Aaron Sorkin


Con ojos de cinéfilo #14

Estos textos –fragmentarios, arbóreos, convergentes– no pretender, quizá salvo algunas excepciones, acercarse a un filme en todos o la mayoría de sus elementos, cuestionarlo ensayísticamente, criticarlo; parten más bien de cuestiones específicas, escenas, momentos a “atraparâ€, guiños desde la posmodernidad y desde la mirada del homo ludens. Más que otra cosa, estos textos son las recomendaciones de un cinéfilo empedernido, que cuando le preguntaron si prefería el cine o la sardina, eligió sin dudas al primero. Películas bastante recientes, nominadas y ganadoras de premios en festivales de cine.

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Ver Dios y el diablo en la tierra del sol y leer La guerra del fin del mundo. La primera, el clásico filme de 1964 del brasileño Glauber Rocha, líder del movimiento conocido como Cinema Novo. La segunda, una de las grandes novelas de Mario Vargas Llosa, publicada en 1981. No importa el orden, aunque lo mejor es no distender el tiempo entre una y otra. Tratar de que una continúe a la anterior. La obra de Rocha, conocida por abordar temas políticos, combina misticismo y folclore, tradición e historias del sertão (el sertón, una vasta región semiárida del nordeste brasileño). Y la novela del Nobel peruano, su primera novela histórica, y la más difícil de escribir, según ha confesado, nos traslada precisamente a este nordeste brasileño de finales del siglo XIX, azotado por sequías y plagas, hambre y misticismo (un poco como en las narraciones y los paisajes de Juan Rulfo). Y ya allí, cerca del cambio de siglo y del posible fin del mundo, presenciamos, somos partícipes, como si lo estuviéramos palpando, viviendo, de la Guerra de Canudos, enfrentamientos entre el ejército, en diferentes expediciones, y los yagunzos (campesinos) liderados por Antonio Conselheiro, una especie de Mesías redentor, que lleva una cruzada por restaurar las normas de la fe. Monarquía contra República, tradición contra modernidad (civilización y barbarie). Diferentes caras de una misma moneda.

La obra de Rocha, conocida por abordar temas políticos, combina misticismo y folclore, tradición e historias del sertão (el sertón, una vasta región semiárida del nordeste brasileño)

 

En el filme de Rocha, nominado a la Palma de Oro en Cannes, encontramos el desolado (y desolador) nordeste del Brasil, la tierra abandonada, el sertão con sus bandidos, cangaceiros, sus líderes mesiánicos, los problemas del desarrollo desigual y la opresión de los terratenientes (como Vidas secas, de Pereira dos Santos, y Los fusiles, de Ruy Guerra; leer además Los sertones, de Euclides da Cunha, también sobre la Guerra de Canudos). “Una cámara en la mano y una idea en la cabezaâ€, era el lema del movimiento, con notable influencia del neorrealismo italiano como también de la nouvelle vague francesa, que había hecho a Rocha decir “Yo soy el Cinema Novoâ€. Adentrarse en uno y otro, sentir sed bajo el sol, rodeado de cactus, irremediablemente perdidos, solos, hasta encontrarse con uno mismo, todo por una idea, con la esperanza de sobrevivir y contarlo, como supieron hacer Glauber Rocha y Vargas Llosa.

Aaron Sorkin en el banquillo de un juicio en Chicago

Aaron Sorkin (Nueva York, 1961) realizó su ópera prima con Molly’s Game (2017) y ahora repite tras las cámaras con El juicio de los 7 de Chicago (2020), previsto inicialmente para que fuera dirigido por Steven Spielberg. El autor del guion de Malicia (Harold Becker, 1993), El presidente y Miss Wade (Rob Reiner, 1995), La guerra de Charlie Wilson (Mike Nichols, 2007), la oscarizada La red social (David Fincher, 2010), Moneyball: Rompiendo las reglas (Bennett Miller, 2011) y Steve Jobs (Danny Boyle, 2015), entre otros, explora uno los grandes subgéneros de Hollywood, los dramas judiciales, como lo hizo en Algunos hombres buenos (1992), basada en su propia obra teatral y dirigida por Rob Reiner, y también en La red social, sugerente disección sobre la fundación y primeros años en Harvard de Facebook.

