Mariela Varona Roque


La minificción y sus técnicas

Muchos de nosotros, escritores y consumidores de literatura, cuando hablamos de minificción o microficción a veces no tenemos en cuenta las sutilezas de esas clasificaciones. Incluso los teóricos no se ponen de acuerdo muchas veces en el asunto, y un texto narrativo breve se puede llamar hoy minicuento, microcuento, microrrelato, ficción breve, cuento breve, microtexto, microficción, y hasta nanoficción.

El cuento breve clásico —me refiero a relatos celebrados y famosos de Poe, Chéjov, Hemingway, Carver, Cortázar o Borges— conserva un sector fiel entre los lectores, pero resulta demasiado extenso ahora para una gran masa de «digitolectores» que solo consume textos breves. Entonces, cabe preguntarse: ¿podemos analizar literariamente los textos hiperbreves con las mismas herramientas teóricas de siempre? ¿Continúan siendo válidas las técnicas narrativas contemporáneas que hemos estudiado, aplicadas a la minificción?

A través del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, con Eduardo Heras León y su equipo, muchos de nosotros accedimos a una concientización de las técnicas narrativas que en muchos casos ya utilizábamos, pero sin interiorizarlas como parte del oficio; y accedimos también a zonas de la teoría literaria contemporánea que contribuyó a darnos un espectro más amplio para convertirnos en mejores lectores de lo que ya éramos. Entonces, me preguntaba —cuando supe que La Luz estaba organizando este panel—, si no sería conveniente hacer una indagación sobre las técnicas narrativas aplicadas a esa minificción que en estos tiempos parece extenderse, hacerse mucho más visible y, además, con diferentes características de las que tenía en el pasado.

Me parece válido también porque gracias al Centro Onelio conocimos a uno de los teóricos de la literatura más importantes que hay en la lengua española ahora mismo, que es el mexicano Lauro Zavala; y este académico se ha ocupado exhaustivamente de la minificción, de dar pautas, hacer clasificaciones, documentar sus opiniones y publicarlas; es decir, ha estado muy activo indagando, poniendo límites y tratando de escudriñar y ver hasta dónde se extiende el fenómeno.

Él mismo fue quien puntualizó que la minificción actual tenía su origen en las vanguardias del siglo pasado y que también, por supuesto, tenía antecedentes en los textos breves que la humanidad atesora como tradiciones en relatos puntuales, como los que aparecen en las estelas funerarias de las culturas antiguas.

Quisiera referirme a dos categorías que resalta Zavala dentro de las minificciones: el minicuento y el microrrelato. Hay uno de ellos que sí cumple con las especificidades, digamos, de cierta teoría literaria; ciertos cánones que cumple la literatura clásica o tradicional o como quiera llamársele. Porque los minicuentos, de los cuales conocemos montones —por ejemplo, recuerdo ahora uno de Kafka titulado «La verdad sobre Sancho Panza»— sí cumplen con la forma tradicional, o sea, tienen una introducción, un desarrollo o clímax, y un desenlace final.

En esos minicuentos sí podríamos aplicar el análisis literario, tratar de descubrir cuál es la segunda historia de la que hablaba Ricardo Piglia en sus «Tesis sobre el cuento», un ensayo que forma parte del libro Formas breves (aparecido en Buenos Aires en 1999). En mi paso por el Centro Onelio, uno de los textos que más me iluminaron fue este, donde me sorprendió la certera aseveración de que un cuento siempre cuenta dos historias, y de que la estrategia de un relato está puesta al servicio de su historia secreta.

En apenas tres cuartillas, Piglia es capaz de explicar con una contundencia impresionante cómo la historia secreta es la clave de la forma del cuento y sus variantes, y cómo la han manejado Poe, Chéjov, Quiroga, Kafka, Hemingway o Borges. Según él, el cuento clásico a lo Poe «contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola», pues la versión moderna del cuento abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada y «trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca».

En un minicuento es sencillo determinar cuál es la historia secreta y cuál la visible, sobre todo cuando se sabe que potenciar una de ambas depende del autor que escribe. Porque hay escritores que prefieren dejar la historia secreta todo el tiempo subsumida, como lo haría Hemingway, que te da pistas casi insignificantes para que supongas cuál es la historia secreta, pero nunca te la cuenta. Otros prefieren dejar la historia secreta en segundo plano para que explote al final como una bomba que asuste, enamore o apabulle al lector; en resumen, para impresionarlo con una marca que no pueda olvidar. Y otros que sencillamente cuentan la historia secreta y obvian la visible.

Pero Piglia determinó que todo relato contemporáneo —o que pretenda ser llamado así— lo es porque muestra una tendencia cada vez más fuerte hacia la elipsis. Según Piglia, la teoría del iceberg de Hemingway «es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión».

