Omar Martín Arboláez
África en el corazón reliogioso de los cubanos
Casi todos los mitos muestran con testarudez una inquietante capacidad para naturalizarse, para borrar la brecha del artificio y la arbitrariedad, y el mito de África no ha sido ajeno a esta circunstancia. La leyenda negra del continente viene a reproducir, a nivel simbólico, la apariencia de millares de hombres y mujeres barnizados por una espesa capa de melanina, «la marca bochornosa de la raza camítica», además de una cierta idea de impenetrabilidad, de salvajismo y de desconocimiento.
Del África ignota tenemos hoy testimonio a través de esos mapas imposibles, cubiertos de áreas vacías, de espacios indeterminados, rellenos solo mediante la imaginación. Wakanda es tal vez la última forma de esta apetencia, que comenzó a ser parcialmente superada en la modernidad a partir del impulso de la trata negrera y, más tarde, con la antropología decimonónica¹.
Ciertamente es triste la condición de un continente que ha tomado cuerpo ante los otros como víctima de la depredación. Aunque África compartió este destino con América Latina, su situación fue aun más terrible, pues en su caso las posibilidades más o menos frustradas de la independencia no se hicieron reales hasta los años 70 y 80 del siglo pasado. Los beneficios del autoconocimiento llegaron, en este sentido, tarde, y en su camino tuvieron que superar los obstáculos de un saber tarado por el racismo y el eurocentrismo. África incluso tuvo que lidiar con una herencia extraña, que hundía sus raíces en los territorios semiboscosos del sudoeste de Nigeria, en las landas del remoto reino del Monicongo, entre las selvas y las lagunas del Calabar; extendía su tronco trasatlántico, hacia el occidente, en busca del sol en fuga, y abría su ramaje en Las Antillas, o al otro lado del golfo, en las costas colombianas y en Yucatán².
Supongo que a los africanos no les resultó difícil identificarse en ese legado, aunque la imagen que les devolvía el espejo no era ya una mera calcomanía. El rostro había sufrido una transmutación. Si fuera permisible una metáfora racial, se podría decir que la tez de los herederos era más clara: el blanqueamiento se volvió un hecho; las narices se habían agilado y los labios, ahora más finos, no dejaban de ser, sin embargo, sensuales. Ahora Ochún y Changó eran mulatos lúbricos, redondos en su erotismo, y se imponían como un ideal antropológico de belleza para un «pueblo nuevo» que tenía en el entrecruzamiento, en la mezcla biológica, en el juego amatorio de negros con blancos, con indios, con chinos, con «sirios», la razón de ser de una «cultura otra».
Sin duda, la última década del milenio pasado fue el escenario de una suerte de careo cultural que tenía tanto de confrontación como de reconocimiento. Como en el típico sujet del hijo perdido y encontrado, ocurría una anagnorisis entre el progenitor y su descendencia, aunque para la fecha el nivel de transformaciones acaecido en el seno de la misma cultura yorùbá acreditaba mejor la idea de un reencuentro entre hermanos distantes hacía mucho tiempo. La reunión, además, producía un efecto inesperado, inusual, al interior del campo afrorreligioso cubano. De repente, muchos practicantes de la Regla de Ocha comenzaron a dirigir la mirada hacia África y a entenderla como almacén de una experiencia teológica más legítima, más cercana a la «original», a la vez que renegaban de su propia tradición, que había surgido como resultado de un intenso y meritorio proceso de supervivencia cultural, signado por el sincretismo y la transculturación.
Una de las primeras personas en tomar consciencia de este giro fue Lázara Menéndez³ -quien en 1997 se doctoraba en la Universidad de La Habana con la primera tesis dedicada íntegramente a las prácticas afrorreligiosas. Menéndez se refería a este fenómeno mediante el término «yorubización», que había entrado en uso tres años antes durante las sesiones del Primer Taller Internacional sobre los problemas de la cultura yorùbá en Cuba. La yorubización implicaba en efecto un retorno cultural al suroeste de Nigeria, además de un intento de recuperación consciente y sistemático de la ortodoxia ritual, del lenguaje y del corpus oraliterario de Ifá. Con ello, se pretendía eliminar la distorsión que la esclavitud introdujo durante la colonia, el sincretismo religioso que equiparaba orishas y santos católicos, y «las perversiones litúrgicas», como aquellas referidas a las misas de difuntos o al bautismo cristiano.
