José Ramón Narváez Hernández
Los Derechos Humanos, el fracaso de una institución occidental
- En el discurso de los derechos humanos hay muchas cuestiones incoherentes. Por un lado, está su imposibilidad de materializarlos integralmente; no existe forma de que todo individuo, destinatario de derechos, pudiera gozar de ellos por igual. Es un problema de falta de sustentabilidad; no alcanzarían los recursos, ni los sistemas tendrían la infraestructura necesaria para ello. Entonces, gran parte de los derechos se convierte en “buenos deseos”.
La reflexión anterior nos lleva a considerar que el tan mencionado contrato social, se basa en obligaciones que, normalmente en su mayoría, no se cumplirán. Se trata más bien de una especie de industria de los derechos, siempre en una supuesta cadena de producción que los va volviendo más sofisticados; la promesa/oferta se torna más sofisticada, mientras persiste la imposibilidad de satisfacer la demanda.
Siguiendo a Giorgio Agamben en su formulación sobre “el Estado de excepción permanente” quien, a su vez, se basa en las tesis históricas de Walter Benjamin, podríamos ir más allá y cuestionarnos si acaso el Estado ha trastocado el contrato social, y ahora es más lo que nos quita que lo que nos da.
Esto último evidencia la clara visión de la naturaleza neoliberal de los derechos humanos, que se comportan dentro de una línea de producción en la cual la empresa llamada Estado, invierte mucho en su publicidad, sabiendo de antemano que no podrá cumplir con la demanda; por ello crea maneras de evadir su cumplimiento: a través del miedo, destinando supuestos recursos de última hora a campañas imprevistas e improvisadas para atender a los peligros que aparentemente atacan su existencia. La razón de Estado es entonces el primer gran distractor y el pretexto para trastocar el contrato social y pasar a un escenario de emergencia donde los derechos son aplazados o incluso, conculcados.
Por otro lado, nos encontramos la impronta individualista. Los derechos se piensan como una especie de reclamación que los miembros de la comunidad política ejercen de manera individual, sin considerar las implicaciones sociales y repercusiones que esta demanda tendrá en el colectivo. Podríamos decir que al Estado le conviene esta postura pues justifica su existencia e impide una visión crítica e integral del problema, nos convierte en consumidores voraces.
Además, el discurso de los derechos exacerba el egoísmo propio de la política moderna, los hombres devienen mónadas defendiéndose de su entorno y de las demás personas; se plantea una vez más la necesidad del Estado como árbitro e intermediario entre deseos inaplazables, inalcanzables, irrealizables; aún las promesas requieren administración.
El diseño occidental y modernista de los derechos no sólo fracasó por su inviabilidad o por su falta de sustentabilidad, sino que generó sistemas de doble discurso; lo que originó graves injusticias bajo su manto. Los derechos ya existían durante los totalitarismos europeos, y estaban consignados en distintos ordenamientos nacionales e internacionales; diversas instituciones los tutelaban e incluso coexistieron con regímenes autocráticos en todo el mundo.
Apellidar humanos a los derechos sólo fue parte del mismo plan para poder seguir proponiéndolos como una opción válida; un poco de barniz para seguir ocupándolos como panacea salvífica y taumatúrgica para todos los problemas sociales. Pero, de hecho, no existen otras propuestas, y resulta blasfemo hablar de su fracaso, lo cual es parte del mismo problema, es decir, de su dogmatismo. Se trata de un discurso hegemónico y epistemicida: hacer pensar que no hay más opciones es parte del propio programa político que los diseñó. Curiosamente, a través de un ejercicio analéctico -propuesta de la Filosofía de la Liberación- que supone no conformarse con una oposición inerte, sino dialogante y autónoma, podríamos descubrir que hay muchas más opciones; la propuesta aquí es derivar una teoría de los derechos de la llamada Filosofía Latinoamericana.
Alfonso Reyes en su ensayo Notas sobre la inteligencia americana, detalla algunas características que, a su parecer, son propias del pensar latinoamericano; y sobre las cuales se podría replantear el modo en que concebimos los derechos. Para Reyes estos deberían ser una institución con “mayor vinculación social”, con más apertura hacia otros saberes, más atentos “al aire de la calle; entre nosotros no hay, no puede haber torres de marfil…como servicio público y como deber ciudadano”. Entonces, habría “otra” manera de entender los derechos humanos derivada de los cientos de inconsistencias que tiene la propia teoría.
Una primera aproximación, muy sencilla, es pensar en aquellos mundos donde los derechos humanos no existían como planteamiento estatal. Seguramente en este momento más de uno tuvo un shock: pero ¿cómo? si se nos ha dicho que son intrínsecos a la persona humana. Ese es precisamente el punto, la titularidad. El que deseemos ser respetados supone que sentimos el miedo de ser atacados; entonces entendemos los derechos como una especie de límite que los demás deberían acatar y el Estado vigilar y sancionar cuando eso no sucediera; ese límite lo es también para el Estado. La propaganda derechohumanista necesita del Estado para subsistir; sin embargo, contradictoriamente, en la mayoría de los casos es esta institución política la que vulnera los derechos humanos.
Allí donde no ha existido forma de Estado, funcionan mecanismos antropológicos mucho más eficaces, basados en una dinámica de relaciones interpersonales que toman como base el sentido común y el principio de no agresión. Algunas y algunos estudiosos han llamado a este mecanismo societario “regla de oro” o la idea del “juego limpio”. En su forma perfecta se enunciaría más o menos así: “trata a los demás como querrías que te trataran a ti”; o en su forma imperfecta: “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”; por eso también le llaman regla de plata. En cada cultura se enuncia de manera distinta; filósofas y filósofos de todas las épocas la han enunciado con variaciones; se trataría de una ética del altruismo que no pretende establecer estándares sino, simplemente, proponer una postura de vida práxica.
Ello nos propone otro tipo de visiones societarias desde América Latina. Sólo por citar algunos ejemplos la ética del buen (con)vivir (sumak kawsay), el nostrismo latinoamericano, el nosotrismo, el comunitarismo, el coexistencialismo. Estos paradigmas proponen no sólo la presencia del otro, sino del nosotros. Las relaciones de interconexión, interdependencia y reciprocidad forman parte de un planteamiento distinto, que supone la simbiosis entre los seres vivos y su entorno que, a través de pactos explícitos e implícitos, reformulan su existencia.
Una ecología de saberes que plantea infinitas relaciones (co)existenciales de respeto y colaboración. No se trata sólo de sujetos apropiándose de lo que pisan y tocan, sino entendiendo y considerando con cautela su paso por el mundo. No constituye simplemente un sistema preestablecido, sino un orden espontáneo, una ecología social e incluso constitucional que no pretende clasificar a priori, sino permitir la complejidad; donde pasado, presente y futuro se integran en un pensamiento espiral.
Este modelo constitucional supone un intrincado número de ramificaciones, que podrían representarse como la imagen del árbol de la vida, común a muchos pueblos; de donde se origina el mundo, la sociedad, el poder; simbiosis, vitalismo, respeto por la tierra y sus elementos, conciencia ambiental y cósmica que se vuelve proporción y equilibrio. Sólo es cuestión de que nos decidamos a pensar en otros mundos posibles, donde las personas podamos, colaborando, alcanzar nuestros anhelos.
Notas y referencias