Octavio Castillo Quesada


«Phalaenopsis»: todo lo que un cuerpo se permite concebir…

Imagine que se encuentra una casa en medio de cualquier bosque del mundo. Percibe el olor a yerba. El olor de la yerba fresca, pero también el olor a desecho vegetal, el de la pérdida, el olor de la tristeza.

La casa tiene mucho que decir, pero sus paredes están dormidas. Nadie sabe lo que han tenido que escuchar, los daños que su antiguo dueño—si tuvo dueño alguna vez—pudo haberles provocado.

Pasaron los meses, salieron las mariposas y la casa, esa casa llena de historias que alguien quizás recuerde, ahora es habitada por las plantas. Los árboles empinaron sus ramas hacia las ventanas. Las pencas, el filo de la yerba, los pétalos frágiles de cada flor encontraron su hogar, efímero, en medio de aquel bosque. La vida en su más silvestre posición.

María Karla Larrondo quiso mostrarnos el interior de la casa. Sabe, quizás, que alguien podría descubrirla, pero ha querido ser ella quien abra las puertas del salón. Su primer libro, Phalaenopsis, (Sello Editorial Coup the chance, Lima, 2024), es el hogar de todo lo que un cuerpo se permite concebir.

Se trata de un poemario que agrupa veintiún textos; breves, en su mayoría. El mayor mérito del libro es, creo, el temperamento de la voz, que se logra percibir desde que comienza la lectura. Una voz que ya no puede contenerse: ‹‹Abro la boca, intento vomitar el silencio››

Cuando la poesía logra decirte algo, cambiar algo, entonces sus alas han llegado al mundo y podrán volar; y estas páginas han sido escritas para ser y hacerse libres.

‹‹Espero en silencio a que llueva››

María Karla, que también es periodista y promotora cultural, consigue unir en este libro hábitos emocionales y recientes. Intuyo que sería capaz de quedarse bajo la lluvia, inmóvil, y no decir ni una palabra. Solo entonces, cuando el agua haya pasado y seguido su camino, la autora permitiría que las gotas cayeran sobre el papel. Esa contención se nota en estos versos.

Y cuando digo contención no pienso en la incapacidad de contar, sino en la habilidad y en la madurez que se necesitan para abrir las manos y dejar que el agua haga todo lo que quiera, porque el cuerpo será capaz de defenderse e imprimir su silueta en un libro como este.

El lenguaje es cuidado, pero no está cargado de excesos ni tecnicismos. La estructura, en cambio, es sencilla, a tono con la propuesta estética y funcional del libro.

Como lector, pude imaginar el color de la cubierta mientras leía cada uno de los textos que lo conforman. Esto es un detalle noble y enriquecedor. 

Phalaenopsis
María Karla Larrondo, autora de Phalaenopsis. Fotografía cortesía de la autora.

Con la familia en los ojos, en el borde de las mejillas y en la voz, esa voz que nos acompaña durante toda la lectura, la autora nutre las raíces de estos textos. Extiende sus vulnerabilidades al reino de las plantas; es una metáfora recurrente. Ambas imágenes se acompañan para hacer de la propuesta un elemento más interesante.

En cuanto al poder simbólico: las plantas. Órganos como las hojas, las raíces…, devienen partes de un cuerpo que una vez fue fragmentado, pero luego encontró, en su crecimiento, la necesidad de levantarse.

Un aire urbano cubre los poemas, aunque es menos perceptible. Lo cierto es que la autora, habanera de naturaleza, no puede desprenderse del espacio que la alberga, y donde también transcurre su experiencia como mujer y como humana.

Si bien el trabajo con los objetos no es vistoso en Phalaenopsis, destacan propiedades inusuales, como no es infrecuente en la poesía.

La autora responde, en su relación con el medio, con sus emociones ante determinados atributos. Pudiera notarse, incluso, siendo muy minuciosos, un sutil soplo de literatura infantil, si analizamos el libro como un habitáculo de experiencias—algunas bastantes íntimas—que tienen su base en lo familiar, en la infancia. He aquí otro elemento interesante: la necesidad de reconciliación con el pasado.

Hay, además, espacio para el amor, la superación, el entendimiento…; y la renuncia se expone limpia y tranquila, como si ya estuviese todo claro y la autora lista para hablar de ello.