Lo que hacía particularmente interesante este fenómeno para Lázara Menéndez no era tanto su emergencia, o su irrupción, como el contexto en el que había surgido, una Cuba que, según sus propias palabras -y me voy a permitir una cita bastante extensa-, nunca había estado tan enterada respecto al continente negro:
‹‹Africa, en el imaginario popular cubano, no se manifiesta como tierra de promisión e identidad; tampoco ha existido históricamente una conciencia de retorno⁴ (…).
››No es usual que el cubano promedio -o incluso el que no lo es- pueda mencionar y ubicar más de tres ríos africanos, conozca de imperios tan importantes como el de Ghana (700-1200), Mali (1200-1500), Kanen-Bornu (800-1200), Monomotapa (1450-1800), de las hazañas de Mansa Musa o de una ciudad tan extraordinaria como Tumbuctú. Entre 1886, año de la total abolición de la esclavitud en Cuba, y el inicio de la colaboración entre Cuba y Angola transcurrieron años de desconexión popular con el continente africano, aunque no carecimos de una pertinaz y distorsionada llovizna informativa que incentivó, también por años, una imagen de Africa ligada a Tarzán, Juana y la mona Chita, transmitida principalmente a través de la radio, el cine y las tiras cómicas.
››En la Regla de Ocha-Ifá la imagen de Africa que se transparenta es también débil; prácticamente se reduce a mencionarla como el lugar del origen remoto. Muy pocos religiosos conocen los hábitos, costumbres, normas éticas, educativas, filosóficas y el protocolo ritual pertenecientes a la cultura yoruba-nigeriana. En fin de cuentas, existe un conocimiento muy reducido, y en no pocas ocasiones tergiversado, de la cultura de la cual aceptan descender. Históricamente no hemos contado con una abundante y asequible información sobre la población yoruba y su cultura (…).
››En la interioridad de la práctica santera no he detectado, entre los indicadores empleados por los religiosos para prestigiar la labor de un igboro (iniciado en la religión), el conocimiento que sobre Africa, la cultura y la religión yoruba tenga una iyalocha, un babalocha o un babalao. Importa su eficacia en la solución de problemas diversos, porque se privilegia el carácter instrumental del ejercicio religioso; se prioriza el saber activo ligado al conocimiento y dominio de «tratados» -fórmulas mágicas o no- empleados para conseguir la solución buscada. Es significativo el valor de la «decencia», entendida como la ausencia de intención lucrativa en el ejercicio religioso, la observancia de ciertas normas de convivencia y el cumplimiento de preceptos éticos emanados de la práctica ritual, en virtud de la función normativa y de regulación de la proyección individual del sujeto››.
Indudablemente, la yorubización implicaba una fractura, una discontinuidad incómoda que ponía en crisis no solo el estatuto de la Regla de Ocha como evidencia de la creatividad cultural de los esclavos africanos en la isla, sino que también implicaba una asunción, o al menos una serie de presunciones difíciles de sostener. En última instancia, se trataba de involucrar a la práctica una férrea voluntad cognoscitiva con el objetivo de adentrarse en los caminos de una liturgia diferente, de una teología otra que retificaba su legitimidad en el mito del origen. En segundo lugar, imponía un reto fáctico: asumir una cultura bastante distinta, vivirla en toda su amplitud y complejidad, y no solo conocerla. Y esto ya era en sí una tarea titánica.
En tercer término, la yorubización abría las puertas a un enloquecido modelo fundamentalista que no parecía provenir ni siquiera de Lagos, de Abéòkúta o de Èkìtì. Hablo de un fundamentalismo que no hallaba su inspiración en los que podríamos llamar «los portadores originales del culto», sino en la cohorte inquieta de sus autodenominados discípulos, una falange agresiva en la intensidad de su enunciación, que parecía repetir sin muchos pudores esa actitud que, con algo de sorna, denominamos «ser más papistas que el Papa». Tal como si los apóstoles pretendieran ser más hijos de Jehová que el mismo Cristo, los practicantes del tradicionalismo nigeriano de este lado del Atlántico han introducido en la filosofía yorùbá esa misma aspiración a la universalidad que inspira, por ejemplo, al catolicismo, pero que no está inscrita en los marcos religiosos africanos5, y que, por lo tanto, revela de algún modo el carácter inauténtico de su credo.
