Brando
Con ojos de cinéfilo #4
La espera de Don Diego de Zama
He seguido el cine de la argentina Lucrecia Martel (1966) desde que vi su primer largometraje: La ciénaga (2001), con el que obtuvo el Premio a Mejor película y Mejor Dirección en el Festival de Cine de La Habana, y galardones similares en los festivales de Sundance, Toulouse y Berlín. Familias de clase media sumergidas en el deseo y la decadencia, la religiosidad popular como una forma de la superstición; las obsesiones y las costumbres intrafamiliares; el registro impecable de la oralidad provinciana; niños que parecen entender el mundo mejor que los adultos y adultos mustios; agobiados por el peso de una edad que les resulta amarga; un ritmo que bebe más de la televisión que del propio cine, lento, agobiante para muchos, en donde abundan las corrientes subterráneas de sentido y donde no sucede nada o casi nada o eso creemos nosotros, pues ella, Lucrecia Martel, que no hace otra cosa que captar el ritmo con el que creció, bien sabe que no es así.
Todo eso estaba ya en La ciénaga y seguía aun allí cuando, tres años después, filmó su segunda película, La niña santa (2004), nominado a la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes. Le seguiría La mujer sin cabeza o La mujer rubia, de 2008, igualmente nominada a la Palma de Oro, y ganadora de otros premios, y donde encontramos similares negaciones, tejidos de subtextos y ambigüedades, en una historia igualmente rodada en Salta (ciudad donde nació, al noroeste de Argentina, a los pies de los Andes y al borde de la selva).
Allí sus historias se desarrollan como si estuvieran en un invernadero a partir de una serie de frases que se repiten y microincidentes (esquirlas) que no parecen estar relacionados. Sus encuadres distorsionados y uso del enfoque pueden ser perturbadores, pero ella los atribuye astutamente a su miopía (en este caso recordemos La mujer sin cabeza). Es como si ella cargara una cámara y se decidiera a filmar la vida familiar en el día a día.
Después de casi una década sin ningún largometraje, aunque realizó cortos como Nueva Argirópolis y Muta, la Martel estrenó en 2017 Zama, un filme, entre otras cosas, sobre la espera, la soledad y la decadencia, basado en la novela de 1956 del argentino Antonio di Benedetto (incluso, y es curioso, Zama, junto a los libros El silenciero y Los suicidas, fue reunida en 2011 por la editorial El Aleph bajo el título “Trilogía de la espera”).
“Yo veo con mucho optimismo lo decadente. Si estuviéramos en un mundo con un sistema de valores extraordinario, la decadencia sería un peligro. Pero en un mundo en el que la injusticia y la pobreza están concebidas como parte del sistema, la decadencia es una esperanza”, había dicho ella, a propósito de La ciénaga, a Leila Guerreiro. Aunque en Zama, realmente, lo que sobrevuela la historia es la espera infértil y sus secuelas. Por primera vez Lucrecia abandona ese espacio de confort que es, en sus filmes, la clase media salteña y su cotidianidad, y se adentra, de qué manera, en el siglo XVIII y la historia de Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un funcionario español de la Corona nacido en territorio americano, que espera con ansias una carta del Rey que lo aleje del puesto de frontera en que se encuentra estancado, y le permita su traslado de Asunción a Buenos Aires. Obsesionado con ello, confundido, frustrado, engañado y aferrado a un precario sentido de superioridad cultural, Zama acepta cualquier misión que se le encargue, como la de atrapar a un peligroso bandido que ha escapado a territorio inexplorado. Esa necesidad marca el ritmo de la trama y desborda de incertidumbre y ansiedad todo lo que vendrá después en este filme, ubicado en el puesto nueve entre las 10 mejores películas del siglo, según The Guardian.
Si la obra anterior de Lucrecia desafiaba la realidad, Zama es un filme en que la directora se reta a sí misma. Es su primera película grabada digitalmente, con un colorido a veces pop que recuerda a Amódovar, uno de los productores de la cinta, y además, la primera fuera de Salta (creo que mucho le hubiera gustado a Rufo Caballero, que deliciosamente la entrevistó en La Habana y que conocía bien su trabajo, ver qué se traía la Martel con este filme).