Y ya está: del minicuento, apretando un poco más las tuercas de la brevedad y la elipsis, caemos en el microrrelato. En él, según Lauro Zavala, el empleo de la ironía, del sarcasmo, del humor y de la paradoja es más evidente que en el minicuento. Los personajes, ambientes y escenarios son apenas aludidos, por lo que su significación recae, en la mayoría de los casos, en el rasgo intertextual.

¿Qué es el microrrelato, entonces? El microrrelato no respeta para nada esa estructura canónica del cuento clásico o tradicional. Al microrrelato lo que le importa es lo que se oculta, o sea, en el microrrelato se hace una elipsis total de la historia, tanto de la secreta como de la visible. Y más aun: en el microrrelato lo que estás proclamando es que hay tantas historias secretas o visibles como el lector quiera.

Es un texto, diríamos, interactivo. No es como el minicuento o como el cuento breve, al que llamábamos breve porque tenía una cuartilla y media, tres cuartillas (que para nosotros también era un cuento muy breve). En este punto comenzamos a darnos cuenta de que el microrrelato no es una anécdota. El microrrelato es una idea, un generador de sugerencias.

La elipsis que hace el autor de un microrrelato debe ser inteligente, ingeniosa, muy creativa. Y lo que debe dar es el espacio para que el lector, ese consumidor que va a leerlo, invente la historia que quiera partiendo de códigos conocidos o que el autor da por sentado que lo son.

Tal vez para muchos esa brevedad resulte exagerada, y a veces sentimos que nos hacen falta esos cuentos largos que te permitían, en varias páginas, introducirte en un mundo total —porque, como decía Cortázar, el cuento tiene que lograr eso, el cuento tiene que crear un mundo donde nada más importe— y cuando uno se sumerge en un cuento de esos de seis, siete o hasta veinte páginas, uno se esponja, se siente acunado por una anécdota que ese autor te está proponiendo y te está enamorando con ella.

Pero ¿qué pasa cuando lees un microrrelato? «El dinosaurio» de Augusto Monterroso, que contiene siete palabras, fue considerado el relato más breve en lengua española desde 1959 hasta la aparición en 2005 de «El emigrante», del escritor mexicano Luis Felipe Lomelí, que contiene solo cuatro:

—¿Olvida usted algo?

—¡Ojalá!

Si tomamos solo el diálogo sacado de contexto, sin el título, no se sabe de qué o quiénes están hablando. Pero ese título, «El emigrante», potencia una historia que cualquier lector podrá imaginar al leer el cuento. Un sujeto pregunta: «¿Olvida usted algo?», como cuando ves entrar de nuevo a alguien que acaba de salir de un lugar. Pero quien le responde «Ojalá» desmiente nuestro primer razonamiento.

Ese cuento está narrando, en una sola palabra —en ese ojalá— todos los horrores que obligaron a emigrar a ese sujeto hablante, a ese sujeto del que no sabemos su nacionalidad, pero sí que tuvo que emigrar por razones que quisiera olvidar, pero no puede. ¿Cuántas tragedias hay detrás de esa palabra, «ojalá»? Represión, pobreza, hambre, dolor, asesinato, persecución política, guerra de pandillas o entre estados, tortura y narcotráfico, violaciones y fusilamientos masivos, y un larguísimo etcétera que le toca al lector completar como le parezca.

Cuando tenemos delante un microrrelato como este, nos damos cuenta de que, con esa elipsis, el autor dio por sentado que el lector conoce todas las posibles historias que el emigrante tiene para contar. Y él elige escamotear la historia, nos da solo cuatro palabras para que nuestra imaginación, o el conocimiento que hayamos adquirido sobre los fenómenos migratorios, se encarguen del resto con los ingredientes que queramos. 

Fotos cortesía de Ediciones La Luz

Al año siguiente de ser declarado el relato más breve, «El emigrante» fue desplazado en 2006 por «Luis XIV», del español Juan Pedro Aparicio, que tiene solo una palabra: Yo.

¿Esa única palabra puede contener un cuento? Los especialistas del tema así lo declaran. Nuevamente, el título es parte imprescindible de la historia. En este caso, podría decirse que ES la historia. El lector debe entender que ese «yo» abarca la historia del absolutismo francés desde la subida al trono de este monarca hasta su muerte a los 76 años de edad. Todas las implicaciones del ego y el yo están ahí, no había necesidad de narrar, describir o explicar nada.

Hay que mencionar que Aparicio nació en 1941, o sea, que tenía en ese momento 65 años, mientras que el mexicano Lamelí, nacido en 1975, tenía treinta años cuando se publicó su microrrelato. Digo esto para marcar que la capacidad de elipsis no es distintiva, como algunos piensan, de los autores más jóvenes, los llamados millennials o nativos digitales. Se tiende a relacionar la brevedad, la ironía y el humor con las redes sociales, que suelen manejar estos componentes a toda hora, pero el caso de Aparicio desmiente con creces que el ingenio con que se condensa una idea literaria sea privativo de edad alguna.