Creo que para entender esta afirmación habría que detenerse un tanto en algunos de los aspectos diferenciadores que signan la forma de la tradición judeo-cristiana frente a otras manifestaciones cultuales. Rajiv Malhotra, en su libro sobre el discurso dhármico6, nos da algunas claves para penetrar en este retículo, unas claves que aunque referidas a la religiosidad india son aplicables a la creencia en los orishas, quizás por esa misma similitud interna que enlaza subrepticiamente los distintos avatares de la otredad. Para Malhotra la tradición judeo-cristiana se distingue en primer lugar, frente a otros credos, por ser una tradición histórico-centrista, que subraya la necesidad de fijar y circunscribir el culto a un espacio geográfico específico (en este caso, el suroeste de Nigeria, su fauna y su flora) y a una textualidad bien definida y autorizada (en este caso, el Ifá nigeriano frente al afrocubano). Otro rasgo del universalismo judeo-cristiano se asocia a la producción de una unidad sintética frente a la integración típica de los cultos más abiertos propios del politeísmo. En el caso del tradicionalismo yorùbá de aquende el Atlántico, la búsqueda de una síntesis se aprecia muy claramente en la voluntad de concebir el culto a los orishas en Nigeria como una unidad coherente, sin fisuras, aun cuando la aparición de abismos separadores en la praxis litúrgica en el propio Yorùbáland, establece una pauta de legitimación y aceptabilidad para la variante afrocubana.
Un tercer elemento de distinción se ofrece allí donde la tradición judeo-cristiana aplicada sin cortafuegos al tradicionalismo nigeriano se revela como una ansiedad frente al caos. Lo caótico, en este caso, estaría relacionado en lo fundamental a lo sincrético y al carácter básicamente pragmático del culto en Cuba, que también demuestra en la historia de su desarrollo, una especie de apetencia sin freno hacia lo otro, hacia lo que pudiera mostrarse como asimilable, indistintamente del fondo cultural del que procede. De hecho, en «el caos afrocubano» cabe la brujería china y la tradición mistica del cabalismo; caben las brujas isleñas y los magiares; caben el espiritismo científico y las misas de difuntos. Por último, el nuevo tradicionalismo padece la misma dificultad que la tradición judeo-cristiana en cuanto a la digestión cultural a partir de la traducción. Al menos este es el primer problema que supone el retorno al yorùbá hablado por las comunidades autóctonas: parlotear no solo un dialecto entre muchos dialectos, sino absorber el modelo del mundo que soporta esa lengua, sin concesiones al background cultural que como occidentales poseen de modo innato los nuevos yorùbás trasatlánticos.
No pretendo en este artículo discutir la viabilidad del tradicionalismo yorùbá en Cuba o Latinoamérica, lo que ya ha sido intentado con mayor o menor éxito por otros7, sino llamar la atención sobre el compromiso epistemológico que representa tanto escribir sobre la Regla de Ocha como asumirla como modo de experimentar lo sagrado. África siempre vivió en el corazón religioso de los cubanos, pero su sobrevida allí se asimilaba más a una suerte de contrapunteo musical, a un latido de fondo, mientras en la superficie la síntesis novedosa transformaba el perfil de un culto hasta volverlo intensamente cubano. No en balde Cintio Vitier reconocía, en uno de esos textos mitopoyéticos de la insularidad, que un negro cubano se parecía más a un blanco cubano que a un negro de África8.
El nuevo reto se conventraba entonces en la necesidad de defender el legado afrocubano, precisamente porque en él han estado cifradas varias claves de la identidad nacional, sobre todo cuando se constata -como hizo Lázara Menéndez-, que los inesperados promotores de esta vuelta al tradicionalismo aspiran a borrar cada rasgos de cubanidad, de color local, en la religión, a la vez que defienden una africanía débil, folklórica9. Me refiero a la dificultad de ritualizar la cotidianidad nacional desde la liturgia yorùbá, y llevar a cabo acciones con significado religioso en ese marco, pero totalmente asémicas o incluso contraproducentes, en el contexto cubano. Porque, ¿cómo se puede ser tradicionalista yorùbá sin realizar ceremonias claves dentro de esta cosmovisión como el Esentaye10, o la circuncisión masculina y femenina, o sin nombrar a los niños desde la típica costumbre yorùbá de la triple denominación a partir del oríkì, el abiso y el oruko amutorunwa11, o sin festivales para los ancestros? O ¿cómo se podría desear el tradicionalismo a sabiendas de que algunas costumbres yorùbás son francamente polémicas y generan noticias a diario, como el abusivo trato que algunos padres dan a los niños àjé12, o los altos índices de criminalidad y corrupción entre los Ògbóni13, o esos informes más o menos inconveniente sobre el ritualismo monetario14?
