trata simplemente de hacernos desaparecer, de erradicar de un golpe la utopía de vivir sin cadenas, sino más bien de una muerte lenta, extremadamente dolorosa, consciente, que nos mutile por todas partes y a cada instante hasta que no nos lleguemos a reconocer y la asfixia termine absolutamente con la memoria de lo que somos. No es otra cosa que una condena ejemplarizante que no dé lugar a dudas sobre las consecuencias nefastas que podrían acarrear solo por la voluntad de trascender la estandarización que borra nuestras identidades y nos concibe como autómatas al servicio irrestricto del mercado.

La única opción que nos depara la realidad histórica, para ser al menos tan decoroso como el elefante, es profundizar y afianzarnos en el camino de la diferencia; en la vida íntima, informe, heterogénea y auténtica de Caliban. Pero su aún incompleta liberación definitiva, que constituye la dignificación plena de la vida cotidiana del cubano, es mucho más compleja de lo que a simple vista puede percibirse. En Cuba se desarrolla una lucha que trasciende lo local, que va más allá de sus fronteras culturales y territoriales. Consiste en un enfrentamiento de mayor envergadura que adquiere forma bajo el aspecto material y simbólico de oposición y negación radical entre dos occidentes.

A fuerza de sacrificios, que pueden también llegar a desgarrar, el cubano sostiene sobre sus hombros una lucha civilizatoria entre una civilización que puja, que pretende nacer y establecerse en el respeto y la libertad de la diferencia, de otra que aún no muere, que se sabe en peligro pero que posee todos los resortes de los poderes económicos y militares a nivel global. Este proceso se torna más enrevesado a partir del hecho de que todos los occidentes en pugna nacen o son atravesados por un mismo tronco y patrón de poder moderno, sostenido sobre la ilusión del desarrollo infinito de las fuerzas productivas y sobre la falsa necesidad de control y dominio absolutos del ser humano sobre la naturaleza.

En consecuencia, no es suficiente negar la progresión del capital en tanto totalidad sistémica. Es preciso acotar, sin embargo, que esta negación no representa descalificación vulgar o rechazo mecánico irreflexivo de esa totalidad, sino la asunción crítica y selectiva del conjunto de creaciones que en su producción humanizan la vida y de la eliminación de todo aquello que enajena y esclaviza. De todas formas, la negación dialéctica del capital constituye, aunque extremadamente difícil, solo la mitad del desafío. Es imprescindible, del mismo modo, negar todo lo que dentro de la alternativa reproduce y conserva elementos del mismo patrón de poder que sobrevive no solo como fundamento del orden en tanto raíz común. Asimismo, es de vital importancia erradicar los vicios y sedimentos prácticos-culturales ortodoxos que aparecen en el proceso; sobre todo las conductas defensivas institucionales que si bien juegan un rol determinante en un momento específico su permanencia e inalterabilidad pueden llegar a no permitir la incorporación del cambio como racionalidad fundante del otro y como estática social.

La alternativa solo puede permanecer como tal si niega los fundamentos sociometabólicos y reproductivos del capital y logra adquirir la capacidad de negarse a sí misma en tanto necesidad de transitar hacia estados diferentes –superiores– de mejoramiento y dignificación de la vida cotidiana. Las experiencias de alternativas europeas fracasaron no solo por el acecho y la subversión capitalista sino y fundamentalmente porque no fueron capaces de superar sus propias contradicciones. Se percibían aparentemente como una opción que superaba al capitalismo, clausurando casi absolutamente la posibilidad de constituirse en una alternativa para sí misma al extender el mismo patrón de poder que encubría por todas partes la presencia del dios-capital.

Crear nuevas formas de producción de la vida y de socialización entonces no es opcional. Representa una condición sine qua non para establecer una sociedad próspera, feliz, libre y sostenible. De ahí la permanencia del llamado del Presidente de la República de Cuba Dr. Miguel Díaz- Canel a crear, a sostener la unidad, la resistencia y la creatividad como fundamentos de la nueva sociedad. Pero crear nuevas formas colectivas de producción de la existencia demanda de esfuerzos de inteligencia nunca antes vistos por la humanidad, que solo podrán satisfacerse desde el ejercicio y la voluntad consciente de la inteligencia colectiva y de su diversidad enriquecedora.

De ahí el papel trascendente de la participación popular protagónica en el socialismo, pues no debe reducirse al rol residual o de adorno en el que la sumergen el capital y todas las formas de autoritarismo que han existido. Para ello se ha de retornar a nuestras raíces humanistas y desalienadoras que dieron origen y los primeros pasos de nuestra nación. Pues hemos creído casi con total e impune ingenuidad el dogma incuestionable de que la sociedad nueva –en nuestro caso socialista– tiene como fin construir los sujetos históricos necesarios para el cambio social, capaces de dar forma y permanencia a una nueva realidad; que a veces se nos extravía en el horizonte y parece diluirse en las fauces del postmodernismo.