Por último, me gustaría recordar que tanto el minicuento como el microrrelato todavía son susceptibles de análisis literario con las herramientas que aportó el peruano Mario Vargas Llosa en su libro Cartas a un joven novelista de 1997. Con ellas podemos deconstruir el célebre microrrelato «El dinosaurio». Primero: el narrador que escogió Monterroso es un narrador omnisciente exterior y ajeno a la historia que cuenta. Segundo: el espacio que ocupa el narrador en relación con el espacio narrado, que en este caso se narra en tercera persona, confirma que es un narrador omnisciente. Y tercero, el narrador de Monterroso está en un tiempo presente y narra un hecho del pasado mediato o inmediato (los verbos despertó y estaba así lo demuestran).

Y Vargas Llosa escogió precisamente el microrrelato de Monterroso para ilustrar el cuarto problema: el punto de vista del nivel de realidad. Ahí demuestra no solo que estamos en presencia de un cuento fantástico, sino también que el narrador está en un plano realista, opuesto a la esencia fantástica de lo que narra, y lo sabe por una de las siete palabras del cuento: el adverbio todavía. Esa es la palabra que permite a Vargas Llosa afirmar que el narrador de Monterroso narra desde una realidad objetiva, pues de otro modo, no nos induciría a tomar conciencia de la transición del dinosaurio del mundo del sueño a la vida real del relato, «de lo imaginario a lo tangible».

De la elección del narrador, y la relación de este con el espacio, el tiempo y el nivel de realidad de lo que se narra, depende que una historia sea eficazmente asimilada por el lector. Según Vargas Llosa: «Esa capacidad de persuadirnos de su “verdad”, de su “autenticidad”, de su “sinceridad”, no viene nunca de su parecido o identidad con el mundo real en el que estamos los lectores. Viene, exclusivamente, de su propio ser, hecho de palabras y de la organización del espacio, tiempo y nivel de realidad de que ella consta».



Sexo chatarra: las provocaciones de María

Un título como este es una provocación. Porque, ¿puede el sexo ser tan efímero, tóxico y fácil de consumir como las hamburguesas con papas fritas? ¿Puede algo que se ingiere o consume ser irresistible o inevitable para el degustador, y tener luego consecuencias catastróficas? Este libro de María Liliana Celorrio intenta probar que sí: el sexo —o más bien el universo erótico de ciertos personajes— puede moverse entre circunstancias alevosas.

Pero debemos poner atención en la segunda parte del título: no es solo Sexo chatarra, es también Los perfectos crímenes del corazón. Porque la pulsión del sexo, en los seres humanos, estaría mutilada si la razón —o el corazón, como quiera llamársele— no alentara los más temibles y arrebatados proyectos. Entre la naturaleza desnuda del sexo y las trampas de la razón, entonces, podemos apostar que anda este libro.

Desde la cubierta, una mujer bocabajo, crucificada en una cama, comienza también a provocar a los lectores. Lo mismo puede tratarse de una mujer rendida y feliz, que terminó exhausta después de una noche de placer, que una mujer violada, golpeada, inconsciente o muerta después de servir de objeto a algún crimen pasional. La fotografía de Lianet Martínez parece concebida ex profeso para ilustrar este libro. Después de contemplar a la mujer de la cubierta, el lector puede intuir que cuando comience a transitar por el desfile de historias que van desde el júbilo hasta el horror, quedará atrapado sin remedio en la provocativa marea de María Liliana Celorrio.

Cortesía de Ediciones la Luz

Esta mujer hace una broma desde la dedicatoria: «Dedico estos cuentos a sus protagonistas: mis amantes. A los que vendrán, los espero en el próximo libro». Pero sus protagonistas, casi sin excepción, son mujeres. María Liliana indica con sutileza que los hombres que figuran como partenaires en estos relatos al menos pueden vanagloriarse de algo, porque contribuyeron a la gestación de extraordinarios personajes femeninos. Quienes tenemos la suerte de conocer a la Celorrio personalmente sabemos que el humor ilumina su vida y su literatura.

Las mujeres que pueblan los cuentos de Sexo chatarra se parecen a ella hasta cierto punto. Porque ella ha sido muchas mujeres al mismo tiempo, y el desenfado de contar historias centradas en sus avatares amorosos es proverbial desde Mujeres en la cervecera. Ese es el título del libro de cuentos que dio a su autora un merecidísimo Premio de la Crítica en el año 2005 y obligó a la ciudad letrada de Cuba a poner sus ojos en ella para siempre. Pero María Liliana no siempre escribe desde la mujer que es, sino también desde las mujeres que podría ser. Sus personajes femeninos son, incluso, las mujeres en que temería convertirse y aquellas que fueron palideciendo en su interior hasta disolverse.