El deseo de retomar la práctica en un sentido puramente africano -con sus defensores y enemigos15-, ha supuesto desde el principio dos imperativos básicos para los religiosos y los académicos: mirar hacia dentro, hacia Cuba, abandonar la comodidad y la simpleza de los estudios16, y luego dirigir la mirada hacia fuera, hacia África, desde una seriedad y un respeto mayúsculos. Hacia Cuba porque se trata de dar respuesta a la pregunta esencial que ha acosado durante casi tres siglos a la intelectualidad cubana, la pregunta sobre quiénes somos y cuál es nuestro «destino». Y hacia África porque cifrar lo que nos identifica, lo que nos diferencia, e incluso lo que nos hace semejantes, lo que nos acerca, es tan vital como conocer lo que realmente sucede allá: la forma in situ de la creencia. Subsiste ahí, por supuesto, una garantía de respeto. Solo así uno puede estar seguro de que nadie podrá falsificar un patrimonio intangible de más de medio milenio de antigüedad.
Supongo que hoy, casi como en ningún otro tiempo pasado, el mito del África ignota, del continente negro, puede y debe ser vencido. África es, de algún modo, un reto que cuestiona nuestra identidad latinoamericana en muchos niveles, al punto que sobre su historia, sobre la importancia de conocer a sus hombres y mujeres, se podría aplicar sin temores una paráfrasis del dictum martiano de «Nuestra América»: para nosotros será siempre más vital aprender de los tropiezos y las hazañas de Oyó, de los reyes de Mali, o de los grandes comerciantes del imperio de Shongai, antes que alcanzar alguna erudición sobre la vieja y distante Grecia. Se necesita entonces paciencia y dedicación, pero sobre todo, sentido del compromiso. Ha llegado el momento de superar los recelos, de acercarse con profundidad a los estudios sobre el campo afrorreligioso, un área repleta en la actualidad de amateurs17, pues solo a partir del acceso a este conocimiento se llega sin cortapistas al saber africano, un saber que también propone la dignidad plena del hombre.
Notas:
* Intenté un texto ortodoxo pero me salió esta especie de cuerpo enfermo erizado de notas como carcinomas. Sin embargo, no lo cambiaré, pues creo en el peso de estas notas inflamadas y en el valor de lo que ofrecen: una radiografía de mi modo rizomático de pensar. Ellas son, además, un guiño intertextual a Elvia Rosa Castro, que hace unos años atrás casi me llevó al éxtasis con su libro de hipervínculos sobre arte cubano.
¹ Las primeras «etnografías» sobre los pobladores de la costa atlántica de África nacieron en los registros de los comerciantes de esclavos, quienes llevaron a cabo con minuciosa atención la tarea de clasificar sus mercancías humanas. De estos recuentos surgieron la prodigiosamente larga lista de etnónimos, el resumen de las virtudes y defectos de cada tipo de esclavo, además de diversas cartografías. De igual modo, los primeros estudios antropológicos sobre las culturas africanas ofrecían a las potencias imperialistas datos sumamente interesantes para ejecutar metódicamente el etnocidio.