Es un libro conmovedor, sí, pero no dulce: ‹‹las tumbas no asustan como me han hecho creer››. Dejar libre el miedo, la muerte y el dolor no llena de flores el camino. Todo lo contrario. Estas páginas, que son también hogar, asumen la vida con astucia y madurez. Aquí ya no hay pudor detrás de la tristeza.



Soledad: el regreso y los ojos de una madre

La soledad también está en las casas vacías, en las casas que han perdido sus olores, en los rosarios que quedan desamparados sobre la mesa y en las plantas que mueren ahogadas por la tierra árida que una vez dio forma a sus raíces. 

Soledad (Editorial Ãcana, 2022, Premio de la Ciudad Silvestre de Balboa, Camagüey, 2021), de Elaine Vilar Madruga, es un libro inherente al mundo de la pérdida; pero también al de la reconciliación. Es posible percibir la belleza de las palabras hirientes y de los fantasmas que acechan en los cuartos, sobre las sábanas cubiertas de polvo y las cómodas con frascos de perfumes sellados por el tiempo. 

Una mujer que se niega a olvidar, porque es madre y una madre jamás olvida sus retoños. Existe algún fenómeno, como la psicosis puerperal, que mantiene intacta la memoria del adiós. Los hijos que se van, nunca se van del todo. Regresan, porque ser hijo es también un aliciente para el mundo que se empeña en destruirlos. El retorno encierra muchas dudas, y el desarraigo de quien se queda es aún más fuerte que la marcha.

Como una buena obra de teatro, el conflicto principal —porque presenta más de uno— encamina al lector hacia un final hermoso y con cierta melancolía, como si la autora pretendiese esparcir el dolor, pero su vínculo con los personajes intercediera como atenuante en esta historia de ‹‹libros dentro de libros››. Sí, porque la autora es una mujer de personajes, parece amarlos, posicionarse en sus cabezas y llevar sus acciones al nido de la maternidad, al hogar de la ausencia y la renuncia. Es la maternidad uno de los ejes principales de la obra, en casi todas sus aristas: la madre libro, la madre ausente, la madre del dolor…

Estos personajes, empapados de nostalgia, caminan, hieren y ponen en sus bocas un discurso delicado, pero entrañable, con el que se puede empatizar desde el comienzo. Incluso, un personaje referido, puede hacer al lector partícipe de su ausencia e imaginar todo lo que pudiera decir en sus renglones.    

Es un libro tan real como las interacciones que presenta. La búsqueda de esa verosimilitud conduce a un espacio de caída y reconstrucción, como pudiera ser el hogar de cualquier familia que enfrenta una crisis; véase la crisis también como la oportunidad de acercamiento. 

Transcurre en una casa, con sus partes: una biblioteca, las habitaciones, etc., y su espacio extendido deviene una isla abandonada. El último abrazo y su inmersión en las páginas de un libro. Es, además, una pieza que juega con los sentidos. El olor del papel, la textura del polvo y el retumbar de los perros; los perros y su madre humana. He aquí un símbolo, una línea interesante: el ladrido como advertencia y necesidad de protección. Pudiera representar la conquista del espacio abandonado, la demanda de alimento y atención, una inflexión hacia el reconocimiento del hogar cambiante. 

Con un lenguaje cercano, a veces íntimo —en lo que al vínculo madre e hija se refiere— permite al lector involucrarse con la historia, ser partícipe de ella, algo que es de agradecer, especialmente en el teatro, que agrupa la lingüística y su representación escénica, engrandecido por artefactos simples, pero igual de trascendentes. Las ilustraciones de este libro, a cargo de Silvia María Becerril Guillermo (Draw_my_journal), complementan y enriquecen la evolución de la trama con su calidez, lográndose una complicidad hermosa entre el poder textual y la imagen gráfica que proponen sus páginas.

En cambio, es notable el coqueteo con los nombres, el juego que la escritora establece entre sus expresiones, la forma en que una letra puede cambiar la interpretación del duelo y llevarlo a otro lugar, al llamado sin respuesta y al tormento. Aceptación y estoicismo, en eso radica la grandeza y la calidez que se encuentra hasta la última de estas páginas.   

Soledad es lo emotivo del teatro y de sus ruinas. Emerge del suelo de un hogar y acompaña su reconstrucción. Es la sensación de volver a casa, mirar los ojos de tu madre, ver lo que te hace diferente a ella, encontrarla en un libro y ponerle su nombre como estampa.Â