Fui testigo del placer que dio a Luis Yuseff editar este libro. Mas no fue placer de complacencia o comodidad, todo lo contrario. Luis Yuseff necesita los retos para ser feliz. Y el reto de contener en un solo volumen el torrente magnífico de la prosa de María Liliana valía la pena. Creo que para Ediciones La Luz en pleno, este libro fue también un reto y un placer tremendos. Porque una mujer como la Celorrio no solo trae consigo al catálogo de la editorial un nombre y su prestigio: participar en su historia personal es una forma de trascendencia.  

Quien tenga miedo a las palabras fuertes, que se indigne y cierre el libro. Que se ofenda y cierre el libro también quien tenga miedo de encontrarse con el sexo en todas sus variantes: emergente, feliz, ocasional, frustrante, amoroso, ridículo, agotador, apasionado, sucio, animal, extasiado, con violencia. Quienes sigan sin miedo la mano de María Liliana Celorrio encontrarán el temblor de la rabia, el desamor, la soledad y la desidia entre las sábanas de los matrimonios desdichados y las mujeres adúlteras. Pero encontrarán también canciones y regocijos, confidencias entre amigas, madres fieras protegiendo a sus cachorros, pícaros gestos de la intimidad, en fin, la poesía en medio de la sordidez humana.



La mujer del último show

La Editorial Ácana de Camagüey acaba de poner a nuestra disposición La mujer del último show, un libro de Lourdes González Herrero con prólogo de su editor, el Premio Nacional de Literatura Luis Álvarez Álvarez.

De entrada les aviso que es un libro de cuentos inquietantes. Para transitar por ellos siempre habrá dos opciones. La habitual es recomendable: leer un cuento cada vez, impregnarse de su atmósfera, saborear y detenerse en las ideas más felices o en las más provocadoras. Pero mi opción, y la que sin duda usarán otros lectores, también es válida: leer sin parar las ciento treinta y seis páginas donde caben once relatos y caer en trance.

El libro abre con un relato noir, titulado «Claroscuro». En él, un enano muy cinéfilo se entromete entre un ladrón y su víctima, y la obsesión por el cine negro clásico lo transfigura. El cuento resulta hilarante porque ni el ladrón, ni la anciana objeto del robo representan con eficacia sus roles en la historia. Diríase que son actores de teatro que no han logrado aprenderse el guion de la obra, y es por eso que el enano determina adueñarse del papel protagónico.

A lo largo del libro encontramos dos cuentos más donde aparece el género negro, pero narrados en claves muy diferentes. «Blackmail (Chantaje)» es una historia de desamor fugaz y demoledora entre un presidiario y una mujer borracha que baila sola en un bar. La potencia de esta singular pieza narrativa estremece y duele como un latigazo. «Las manos rojas», en cambio, es un diálogo entre dos personajes masculinos —uno joven, otro viejo— tratando de esclarecer si uno de ellos cometió o no un asesinato. Los dos hombres se muestran tan simples y empecinados que me remiten a los personajes de Rulfo.

En el libro hay tres relatos que exploran la relación del escritor con la literatura y de esta con la vida. «Sobre el uso de las armas de fuego» es un diálogo entre un autor y su personaje. El Narrador discute —no amigablemente— con su personaje Benigno Piñón, un tipo obsesionado con poseer un arma. En «Naturaleza muerta» un escritor que no ha vivido lucha por encontrar dentro de sí la pasión necesaria para narrar la pulsión sexual, que cree le garantizará el éxito. Por su parte, en «Días de lectura» Un hombre racionaliza las etapas de lectura de un libro que le resulta a la vez fascinante y agotador, y entabla una relación imaginaria con el escritor y su fotografía de solapa.

Entre estos dos cuerpos —el relato noir y la reflexión sobre la escritura— hallamos tres textos que no tienen un denominador común en cuanto a género, tema o estilo, pero sirven como pausa generosa para la densidad de los que ya comenté. Uno de ellos es el tercer relato del volumen, titulado «La gran soirée», donde se cuentan los divertidos avatares de un grupo de amigos “colados” en una fiesta súper fastuosa que deriva en orgía. Quien conoce a Lourdes González puede imaginarla leyendo este cuento en público y escuchar perfectamente las risas del auditorio.

Cortesía de Ediciones la Luz

La sexta historia es la única donde Lourdes renuncia a la atemporalidad de los otros diez relatos y trabaja a partir de un personaje real: la viuda del cosmonauta Yuri Gagarin. En «La trascendencia según V.G.» la anciana Valentina Goriácheva escribe una carta donde pone su pasado y el de su marido en su justo lugar. Cuando reflexiona sobre la fama, el valor, la trascendencia, y cómo esos conceptos pueden torcer para siempre el destino de una familia, veo el poder de la prosa de Lourdes González puesto en función de reivindicar a todo un universo de esposas olvidadas.

