Roly Ávalo
El Subterráneo, de Juan Edilberto Sosa (décimas + video)
Violencia, sexo, lenguaje
de adultos, un set oscuro
como un túnel sin futuro
en un sótano-paisaje.
Jeans, nuestro gran personaje,
tipo Frankenstein moderno,
disecciona un trauma eterno
y crea un morboso emporio
que es como un laboratorio
muy parecido al infierno.
Un Samurái anfitrión,
maestro de ceremonia
el escenario endemonia,
corta de un tajo el telón.
Aires de autodestrucción
envenenan los segmentos.
Se leen los parlamentos
cual si fueran poesía
o como una letanía.
Corrientes de pensamientos.
Puesta sin cuarta pared.
Lean las acotaciones.
Teatro de operaciones.
Cae el público en la red
como alma muerta de sed
en un ambiente de horror.
Pero no hay tono censor
en la interactividad
sino naturalidad.
El público es un actor.
En las atmósferas grises
de los saltos temporales
no hay dos escenas iguales
ni desenlaces felices.
Cuerpos rehenes, matices
que no caben en la prosa
y el dramaturgo desglosa.
No entres de modo espontáneo
si encuentras el Subterráneo
de Juan Edilberto Sosa.
Poesía bestial
Bestia contextual, de Darién Peña Prada, aun con una estructura contenida, se desborda en sucesivos interrogantes, se detiene en recurrentes pesadillas; hilvana, con ironía (como si tejiera el poema a ritmo percutivo), el gran tapiz de la condición humana.
El primer apartado, por ejemplo, Muro de contención, está construido con trece bloques que forman un callejón sin salida, un agujero negro donde se abisman las grandes preguntas del ser.
Persiste una incitación a resignarnos ante certezas incurables, a mirar la muerte como leitmotiv desde disímiles prismas, a asimilar estas verdades a través de los endecasílabos que, de modo cíclico, regresan dentro de un mismo soneto para sentenciar, de un tajo, otro enunciado fatal; o incluso, con la técnica del verso quebrado, prometer un final lleno de puntos suspensivos.
Así sucede con las otras subdivisiones, que navegan en un remolino de ideas, de tesis que a través de ríos de hipótesis desembocan en mares de síntesis.
La tercera y última sección aterriza forzosamente en la realidad cotidiana y con un tono feroz disecciona nuestro tedio (sin remedio) nacional. Cada soneto (cada referencia) es un golpe de redondez, contundencia y equilibrio.
Un sujeto poético cabizbajo carga con la cruz de una culpa en sus espaldas, se pasea por estas páginas borrachas de lucidez y exceso de conciencia; pregona advertencias en alta voz (pero como el mendigo que predica a una turbia multitud y vive acostumbrado a que no escuchen sus plegarias).
Sin embargo, cada ciertos años, libros y galardones, gracias a la justicia poética divina, sí son atendidas las plegarias de nosotros, los amantes de la buena lírica, sobre todo ahora que Nancy Morejón, Arístides Vega Chapú y José Luis Serrano decidieron otorgar este título.
Pasen y sean, pasen y lean.
He aquí un inventario de sombras y dudas, y un atisbo de esperanza. He aquí otro intento de definir sin pretensiones artificiosas qué es la poesía, de la mejor forma posible que puede escoger un creador, preguntándose primero qué es la vida.
Este es un libro salvaje,
salvaje es su anatomía,
bestial es su poesía
y su condenado viaje.
Más allá de su lenguaje,
de su estructura redonda,
de sus círculos, su ronda
nocturna por la esperanza,
este es un libro que afianza
más de una pregunta honda.
Qué importa si son sonetos,
si son sus versos tajantes,
incendiarios, inquietantes,
desmesurados, discretos,
inesperados, secretos…
Esto no es un poemario.
Esto no es un sonetario,
ni un texto convencional
porque Bestia contextual
simplemente es un bestiario.
Trae en sus páginas dudas,
aforismos, impresiones
oscuras, provocaciones
y cicatrices desnudas,
saltos cuánticos y mudas,
una crítica social
ácida, amarga, puntual,
diría que iconoclasta,
acaso impura. Subasta
de miedos al natural.
Certezas y desencantos,
ríos de la decadencia,
o sentencia + sentencia
que piensa en voz alta llantos.
Cuántos coros griegos, cuántos
a solas ante el reflejo
del reflejo de otro espejo
de la olvidada memoria
o locura transitoria
del tiempo, ese sabio añejo.
Un muro de contención
y la sombra del vencido,
el penúltimo latido,
la libertad de expresión.
Bypass, fuego a discreción,
un planeta en la conciencia,
fe de errata, otra sentencia,
y antes del juicio final
la silueta en el portal
en un acta de advertencia.
Carteles de la vergüenza,
silencios, galimatías,
y la noria de los días
congelada en la despensa.
La muerte, apenada, tensa,
con sus manos incoloras,
ciclos de fugas traidoras,
suicidas o transeúntes
y luego algunos apuntes
del destierro de las horas.
El bardo volcó la vida
dentro de una estrofa clásica
que no parece jurásica,
sino rejuvenecida.
Gracias a la sacudida
que nos propinó también.
Lector que te asomas, ten
un cadáver exquisito
sobre el bestiario que ha escrito
con las entrañas Darién.
Apuntes de un lector de brújulas
Todo libro es un viaje sin retorno. Todo lector un posible viajero. Hay ciertas páginas donde, inevitablemente, debemos hacer una escala, respirar profundo, releer el viento, el fuego, incluso el humo, para luego partir de nuevo hacia otros puntos cardinales, hacia otra línea de tiempo, o a la deriva, sin dirección, sin dilación, sin comentarios, con el polvo del camino a cuestas, el polvo como heterónimo, como alter ego. Todos tenemos vocación para errar hasta que se pruebe lo contrario. Todos somos el gitano del espejo. En Brújulas (Ediciones La Luz, 2018), de Elizabeth Reinosa Aliaga, hay mapas para perderse o reencontrarse, y parpadean demasiados haces de luz a lo lejos, desde cerca o desde siempre.