Pero en El juicio de los 7 de Chicago, Aaron Sorkin se queda lejos de la altura de aquellas pese a lo que muchos han llamado la “oportunidad política†del momento, los galardones y el virtuosismo de varios intérpretes de un reparto coral

 

Pero en El juicio de los 7 de Chicago, Aaron Sorkin se queda lejos de la altura de aquellas pese a lo que muchos han llamado la “oportunidad política†del momento, los galardones y el virtuosismo de varios intérpretes de un reparto coral. Pese incluso a contraponer “la verdad†de los hechos y la versión estatal, la búsqueda de justicia real y los obstáculos del poder que impiden llegar a esta. Todo ello para reflexionar sobre cuestiones como la contracultura, la violencia política, las formas de protesta y las contradicciones y miserias del sistema sociopolítico de su país en la década del sesenta. Aquí aborda el juicio celebrado entre marzo de 1969 y febrero de 1970, uno de los episodios más representativos de la contienda política y cultural entonces en Estados Unidos; un suceso que puso frente al estrado a varios de los líderes de la izquierda y de los movimientos civiles contra la intervención en Vietnam, acusados de incitar las revueltas callejeras ocurridas un año antes en la ciudad de Chicago durante la Convención Nacional del Partido Demócrata, que declararía a Hubert H. Humphrey como su candidato presidencial (quien luego perdió contra el republicano Richard Nixon). En Chicago, para generar un masivo movimiento de protesta antibélico, confluyeron distintos sectores del progresismo y la izquierda.

Varios de sus líderes –como Abbie Hoffman (interpretado por un notable Sacha Baron Cohen) y Jerry Rubin (Jeremy Strong) del Youth International Party (Yippies); Tom Hayden (Eddie Redmayne) y Rennie Davis (Alex Sharp), de la Students for a Democratic Society; David Dellinger (John Carroll Lynch), de Mobilization to End the War in Vietnam (MOBE); Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen II), del Partido de las Panteras Negras; y John Froines (Daniel Flaherty) y Lee Weiner (Noah Robbins)– fueron detenidos, acusados de conspiración contra la seguridad nacional, en lo que fue un juicio del Estado contra estos movimientos civiles. Los que, al inicio del mismo, serían llamados los Chicago Eight pronto se convirtieron en los Chicago Seven: a pesar de que la evidencia contra Bobby Seale, cofundador de las Panteras Negras, era bastante escasa –fue un remplazo de último minuto para Eldridge Cleaver, también de las Panteras, y había estado en Chicago solo dos días de la convención–, Seale fue atado y amordazada con cinta en el juicio por sus ataques verbales contra el juez Hoffman, y luego separado del caso y sentenciado a cuatro años de prisión (hecho que destaca el filme al subrayar la diferencia con que se le trató sobre el resto de acusados, al ser el único negro juzgado en este famoso juicio en un contexto racista).

El cineasta sabe exprimir las partes más absurdas de la sociedad y la política estadounidense

El cineasta sabe exprimir las partes más absurdas de la sociedad y la política estadounidense –como bien hizo en la popular serie El ala oeste de la Casa Blanca–, incluyendo gags en momentos supuestamente serios, y utilizando personajes secundarios como resortes cómicos de la trama, aunque sin perder la seriedad del tema. En la película estamos frente a una gran farsa –el juicio viene a ser el protagonista del filme–, así que si todo es una farsa es inútil tomárselo en serio, nos dice el personaje de Abbie Hoffman, interpretado por el popular humorista inglés Sacha Baron Cohen (quien, por cierto, ese año estrenó la segunda parte de su exitosa y también polémica comedia Borat, dirigida por Jason Woliner).

Si bien es cierto que el filme cuenta con varios de los “sorkinismos†que caracterizan los guiones de Sorkin –diálogos rápidos, brillantes y con un hábil uso del sentido del humor; monólogos en los que los personajes manifiestan su ideología sin cortapisas; cierto romanticismo político, incluso añoranza; pasión democrática; falta de personajes femeninos de peso–, a esta película le hubiera convenido tener a alguien más detrás de cámara.

Aunque la narración vincula de forma paralela el juicio con los hechos previos, lo que aporta riqueza al relato, pues no funciona como una mera aclaración de lo sucedido, en el filme prima más bien la fluidez para retratar la historia que el intento de aportar ideas originales. Su trabajo es pulcro, casi intachable, pero se queda un poco en lo común a la hora de establecer un tono que no potencia del todo lo que sucedió realmente o lo que se quiere mostrar. Ahí la película se siente funcional, es cierto, pero la pregunta sería cómo trascender el material creado por él mismo, por Aaron Sorkin. Si bien el director prioriza una explicación algo convencional del contexto, como para “ubicarnosâ€, varios de los personajes centrales acaban cediendo importancia y, entre idas y venidas, sentimos que el ritmo ha tomado fuerza un poco tarde. Abundan decisiones torpes que lastran el potencial del nudo, incluidos los flashbacks sobrantes, y que hubieran podido explotar más el crucial duelo entre el programa político de Tom Hayden y Abbie Hoffman. Queda así también opaco el final y su épica anecdótica y bastante efectista, con visos conmovedores, en la “toma de conciencia†realizada por Hayden y el fiscal Richard Schultz (Joseph Gordon-Levitt).