En el octavo puesto cae el relato que da título al libro: «La mujer del último show». Se trata de una mujer transgénero llamada Francisco, quien canta en un cabaret de mala muerte y, entre su amiga Ivys y una paloma que cuida con obsesión, sueña con ser actriz e intenta darle sentido a su vida. En este cuento hermoso y lleno de delicadeza siento palpitar, junto al oficio narrativo, el enorme talento poético de Lourdes, que nada tiene que ver con el uso de frases o giros poéticos, sino con la intensidad con la que va tejiendo el relato hasta dejarlo descansar, como si la paloma de Francisco se quedara dormida.

Entonces, al final, el libro desemboca en dos cuentos muy inquietantes, como si Lourdes González o su editor no quisieran que los lectores terminen de leérselo y se vayan tranquilamente a dormir.   

Se trata de «Una boutique en el desierto» y «Una situación horrorosa y exultante, aviesa». En el primero, narrado en primera persona por un ser que vive solo y miserable en el desierto, su existencia cambia cuando descubre que alguien ha construido como por arte de magia una tienda lujosa para compradores inexistentes. No se sabe si es una alucinación o la superposición de realidades que generan los mundos paralelos, pero funciona perfectamente como una provocadora metáfora de la realidad.

En el último, un grupo humano se enfrenta a otro que le resulta extraño, ajeno. No se sabe quiénes son ni de dónde llegaron, y el miedo al Otro, a lo desconocido, va convirtiendo tanto al grupo autóctono como al invasor en enemigos mortales. Las estrategias que sugieren los personajes para deshacerse del problema son un muestrario de lo peor de eso que llamamos “humanidad”.

Estos dos últimos cuentos transpiran una atmósfera muy a lo Bradbury que, mientras leemos, sugieren un futuro distópico y alucinante. Pero más tarde el lector toma conciencia de que esas historias pueden suceder ahora, hoy, y nadie puede negar que hayan sucedido en algún pasado y que podrían suceder en un futuro inmediato. Porque están creadas con la conciencia de lo que el ser humano puede construir o destruir, y son metáforas poderosas del mundo que habitamos ahora mismo.

Es indudable que Cortázar tenía razón cuando afirmaba que «el resultado de la batalla entre la vida y la expresión de la vida es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia». También tiene razón José Luis Serrano cuando afirma en la nota de contracubierta que en este libro «La realidad es distorsionada y recompuesta mediante estrategias narrativas que sacan a la luz las estructuras deformes de lo cotidiano».

Y después de invitarlos a la lectura, mejor hago silencio. Y no cualquier silencio, sino el que pone Lourdes González en el último cuento de su libro: «un silencio de paisaje chino con largas hojas afiladas contra un cielo sin nubes». 



Bukowski y la estética de la perversión

  • Digan lo que digan, siempre hay algo malo escondido en los hombres que huyen del vino, de las cartas, de las mujeres hermosas o de una buena conversación.

 La afirmación de Voland en El Maestro y Margarita, de Bulgakov, parece escrita ex profeso para canonizar a uno de los malditos de las letras norteamericanas: Charles Bukowski. Devenido mito de la literatura underground, paradigma del realismo sucio y personaje favorito de sí mismo, Bukowski bebió, jugó y amó en proporciones escandalosas, y por alguna causa su estilo es aún visible en toda una tendencia dentro de la literatura cubana contemporánea.

Cientos de cuentos, una treintena de poemarios y cuatro novelas publicadas lo definen como un autor prolífico. Lo pasmoso es que la mayor parte de su obra la publicase después de cumplir cincuenta años, y que en poco tiempo convirtiera en figura polémica a un hombre que nunca votó, ni militó en partido político o movimiento literario alguno. La máquina de follar; Se busca una mujer; Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones; Escritos de un viejo indecente; bajo esos títulos se publicaron sus cuentos en editoriales baratas, tan sórdidas como su escritura. Esos cuentos, como las novelas (Factotum, Cartero, Mujeres y La senda del perdedor) hablan sobre borrachos, putas de mala muerte, peleas de bar e incontables escaramuzas sexuales, y ocurren en bares, hoteluchos, garitos, oficinas mugrientas y traspatios. En todas las historias el protagonista es el mismo: Henry Hank Chinasky, el álter ego de Bukowski.