La conocí, si mal no recuerdo, en octubre del 2013, en la Peña de Luis y Péglez, el nunca suficientemente ponderado Padre Nuestro de Ala Décima, en la ahora fragmentada biblioteca Tina Modotti, en Alamar. Elizabeth y yo coincidimos porque íbamos a recoger sendos premios colaterales del concurso Toda Luz y toda mía. Nos lo habían enviado desde Sancti Spíritus. Desde las primeras palabras o miradas de Elizabeth, supe que hay muchos modos de ser letal, que en mi generación hay poesía de elevadísimo vuelo. Desde entonces la leo y estudio su orfebrería, su entramado, su abanico multicolor de imágenes.
Cinco libros e innumerables premios después hay otras interrogantes en su obra, así como novedosas cadencias. He redescubierto matices y confirmado que todo buen volumen de poesía es un peligro. Nadie calcula la dimensión del peligro que entraña la voz de la poeta de Brújulas.
Hay muchas barcas para orillarse en la arena de este libro-isla; o muchas puertas, algunas desvencijadas, para divisar, a través de las ventanas, imposibles horizontes y gaviotas. Abierto al azar, cualquier página revela un silencio consonante, un desaliento octosílabo, una rabia absolutamente decimal. Duele leer, por ejemplo: Te obsequian la anatomía/ y te incorporan cianuro. / Te ofrecen un prematuro/ espacio bajo la tierra. /Sonríes, pero te aterra: /la bala /tu cuerpo/ el muro.
Demasiados versos que escrutan y escupen a la cara verdades de sal, dolor en estado salvaje. Demasiadas negaciones tejidas con destreza, soltura, como un rompimiento o un alud. Demasiadas líneas que circundan el epicentro del polvo.
Este libro, golpe a golpe, verso a verso, es una lección de contundencia, un aleph borgeano que multiplica suspiros, guiños de luz dentro de un cuarto oscuro, como semáforos en sepia.
Desde Fugas, esa primera sección plagada de anáforas que enseguida promulgan el fin de un viaje y el inicio de un desvarío, la poeta se pliega y despliega en escalonados cuestionamientos y amonestaciones líricas. Fluimos, heraclitianamente, durante un poema-río. El lector es, en definitiva, esa segunda persona que padece el enjuiciamiento que la poeta impone.
En Brújulas, la segunda sección, Elizabeth (también a través de un poema-décima, segmentado a su vez por cinco partes), complejiza sus reflexiones, pone en jaque los anhelos, marca pautas más heladas, más filosóficas, destruye mitos, reconoce negaciones, es consciente de su finitud, nos recuerda la mortalidad y la fragilidad. Por momentos tiene un tono de sentencia martiana, se pregunta por la utilidad de la virtud, quiere albergar una esperanza de salvación, pero también, como una noria, gira sobre sus preguntas y respuestas, que acaban identificando y redondeando, casi siempre, su estilo, lleno de encabalgamientos y rizomas incontinentes.
De pronto, por primera vez en Inxilio, tercer apartado, se muestran los poemas a la manera convencional, y revela otro de sus secretos: su arte para nombrar las cosas, como diría Eliseo Diego. Aunque páginas después diga que buscamos definiciones y la vida es movimiento. En este caso no hay axiomas, sino retratos, cuadros o incluso viñetas cinematográficas, tajantes trazos, planos secuencias de un abismo interior con naturaleza muerta:
La tierra: emana orfandad
que se reparte en puñados.
La casa: los resignados
ladrillos, la soledad.
El miedo: no es una edad,
es la vida, algún recodo.
La palabra: único modo
de vengarse del destino.
El mar: no es otro camino,
el mar lo resume todo.
Altamente recomendables son los poemas Años, Antifaz, exquisita décima endecasílaba que dialoga con Anne Sexton, o Frontera.
Derrumbe, cuarta parcela del poemario, sorprende por la elegancia de sus rimas, por ser una invitación social, una temeraria declaración de principios, una acción poética contra los totalitarismos o las falsas igualdades, una reivindicación de la belleza desde la intimidad, que es también una de las verdades insobornables que nos resume cada uno de estos textos.
La puerta de salida de este decimario se llama Raíz. Mis palabras solo crecen hacia adentro, confiesa y describe un árbol genealógico, generacional, donde reniega un tanto de la nostalgia y asume, con resignada conciencia, el acto que supone entrar en la sobrevida de la adultez, aunque el tiempo todo lo adultere con una serie de desgarros sucesivos, irreversibles. La niña como la historia da la espalda. / No regresa.
Bienvenidos a este libro-sistema (no libro-almacén, según advierte Roberto Manzano en el prólogo), a estos nortes que indican destinos mediante versos adversos, a esta cápsula de sueños agridulces, a esta cátedra de mapas mojados por el tiempo a la intemperie, a este templo de crudeza sensorial, a este disciplinado dolor que, gota a gota, dibuja un país dentro de otro país que teme al trópico.
Todo libro es un viaje sin retorno. Un parto de luz. Aunque duela.
¿Qué es Brújulas? ¿Gira, gira?
¿Qué es el norte? ¿Una pregunta
casi verdad, pero adjunta
a otra verdad de mentira?
¿Un instrumento que aspira
a una sola dirección?
¿Un horizonte? ¿Perdón?
No. Ya. Abajo los esquemas.
Este libro de poemas
es una resurrección.