² Un buen compendio analítico sobre la expansión de la cultura yorùbá en América Latina esta disponible en el tomo The Yoruba diaspora in the Atlantic Would, editado en 2004 por Toyin Falola y Matt D. Childs para la Indiana University Press. También en Dianteill, Erwan (2002): «Desterritorialization and Reterritorialization of the Orisha religion in Africa and the New World (Nigeria, Cuba and the United States)», en International Journal of Urban and Regional Research, vol. 26.1, Marzo, pp. 121-137. Otro texto digno de mención es, indudablemente, «Orishas on the tree of live: an exploration of creolization between afro-diasporic religions and twenty century Western occultism», de R. Christopher Feldman (2012), quien analiza, como indica el título, las bifurcaciones del culto yorùbá en Latinoamérica y su hibridación con las tradiciones cabalística como la cartomancia. Disponible en:
³ Ver, al respecto, su artículo: «¡¿Un cake para Obatalá?!», primero publicado en la revista Temas y disponible también online en La jiribilla:
⁴ Las estadísticas sobre el retorno de ex esclavos en Cuba hacia África son más bien escasas; sin embargo, los números existen. De acuerdo a Robin Law, la mayoría de los africanos que regresaron a Yorùbáland desde la isla tendieron a asimilarse no ya a comunidades endémicas, o a aquellas poblaciones a las cuales habían pertenecido antes del viaje trasatlántico, sino a los poblados que fundaron los ex esclavos brasileños. Este curioso proceso es analizado en: «Yoruba liberated slaves who returned to West Africa», en The Yoruba diaspora in the Atlantic Would (2004): (Toyin Falola y Matt D. Childs, eds), Indiana University Press, pp. 349-365. Los ex esclavos yorubas en Cuba decidieron ser, por el contrario, isleños, y esa voluntad fue muy bien expresada por la apertura religiosa que le permitió a los primeros rellollos y criollos el ser iniciados en el culto. Se sabe incluso de viajes de ida y vuelta, a través de los cuales algunos sacerdotes fueron a África en busca de atributos religiosos con los que retornaron a la isla, como en el caso de la Ìgbà Ìwà Odù, imprescindible en la liturgia de ordenación de un nuevo babalawo, y que en Cuba fue rebautizada como Olofi. Este viaje de rescate se le achaca indistintamente a personajes como Eulogio Gutiérrez o Joaquín Cádiz. Al respecto, se podría consultar a Natalia Bolívar (1990): Los orishas en Cuba, Unión, La Habana, o a Lioba Rossbach de Olmos (2014): Cruces y entrecruzamientos en los caminos de los orishas: tradiciones en conflicto, Indiana, 31, Ibero-Amerikanisches Institut, Stiftung Preußischer Kulturbesitz, ISSN: 0341-8642, pp. 9-107.
5 Un buen ejemplo de ello lo da Wande Abímbólá en la famosa entrevista que le concedio a Ivor Miller, y que luego fue publicada como libro. El prestigioso babalawo y académico yorùbá explica que, en el caso de un cliente que en la adivinación viene con el signo oracular Otura méjì, se lo podría aconsejar que se convierta en musulmán, pues en esa fe se supone que encontrará las condiciones propicias para su realización personal. Los sacerdotes yorùbás han atendido durante años a personas de creencias protestantes o de fondo islámico, sin la pretensión de influir en ellos o inclinarlos a una conversión religiosa. Ver: Wande Abímbólá e Ivor Miller (1997): Ifa will mend our broken world, Roxbury: Aim Books.
6 Ver: Rajiv Malhotra (2013): Being different. An Indian challenge to Western Universalism, Harper Collins, United Kingdom.
7 Los nuevos estudios antropológicos sobre la Regla de Ocha hace rato ya deben comenzar a adentrarse en lo que se ha llamado «etnografía digital». El hecho es que la expansión de la práctica afrorreligiosa fuera de las fronteras nacionales ha traído aparejada la proliferación de una espesa red de comunicación sobre santería y tradicionalismo en la red 3.0. En este nuevo contexto, el espacio de la polémica ha sido capitalizado por algunas figuras interesantes, como el ya fallecido Leonel Gámez, Ocheniwo (ibae layen tonu) y el Águila de Ifá, un anónimo babalawo. En colaboración, este duo ha escrito varios libros sobre Regla de Ocha-Ifá y, lo que es más interesante aún, han producido una suerte de «apologética» en tres tomos de la corriente afrocubana, la cual titularon, con algo de picardía: Defendiendo nuestras tradiciones. Estos, y otros libros de la autoría de ambos, están accesibles para descarga en el sitio Iworos.com.