Nacido en la ciudad alemana de Andernach en 1920, Bukowski fue el resultado de la unión de un soldado norteamericano con una joven lugareña, y la familia se trasladó a Los Ángeles cuando el hijo tenía dos años de edad. El romanticismo de lo que parece ser una común historia de amores de guerra se anula por las noticias sobre el comportamiento violento y despótico de Bukowski padre: un mitómano que hacía creer a los vecinos que era ingeniero cuando en realidad trabajaba en una lechería, y que metió la cara de Bukowski adolescente en su propio vómito cuando este ensució la alfombra en su primera borrachera. Buscando el alcohol como paliativo de su timidez, acrecentada por erupciones en el rostro que no lo hacían nada atractivo para las muchachas, el joven Bukowski huyó de la casa paterna para entregarse a sus dos grandes pasiones: la bebida y el sexo. La primera lo empujaba hacia el segundo, y este, al negársele, lo volvía de regreso a la primera.

Hizo una vida errabunda y desordenada, trabajó en un sinnúmero de empleos, viajó por los estados de la Unión, pero su destino final volvió a ser Los Ángeles, donde trabajó en una oficina de correos hasta que la publicación de su novela Cartero, en 1970, le decidió dedicarse exclusivamente a la escritura. A pesar de su empeño autodestructivo, la condición de lector impenitente lo había marcado para siempre.

Como diría en su poema «Días como navajas, noches llenas de ratas»: siendo muchacho dividí en partes iguales el tiempo/ entre los bares y las bibliotecas; cómo me las arreglaba para proveerme/ de mis otras necesidades es un puzzle; bueno, simplemente no me preocupaba demasiado por eso/ —si tenía un libro o un trago entonces no pensaba demasiado/ en otras cosas—/ los tontos crean su propio paraíso.

Y también: pero eran los filósofos quienes satisfacían/ esa necesidad/ que acechaba en alguna parte de mi confuso cráneo: vadeando/ por sus excesos y su/ vocabulario cuajado/ aún me asombraban/ saltaban hacia mí/ brincaban/ con una llameante declaración lúdica que parecía ser/ una verdad absoluta o una puta casi/ absoluta verdad,/ y esta certeza era la que yo buscaba en una vida/diaria que más bien parecía un pedazo de/ cartón.

Para terminar con: qué grandes tipos eran esos viejos perros, me ayudaron a atravesar/ esos días como navajas y noches llenas de ratas;/(…)/ mis hermanos, los filósofos, me hablaban como nadie/ venido de las calles o alguna otra parte; llenaban/ un inmenso vacío./ Qué buenos muchachos, ah, ¡qué buenos muchachos!

Bukowski es a la vez parte y consecuencia de la contracultura californiana. Como en Ginsberg y Kerouac, su discurso pertenece al hombre común que no puede ni quiere hacer suyo el sueño americano, y disfruta agrediendo la perfecta simetría de la moral burguesa. Pero digo consecuencia porque Charles Bukowski no tuvo las mismas expectativas que sus coetáneos hacia la obra creativa; tal vez sintió menos urgencia en ostentar su inconformidad con el orden y la moral. Aunque publicó un cuento en la revista Story en 1944, antes de dar a conocer el resto de su obra le tocó leer lo que escribían los Kerouac y los Ginsberg que, a pesar de su rebeldía y sus alegres locuras, siempre se las arreglaron para publicar a tiempo y eran santificados y aplaudidos por los jóvenes de su edad. De ahí que Bukowski pertenezca a la generación beat pero sea un beat tardío, un epígono si se quiere de la loca y transgresora ola que viró al revés las letras americanas.

Entre sus influencias literarias, además de sus adorados Henry Miller y Céline (aquel francés acusado luego de nazista), es pues perfectamente distinguible la prosa violenta y vivaz de Jack Kerouac y su atrevida exaltación de la libertad sexual. La opinión de Bukowski sobre otros escritores norteamericanos nos llega signada por su álter ego Chinasky en varias de sus obras: «Dejando a un lado a Dreiser, Thomas Wolfe es el peor escritor norteamericano, Burroughs es terriblemente aburrido, Faulkner una nulidad. Saroyan sería bueno si no fuera tan optimista». O si no: «¿Hemingway? No. Muy torvo, demasiado serio. Buen escritor, frases magníficas. Pero la vida para él siempre fue una guerra total. Nunca se soltaba, no bailaba nunca».

Detrás de esas boutades de eterno transgresor, había sin embargo un respeto hacia la escritura que no lograron quitarle ni las propias burlas sobre sí mismo. Escribía en una carta en 1961:

Yo solía jugar un juego conmigo mismo, un juego llamado isla desierta, y mientras estaba tirado en la cárcel, en la clase de arte o caminando hacia la ventanilla de diez dólares en las carreras, me preguntaba, Bukowski, si tú estuvieras en una isla desierta, tú solo, y no fueras encontrado nunca excepto por pájaros y gusanos, ¿tomarías una vara y rascarías palabras sobre la arena? (…) la escritura, por supuesto, como el matrimonio, la caída de la nieve o las llantas de los autos, no siempre perdura. Tú puedes ir a la cama el miércoles en la noche siendo un escritor y despertar el jueves por la mañana y ser otra cosa totalmente diferente. O puedes irte a la cama el miércoles por la noche siendo un plomero y despertar el jueves por la mañana siendo un escritor. Este es el mejor tipo de escritores… Muchos de ellos mueren. Claro. Por sus arduos intentos; o por otro lado, porque se vuelven famosos y todo lo que escriben es publicado y ya no tienen que buscar más. La muerte tiene muchas avenidas. Y si a pesar de todo tú dices que mi material te gusta, quiero que sepas que si se vuelve roto, no será porque trate demasiado duro o muy poco, será porque me he quedado o sin cervezas o sin sangre. Para lo que sirva, puedo permitirme esperar: tengo mi vara y tengo mi arena.

Sin embargo, es raro encontrar la franqueza de ese empecinamiento en la obra publicada en español. Bukowski disfrutó tanto de su papel de automarginado que terminó convirtiéndose al final de su vida en lo que menos intentó devenir: fenómeno mediático. Ordinaria locura (1981), de Marco Ferreri, y El borracho (1987), de Barbet Schroeder y protagonizada por Mickey Rourke, son filmes inspirados en su vida, y lo transformaron en el mismo tipo de ídolo que había sido Kerouac en su juventud. Un ídolo de la estética de la perversión, de la suciedad y la podredumbre.

Lo que pudiéramos llamar el «credo bukowskiano» está en el poema «Cómo ser un gran escritor»: tienes que templarte a muchas mujeres/ bellas mujeres,/ y escribir unos pocos poemas de amor decentes/ y no te preocupes por la edad/ y los nuevos talentos./ Solo toma más cerveza, más y más cerveza./ Anda al hipódromo por lo menos una vez/ a la semana/ y gana/ si es posible./ aprender a ganar es difícil,/ cualquier pendejo puede ser un buen perdedor./ y no olvides tu Brahms,/ tu Bach y tu cerveza./ no te exijas./ duerme hasta el mediodía./ evita las tarjetas de crédito/ o pagar cualquier cosa en término./ acuérdate de que no hay un pedazo de culo/ en este mundo que valga más de 50 dólares/ (en 1977)./ y si tienes capacidad de amar/ ámate a ti mismo primero/ pero siempre sé consciente de la posibilidad de/ la total derrota/ ya sea por buenas o malas razones./ un sabor temprano de la muerte no es necesariamente/ una mala cosa./ quédate afuera de las iglesias y los bares y los museos/ y como las arañas, sé paciente,/ el tiempo es la cruz de todos./ más/ el exilio/ la derrota/ la traición/ toda esa basura./ quédate con la cerveza,/ la cerveza es continua sangre./ una amante continua./ agarra una buena máquina de escribir/ y mientras los pasos van y vienen/ más allá de tu ventana/ dale duro a esa cosa,/ dale duro./ haz de eso una pelea de peso pesado./ haz como el toro en la primera embestida./ y recuerda a los perros viejos,/ que pelearon tan bien:/ Hemingway, Celine, Dostoievski, Hamsun./ si crees que no se volvieron locos en habitaciones minúsculas/ como te está pasando a ti ahora,/ sin mujeres/ sin comida/ sin esperanza…/ entonces no estás listo/ toma más cerveza./ hay tiempo./ y si no hay,/ está bien/ igual.

La marginalidad engendró en la obra de Bukowski algunas aristas que pueden resultarnos aún hoy polémicas, aunque ya estemos curados de espanto por la posmodernidad. Por ejemplo, su relación con las mujeres tuvo una intensidad ambivalente: no era capaz de prescindir de ellas, pero no les hacía tampoco ninguna concesión. Era lo que se decía de él cuando el escritor chileno Poli Délano lo entrevista en su casa de Los Ángeles en 1987. Te han acusado de machista, le dice. La respuesta que le da es la misma del «gran poeta» de uno de sus cuentos a su joven entrevistador, cuando le pregunta qué piensa sobre la liberación femenina: «En cuanto ellas se dispongan a lavar el auto, a empujar el arado, a perseguir a los dos tipos que acaban de asaltar la tienda de licores o a limpiar alcantarillas, en cuanto ellas se dispongan a que les vuelen las tetas de un balazo en el ejército, yo estaré listo para quedarme en casa y lavar los platos y aburrirme recogiendo hilachas de la alfombra». «Me acusan mucho por mis personajes favoritos», le dijo Bukowski aquella noche. «Si pinto a una mujer que es basura, las feministas se me echan encima, mientras que si pinto un hombre que es basura, no me dicen nada».