El fin del socialismo –en cuanto a sociedad alternativa a la cosificación de todos los sistemas sociales y políticos que ha creado la humanidad–, consiste a nuestro juicio en crear las condiciones estructurales de existencia para una vida que haga posible la felicidad y plenitud de los seres humanos, y no a la inversa. Puede llegarse a ser sujeto y no ser feliz, y no reconocerse en la plenitud de sus potencialidades humanas. Sin embargo, no es posible alcanzar la felicidad y la plenitud sin constituirse como sujeto de su propia realidad, de su propia historia.

Este cambio de perspectiva significa rechazar y expulsar radicalmente la lógica del capital que hace del ser humano un medio canjeable, desechable si es preciso para alcanzar sus propósitos. En necesario, en este ámbito, insistir en el hecho de que tanto los medios como los fines deben estar y articularse como una misma totalidad armónica no contradictoria. Con medios coyunturales que aumenten la desigualdad social, la discriminación y la precariedad material y espiritual no se alcanza una sociedad de seres humanos felices, paritarios, participativos y plenos.

Cada medio ha de ser irremediablemente consecuente con la lógica y las aspiraciones del proyecto de sociedad emancipada, hecha de individuos prósperos, libres, plenos y felices. Que cada estrategia, curso de acción o movimiento contenga y aumente de manera gradual, en pequeñas proporciones, el buen vivir para nuestras familias, comunidades y territorios. Pues solo así los proyectos individuales podrán tener un lugar y afianzarse en una totalidad definida como proyecto global de nación socialista. De lo contrario, acudir a los mecanismos del capital supone incorporar en el metabolismo de la entonces aparentemente nueva ecología los pivotes que necesita para su reificación el dios-profano. El mismo que para su reproducción no dudará en morder nuestra tierra, perforar nuestras certezas, y asfixiar lenta y brutalmente a los seres humanos, tal y como hizo por medio del artefacto policial a George Floyd.

Esto implica, entre otros aspectos, que la felicidad y la plenitud para el cubano no nos caerá del cielo, o vendrá por correspondencia como un paquete salvador de fuera. Se ha de forjar aquí y con nuestros propios esfuerzos, con todo lo que seamos capaces de pensar y de hacer por nosotros mismos. Esta es una idea que nos constituye ontológicamente como nación, como cubanos y como seres humanos. Su materialización no es otra cosa que el devenir de este pueblo en el camino de la libertad, de la justicia social y de la soberanía. No es casual que emergiera a través de aquella figura enjuta hecha virtud, de crucifijo, toga negra y espejuelos marcados, que enseñaría primero a pensarnos como una realidad posible e independiente. Y que adquiriendo densidad por todos los tejidos de nuestro espíritu nacional alcanzara forma de juicio para apuntalar el concepto de revolución que nos acompaña, retorna a lo que somos, y a lo que podemos ser como cubanos dignos.

El desafío mayor ante todo este panorama, que la humanidad sin embargo no ha dado solución definitiva y espera atenta, se encuentra posiblemente en el trato que seamos capaces de dar y en la forma de metabolizar en una unidad orgánica la diversidad constituyente de lo real. Sobre todo, la parte más contradictoria y conflictiva, que en nuestro caso particular segmentos de esa porción se manifiestan desde el siglo XIX como hijos avergonzados de lo que somos, como sietemesinos que se niegan y desnudan al servicio de la anulación de su propia identidad y liberación, de su propia existencia. Con estos o a pesar de estos, el socialismo en Cuba tendrá que seguir transformándose significativamente, despojarse de dogmas y de malas prácticas, regenerarse con el esfuerzo y la voluntad creadora de los nuevos actores.

Solo podrá reproducirse y afianzarse con todos y para el bien de todos los seres humanos que de buena voluntad contribuyan conscientemente a la dignificación plena de nuestras condiciones de vida. A la erradicación de la desigualdad, de las injusticias, de la discriminación y a todas las formas de mutilación y cosificación que degradan la condición humana. Pero ha de volver con todas sus fuerzas y trabajar contra el desencanto, la apatía y la mediocridad, contra el nihilismo juvenil y el escepticismo irracional que asume el dejar hacer como una conducta adecuada de los no tan jóvenes. Para que nuestro socialismo continúe y sea próspero y sostenible tiene que ver, en palabras de Cintio Vitier, en cada ser humano desmoralizado, escéptico político, marginal o antisocial, un innegable y doloroso fracaso. En trascender esta condición y refundar una nueva ecología de oportunidades crecientes a partir de una integración en la diversidad que dignifique la vida reside la meta del proceso revolucionario cubano, el fundamento para su paz pública y el goce de sus ciudadanos.

  • *El autor es Máster en Ciencias Políticas. Miembro de la Sección de Crítica de la AHS en Sancti Spíritus. Profesor de Filosofía Marxista y de Teoría Sociopolítica en la Universidad de Sancti Spíritus José Martí Pérez, Cuba.