Aunque, retrato de un hombre incapaz de lograr que lo transfieran, como sacado de un drama kafkiano, Zama comparte el desarraigo y el letargo característico de la Trilogía de Salta. Pero –y entonces nos sorprende–, el fantasioso movimiento final de la película en busca del bandido, que resulta desconcertantemente hermoso y a ratos sobrenatural, recuerda El corazón de las tinieblas, de Conrad, y las películas de Werner Herzog como Aguirre, la cólera de Dios y Fitzcarraldo. Aunque para Martel, eso no es un cumplido: “Sus películas me molestan”, ha dicho, por su “tratamiento irresponsable de los animales y los indígenas”. Pero lo que no puede negar, ni ella ni nadie, es que en Zama la Martel ha realizado un cambio (incluso enfocándose no solo en el personaje, sino en el contexto social argentino) que requiere una enorme voluntad y un pensamiento concreto en su obra.
Dada la originalidad de su estilo oblicuo, su fascinación por las familias que raya en el documental y su gusto por retratar la inercia provinciana, Martel emociona y confunde al mismo tiempo a los espectadores. Sus películas vívidas y elusivas son fragmentarias y contemplativas, agitadas y entrópicas en la misma medida, y están habitadas por personajes propensos a los accidentes que se destacan por su falta de conciencia de sí mismos, como este antihéroe existencial llamado Diego de Zama que espera la partida. Solo nos queda desear que Lucrecia no decida “esperar” 10 años más para realizar otro filme.
Apostilla: En la banda sonora, Lucrecia usa la música del cubano Ernesto Lecuona. El tema “Siempre en mi corazón” es interpretado por el dúo de hermanos brasileños Los indios Tabajaras.
Resistencia, retazos de Marcel Marceau
Dirigida por el venezolano Jonathan Jakubowicz, Resistencia, estrenada en 2020, llevó al cine parte de la vida del conocido mimo y actor francés Marcel Marceau (1923-2007). Dentro de un subgénero bastante explotado –los filmes de la Segunda Guerra Mundial–, donde es difícil ser original después de tantas incursiones fallidas y aburridas por lo redundante, Jakubowicz se enfoca no en la vida del mimo, sino en la resistencia francesa a la ocupación nazi. A esa resistencia estuvo ligado el Marcel adolescente, antes de crear a Bip, el payaso con un suéter a rayas y con un maltratado sombrero, decorado con una flor (que representaba la fragilidad de la vida) y que se convirtió en su alter ego, como el vagabundo de Chaplin. En estos años está la génesis de todo, nos dice la película. Marcel (Jesse Eisenberg) se dedica, junto con otras personas, a rescatar niños judíos cerca de las fronteras con Alemania y llevarlos a sitios seguros. Y luego de la invasión a París, y ya incorporado a la resistencia, cuando la presión nazi es más despiadada y se extienden las deportaciones y asesinatos, la situación se torna más compleja y los niños peligran en suelo galo.
Aquí es donde Resistencia se vuelve algo más sobre la Segunda Guerra Mundial y no ese filme que pudo ser, pero no es, sobre Marcel Marceau y sus inicios –es cierto, ligados a la resistencia– como el gran mimo del rostro triste, el autor de Joven, maduro, anciano y muerte (a propósito, Eisenberg, de 35 años, interpreta a un Marcel de 15 en ese momento, aunque el actor logra “suavizar” las diferencias de edad para “atraparlo”, cosa un poco difícil). Cargado de fórmulas poco convincentes, hechas para resultar “entretenidas” a un público más amplio, este thriller del Holocausto “a medio cocinar”, falla desde el mismo momento en que se llena de grandilocuentes licencias históricas para apuntalar esta proeza (que es cierta: estos jóvenes, Marcel entre ellos, salvaron cientos de niños judíos en Francia).
