Amelia Peláez
Sensualidad y barroquismo en las pinceladas de Amelia Peláez
El primer mes del año trae a la memoria el lenguaje de flores y vitrales traducidos al lienzo. Barroca e intimista es su huella pictórica –en un perfecto binomio de ensamble– y que por estos días inunda mis recuerdos en los que era estudiante de Historia del Arte y las pupilas seducidas por el equilibrio de formas me redescubrían el fascinante universo pictórico de Amelia Pélaez.
Más de un centenar ha transcurrido desde aquel enero de 1896, 125 años del nacimiento de una de las más reconocidas artistas de la plástica cubana, la de severidad ascética y grávido arte.
Estudió en la Academia de San Alejandro, y fue discípula de Leopoldo Romañach. Se estableció en París y asiste a la Ecôle Nationale Supérieure de Beaux Arts y a la Ecôle du Louvre y toma cursos de dibujo en la Grande Chaumiére. Su estancia en Europa fue néctar en la cristalización de su estilo a su regreso a Cuba en 1934.
Desde su casa en la Víbora, convertida en taller, Amelia descifra los entresijos del mundo de la plástica que realmente le pertenecían. Por ese entonces, el arte cubano estaba inmerso en un proceso de ruptura con los cánones academicistas. Hacia 1936 expone sus óleos que exhiben bodegones. Frutas y flores traslucen la intensidad del trópico, en el que se hace menos austera la influencia cubista y más tangible la unidad estilística.
En 1938 incorpora a sus naturalezas muertas elementos de la arquitectura tradicional cubana que solidifica en las posteriores décadas. Una línea sinuosa va dibujando balaustres, volutas en las columnas, mamparas, mediopuntos, arabescos, rejas de ventanales… la arquitectura decimonónica traducida al lenguaje plástico moderno. Alrededor de 1950 comienza a trabajar en la cerámica, ejecuta murales y trasciende su creación artística los límites de lo infinitamente palpable.
Es esta Amelia la de la línea barroca que se enrosca hasta el infinito en la constante amenaza de una huida –al decir de Graziella Pogolotti– la de un estilo personal inconfundible, moderno y cubano. Tan distintiva y magnánime su línea negra, tan intimistas y placenteras sus escenas domésticas. Va de las frutas al azulejo, de la riqueza ornamental a los planos geométricos, de la profusa composición cromática al exacto equilibrio de luminosidad.
Traducida la carnalidad de sus signos al lirismo lezamiano se proclama que: “Para huir de eso que se ha llamado hijos engendrados por la noche de Picasso, Amelia ha preferido el expresionismo abstracto, después se multiplicó el nombre de cubismo, para habitar lo que Picasso ha engendrado de día y frente al Mediterráneo”.
Sus personajes son objetos en el que “la columna se hace árbol y la fruta casi escultura en un mundo plástico donde lo vegetal y lo arquitectónico se confunden, dándose empaque de palmera al capitel corintio, en tanto que la piña cobra la elocuencia del mascarón de proa en una columna rostral.” Así expresó Alejo Carpentier sobre ese torbellino de formas de su universo creativo que alcanzó el punto álgido por la sensualidad y barroquismo.
Al conmemorarse el aniversario 125 del nacimiento de la renombrada artista, la historia del arte cubano señala el camino. Piedra angular de una vanguardia estética, Amelia Peláez, es hoy la memoria viva de vestigios pictóricos, como afirmara María Elena Jubrías, “gustó de encontrar lo diferente sin perder la unidad del decir propio”. Va en cada pincelada su inconfundible arte, como subterfugio y adeudo de vida.