Queda así también opaco el final y su épica anecdótica y bastante efectista, con visos conmovedores, en la “toma de conciencia†realizada por Hayden y el fiscal Richard Schultz (Joseph Gordon-Levitt).

 

Al final parece que todas son piezas de una partida de ajedrez diseñada de antemano y ejecutadas con precisión, pero sin demasiada chispa (o la que ha demostrado en otros filmes). Esto es algo que se intenta compensar a partir de algunas escenas especialmente llamativas, pero que recalcan que las principales virtudes de la película están más en el guion (ha tenido varios premios y nominaciones en esta categoría, incluidos los BAFTA y los Globos de Oro, y estuvo entre los favoritos de los Oscar) y en lo que aportan los actores, que en la propia dirección de lo que pudo ser una cinta sino memorable, al menos sí importante. Es como beber café descafeinado cuando prefieres una taza bien cargada de cafeína.

A pesar de ciertos momentos de un montaje raudo y elaboradísimo, El juicio de los 7 de Chicago está mucho mejor escrita y actuada que dirigida. Eso sin contar cierto halo de autocomplacencia y autoimportancia que no era necesario y que evidencia la posición de un Aaron Sorkin entre agradable y convencional –aunque sí vale la pena verla, claro que sí– a la hora de captar uno de los sucesos míticos de una década bastante turbulenta y prolífica.

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La misión (Roland Joffé, 1986) y Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1992). Dos filmes que aparentemente poco tienen que ver, salvo los magníficos paisajes de las selvas sudamericanas, de tupidos bosques y turbulentos ríos, y de que en ambos aparezcan misiones católicas en lo intrincado del paraje: en la segunda apenas un momento; en la primera, la base en sí del filme, el mantenimiento o la destrucción de estas misiones jesuitas. Además de la importancia de luchar por aquello justo, valedero, o por lo que se sueña… La misión, famosa también por la música del maestro italiano Ennio Morricone, nos muestra a unos jóvenes Robert De Niro y Jeremy Irons (y un mucho más joven, en un papel secundario, Liam Neeson). En la de Herzog, un magnífico Klaus Kinski se luce en la piel de Brian Sweeney Fitzgerald, Fitzcarraldo, un irlandés excéntrico y obsesionado con la ópera que quiere construir un teatro en la selva y que debe conseguir el dinero en la industria del caucho. Y aunque Kinski, irascible y polémico siempre, es impactante en todos los trabajos con Werner Herzog, desde Aguirre: la cólera de Dios hasta Cobra verde, pasando, sin dudas, por Nosferatu, fantasma de la noche, en este filme es sencillamente impresionante, grandioso.

En La misión, el cura interpretado por Jeremy Irons, se arriesga a adentrarse luego de las Cataratas del Iguazú, donde los misioneros jesuitas intentan evangelizar a los indios guaraníes.

 

En La misión, el cura interpretado por Jeremy Irons, se arriesga a adentrarse luego de las Cataratas del Iguazú, donde los misioneros jesuitas intentan evangelizar a los indios guaraníes. Los anteriores sacerdotes han sido asesinados y él sabe que puede correr similar suerte. Pero lleva un oboe y, aunque se siente observado, incluso amenazado, se sienta tranquilamente y toca su instrumento. Deja las notas escapar, como señal de amistad, de cercanía… Y esa es la primera piedra, más bien el primer sonido, para edificar la misión en la selva.

Kinski se adentra, remontando el río en un llamativo barco a vapor, en una zona que no ha sido explorada y que permanece virgen a la explotación del caucho.

Mientras que en Fitzcarraldo, Kinski se adentra, remontando el río en un llamativo barco a vapor, en una zona que no ha sido explorada y que permanece virgen a la explotación del caucho. Todos saben que la zona es peligrosa: de las expediciones enviadas apenas han sobrevivido unos pocos; incluso los sacerdotes de la misión cercana han sido asesinado por los indígenas. También se siente observado, vigilado… Pero lleva un destartalado fonógrafo y en la cubierta del barco deja escuchar, mientras avanzan por el río, la voz de Enrico Caruso. Y el italiano, entre los pioneros en realizar grabaciones, contagia la inmensidad de la selva.