Hasta el punto llegan estas licencias que vemos al mítico oficial de la Gestapo Klaus Barbie, conocido como El carnicero de Lyon, interpretado por el alemán Matthias Schweighöfer, y una especie de chiché en filmes de este tipo, persiguiéndolos cerca de la frontera suiza (las escenas de un Barbie sanguinario se tornan, además, caricaturescas; aunque, entre los momentos que uno recuerda del filme, al final, se encuentra el de la piscina vacía en el hotel ocupado, donde Klaus toca el piano y dispara; y donde anuncia la tortura que le hará y termina haciéndole, aunque no lo veamos, a una de las jóvenes). De la misma manera, los segundos que está en pantalla Édgar Ramírez, quien ha trabajado antes con el director, e interpreta a un padre judío que termina asesinado en la puerta de la casa, no funcionan, digamos, más que de gancho para vender el filme. Por ello –y por otras tantas cosas, que parten del guion– la tensión dramática se resiste, luce forzada; las historias secundarias acaban por torcerse. Y el filme, con enredos pasionales que poco aportan a la trama, salvo cierto “colorido” hollywoodense, y que partió de Marcel para adentrarse, epidérmicamente, en la resistencia judía en Francia y usarla de gancho de un thriller, termina perdiéndose en sus aguas, nadando en una historia convencional que pudo ser más (aunque no creo que se lo haya propuesto) al captar el rostro triste del gran mimo francés.
Brando, aquel inglés en Queimada
Marlon Brando, para muchos el último gran mito del cine, respondió, perplejo y sorprendido, cuando la prensa anunció su “resurrección” en 1972 con El Padrino (Francis Ford Coppola) y El último tango en París (Bernardo Bertolucci), que él nunca había muerto, pues en 1969 había realizado la que consideraba su mejor interpretación: Queimada, del italiano Gillo Pontecorvo (1919-2006), pero el problema era que pocos habían visto Queimada.
Desde sus aclamados años 50, con Un tranvía llamado deseo, Julio César, y La ley del silencio, Brando no había cosechado grandes éxitos comerciales hasta su conocida interpretación de Vito Corleone. La década de los 60 generalmente ha sido considerada como “menor” en su filmografía, pues sus películas no contaron con suficiente éxito comercial, salvo Rebelión a bordo, de Lewis Milestone, en 1962… Aun así, las interpretaciones de Brando si no son magistrales, sí son sobresalientes, y en buena medida es una de las razones que las mantiene vivas, incluso la fallida La condesa de Hong Kong, de Chaplin. En lo particular, destaco La jauría humana (Arthur Penn, 1966) y Reflejos de un ojo dorado (John Huston, 1967), aunque protagonizó filmes como El baile de los malditos, Morituri y El rostro impenetrable, de 1961, que también dirigió y por el que mereció, a pesar de la frialdad estadounidense, la Concha de Oro en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián.
Queimada, por su parte, suponía su papel ideal: denunciar el feroz colonialismo y defender la igualdad de derechos entre blancos y negros, cuestiones que en esa década lo hicieron volcarse a la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos y los indios norteamericanos (recordemos que renunció al Oscar por El Padrino y en su lugar envió a una actriz de origen indio). Al frente, estaría un director al que admiraba por su trabajo en La batalla de Argel, de 1966: Gillo Pontecorvo. Pero el rodaje, como en varias de las películas con Brando, fue tortuoso. Sus enfrentamientos y su falta de entendimiento –no hablaban el mismo idioma– con Pontecorvo eran constantes, y, como era habitual en él, quería añadir su particular interpretación, por lo que las escenas se rodaban una y otra vez hasta obtener el resultado que Pontecorvo quería. Brando se amotinó hasta que a todo el equipo de rodaje se le diera la misma comida, y no a los actores blancos mejor que a los negros, lo cual no tenía sentido en una película que denuncia precisamente eso. Previa huida a Los Ángeles, regresó al rodaje con la promesa de Pontecorvo de que todos serían tratados por igual. A todas estas disputas, hay que añadir el calor agobiante de Colombia, donde se rodó la mayor parte de la película, lo que provocó que acabarán de filmarla en el norte de África.