A pesar de estas afirmaciones amargas, amó al menos a dos mujeres que compartieron su vida estable y largamente. La muerte de la primera, con quien tuvo a su hija Marina, generó textos y poemas estremecedores. En una carta a John Webb en 1962 escribía: «Con respecto a la muerte de mi mujer el 22 de enero último, no hay mucho que decir, excepto que yo ya no seré el mismo. Quizá intente escribir sobre eso, pero está todavía demasiado cerca. Puede que siempre esté demasiado cerca. (…) Hoy estoy solo, casi afuera de todas ellas: de las nalgas, los pechos, los vestidos limpios como trapos nuevos en la cocina. No me tomes a mal, todavía tengo 1,80 y 90 kilos de posibilidad, pero yo podía mejor con la que ya no está».

Y uno entre muchos de sus poemas más citables, a mi juicio, titulado «Elogio al infierno de una dama»: Algunos perros que duermen a la noche/ deben soñar con huesos/ y yo recuerdo tus huesos/ en la carne/ o mejor/ en ese vestido verde oscuro/ y esos zapatos de tacón alto/ negros y brillantes,/ siempre puteabas cuando/ estabas borracha,/ tu pelo se resbalaba de tu oreja/ querías explotar/ de lo que te atrapaba:/ recuerdos podridos de un/ pasado/ podrido, y/ al final/ escapaste/ muriendo,/ dejándome con el/ presente/ podrido./ hace 28 años/ que estás muerta/ y sin embargo te recuerdo/ mejor que a cualquiera/ de las otras/ fuiste la única/ que comprendió/ la futilidad del/ arreglo con la vida./ las demás sólo estaban/ incómodas con/ segmentos triviales,/ criticaban/ absurdamente/ lo pequeñito:/ Jane, te asesinaron por saber/ demasiado./ vaya un trago/ por tus huesos/ con los que/ este viejo perro/ sueña/ todavía.

Es indudable que la etiqueta impuesta a Bukowski por sus contemporáneos se dejó llevar por la comodidad: era más fácil fijarse en su prosa agresiva y provocadora, directa y sucia, que en el mundo de reflexiones y códigos que manejaba en su poesía. Y fue también (lamentablemente) mucho más fácil de imitar. Si su imagen pública era tan traída y llevada (¿escritor que bebe o borracho que escribe?), qué podemos esperar de los juicios sobre su obra. Todavía hay quien afirma que Charles Bukowski es una abominación para la literatura… Por suerte él nunca pareció preocuparse mucho por la trascendencia.

La huella del realismo sucio es fácilmente rastreable en la literatura cubana. Aunque tuvo algunos anuncios notables como Matarile, de Guillermo Vidal, su explosión (pública) coincide con los cuentos publicados en los 90 por algunos de los llamados novísimos, sobre todo los pertenecientes al grupo de los “friquis”: Ronaldo Menéndez, Ricardo Arrieta, Raúl Aguiar, Verónica Pérez Konina, Ena Lucía Portela y José Miguel Sánchez (Yoss). Todos eran o habían sido miembros entre 1987 y 1988 del grupo conocido como El Establo, el cual se nucleó en La Habana alrededor del escritor Sergio Cevedo y tuvo la intención de subvertir el canon de la decencia «sinflictiva» imperante en las letras cubanas. La necesidad de mostrar zonas y temas de la marginalidad hasta ese momento vedadas justificó el uso del estilo bukowskiano en la narrativa de los noventa, pues con su tratamiento directo, casi brutal, lograron caracterizar a personajes de nuestro tiempo que no existían porque no tenían voz.

Como toda tendencia transgresora, el realismo sucio ha ganado defensores, imitadores huecos y detractores furibundos. Pedro Juan Gutiérrez y Zoe Valdés son hoy dos de los escritores cubanos más leídos en el mundo y a la vez los más cuestionados, no solo por las comunes razones de ética y estética, sino porque algunos se preguntan si es “justo” que los lectores de otras tierras crean que todos en Cuba hablan y viven en un perpetuo estado de marginalidad. ¿Hay que poner un límite al uso del lenguaje grosero? ¿Este debe servir solo para ubicar a un personaje en un entorno determinado, ergo lo demás es abuso de la grosería por la grosería? ¿Y si el abuso de la grosería se ha vuelto necesario para burlarse de la propia grosería? ¿Las palabras groseras no terminan siendo aceptadas hasta por la Real Academia cuando se incorporan definitivamente al habla cotidiana? ¿Qué puede ser peor: el lenguaje grosero o la grosería de las ideas?

Cualquier indagación en ese sentido, además de ser desgastante, no tiene aún ninguna consistencia: es el tiempo quien se ocupará de ubicar lo «sucio» donde corresponda. Poco le importaba a Bukowski el juicio de sus contemporáneos, la trascendencia, las poses de los escritores de éxito. Detrás de sus alardes alcohólicos y sexuales había un ser indefenso que parecía querer vivir solo para esperar la muerte. Ahí quedan sus textos y los de sus seguidores para que la posteridad siga haciendo su propio juicio.