Mientras Pontecorvo quería un villano, Marlon Brando prefería un hombre con un accionar mucho más humano y creíble. En este caso, Brando tendría razón, y lo demostró con una interpretación que sostiene con fuerza una película donde abundan los actores no profesionales (Evaristo Márquez como el insurrecto José Dolores y prácticamente todos los demás extras y secundarios colombianos) e variadas escenas de masacres y revueltas, para varios críticos rodadas desde la “fría lejanía” al estilo Eisenstein (ya aplicadas por Gillo en La batalla de Argel, pero aquellas tenían la fuerza del realismo cuasi documental ausente ahora).
Aunque Queimada recuerda inevitablemente a Brando, el filme es mucho más que su interpretación, al ser considerada como uno de los alegatos anticoloniales más potentes que nos ha legado el séptimo arte. Ya Pontecorvo había enfocado el discurso político en contacto con el espectador en La batalla…, para mostrarnos la lucha colonialista en el momento en que las descolonizaciones en África estaban en pleno auge, y se recrudecía el conflicto de Vietnam.
Queimada se sitúa en el siglo XVIII, presentándonos una isla ficticia, Queimada, bajo el régimen imperialista portugués. El aventurero y agente secreto británico William Walker, interpretado por Marlon Brando, se dirige a la isla para tratar de levantar a la población indígena, en una intervención estratégica. El pueblo esclavo se levanta en armas, liderados por José Dolores, en la piel de un Evaristo Márquez que apenas tendría otros papeles en el cine, salvo algunos en la década del 70, y que retornaría a su oficio de pastor. A partir de esto, Pontecorvo analiza y desarrolla un discurso anticapitalista que nos muestra la evolución de la colonia en manos de los intereses extranjeros. A lo largo de todas las peripecias, el interés del cineasta es siempre el mismo: mostrarnos como los gobiernos de los países invasores no buscan ningún tipo de mejora para Queimada, sino que únicamente persiguen su lucro personal a toda costa, aunque para ello deban aniquilar a la población indígena.
Pontecorvo utiliza un corte que diferencia claramente la película en dos partes; entre la primera y la segunda parte, transcurren 10 años. Esto ayuda a reforzar la idea de que el filme tiene la intención de desarrollar el estado y la evolución de Queimada como nación antes de enfatizar la relación entre los dos personajes principales. Es decir, para muchos la película tiene una clara mixtura de documental (o falso documental) que pretende establecer y analizar los diversos pasos que preceden a la independencia; cine-tesis que desea sacudir conciencias y refuerza la violencia como ejercicio represor, una de las claves de la película.
Cineasta de manifiesta adscripción marxista, Pontecorvo convierte a Queimada en un manual de teoría política. Su anticolonialismo es fulgurante, reforzada con la actuación de Brando. La música del maestro italiano Ennio Morricone, a quien despedimos tristemente hace muy poco, compone la banda sonora, donde destacan los momentos en que emplea la percusión. Era inevitable que los recursos de montaje a lo spaghetti western, en un drama como este, envejecieran mal; lo mismo que el narrador en off que aparece de la nada a mitad de la película (aunque puede explicarse si tenemos en cuenta que el montaje original de Pontecorvo fue muy recortado). Otras virtudes: buena fotografía y puesta en escena, realizada la primera por Giuseppe Ruzzolini y Marcello Gatti; diálogos mordaces, ágiles, aunque, desgraciadamente, escasos, salidos del guion de Franco Solinas y Giorgio Arlorio.
Queimada es, en resumen, una de las joyas del cine político, un reflejo del paso del mercantilismo al capitalismo, de la esclavitud gratuita a la seudo-esclavitud asalariada. Una historia profunda y humana, una mirada que se queda a medio camino entre el pseudodocumento histórico y el filme de aventuras convencional y, al mismo tiempo, un gran y olvidado filme de Pontecorvo, quien supo convertir el cine político en arte, y viceversa.