8 Cintio Vitier (1970): Lo cubano en la poesía, Letras Cubanas, La Habana, p. 433.
9 La razón para volverse africanista es cuando menos confusa. Uno de los pilares actuales de este giro es nada menos que Frank Cabrera, un babalawo habanero conocido en toda la comunidad afrorreligiosa cubana como Frank Ogbè ṣe, quien creció como sacerdote bajo la sombra de uno de los paradigmas de la tradición afrocubana: Miguel Febles Padrón, Odi ká (ibae layen tonú) (ver Rossbach de Olmos, 2014), y quien, por lo tanto, «debería ser» un baluarte de lo afrocubano. Sin embargo, Menéndez da una posible explicación para esta vuelta en tanto la interpreta como ‹‹la evidencia de una influencia del ejercicio santero procedente de Puerto Rico y de los Estados Unidos, lugares en los que algunos omo-ocha (hijos de santo) han vuelto sus ojos hacia Africa con la intención de obtener información, legitimación y algunas cosillas más para las prácticas que realizan›› (ver ¡¿Un cake para Obatalá?!). La superficialidad de esta asunción ha sido, en este sentido, señalada con bastante insistencia por Osheniwo y Águila de Ifá en el tomo primero de Defendiendo nuestras tradiciones (disponible en Iworos.com).
10 La traducción para este término sería algo así como «primeros pasos en la tierra» y se trata de un rito definitorio dentro de la práctica de Ifá en el tradicionalismo yorùbá. Mediante ella se define el signo oracular o odù Ifá que regirá la vida del recién nacido, y por lo tanto, tiene la misión de establecer pronósticos y tabúes (eewos) en la existencia individual del sujeto. En el rito afrocubano hay algo parecido al Esentaiye, una ceremonia conocida como «mano de Orula», aunque tratar de establecer paralelismos sería imposible.
11 Los niños yorùbás pueden recibir, al ser nombrados por sus padres, al menos tres nombres: el oríkì, algo asi como un epíteto que recuerda en cierto modo los nombres que reciben los sacerdotes afrocubanos cuando son ordenados (por ejemplo: Adé lọla; recuerdo a una cierta joven yorùbá que conocí hace unos años que había sido nombrada así por sus padres: «la corona porta el honor»); el abiso, o nombre común (aquella muchacha se llamaba «Sun», sol en inglés, el segundo idioma hablado por los yorùbás); y el oruko amutorunwa, un nombre determinado por las características específicas del nacimiento (por ejemplo: el niño nacido el 1ro de enero se llamará Abiodun, el primer gemelo se llamará Itawo, el segundo, Kahinde; el que nace luego de los gemelos se llamará Ìdòwú; el que nace con el cordón umbilical enredado entorno a la cintura, Erinlè; el que nace en zurrón, Òkè, etc.)
12 Los niños àjé forman parte de las creencias tradicionales respecto a las Aje, o sea, los poderes procreativos específicos de las mujeres, y que pueden ser entendidos como una suerte de hierofanía de la fecundidad universal. Como poder entendido en su máxima expresión el aje puede involucrar aspectos creativos positivos y/o negativos. En este sentido, los niños àjé se perciben como niños dotados con poderes especiales y nefastos que pueden atraer determinadas desgracias sobre sus familiares, como la muerte, la infecundidad de la madre o el atraso económico en general. Ifá, sin embargo, posee un conocimiento clínico que permite identificar a estos casos y tratarlos con la medicina mística precisa, aunque en algunas ocasiones los padres deciden ahorrar dinero y abandonan al niño en alguna comunidad remota. Ojo: esto sucede en la actualidad, y para confirmarlo solo es necesario registrar las noticias sobre casos de abusos a niños àjé o sobre los albergues abiertos en Nigeria por distintas ONGs para cuidar de ellos.
13 Los Ògbóni son una de las sociedades secretas más poderosas de Nigeria. Tienen su origen mítico en el signo oracular o odù Ifá Bàbá Òfún méjì (también conocido como Oragun), donde se cuenta que el núcleo ògbóni fue fundado para resolver las tensiones y conflictos entre los hijos del personaje protagonista del ciclo legendario que se ubica en ese nicho del corpus. En los tiempos precoloniales de Yorùbáland, el papel de los Ògbóni era sin duda inconmensurable, pues constituían una suerte de hermandad en cuyos hombros descansaban las funciones judiciales y los cultos de Egungun: la divinidad de los antepasados. En especial, los Ògbóni eran los custodios de Ẹgbẹ Ọrọ, y una vez que la bramadora (bull-roarer) de Ọrọ comenzaba a zumbar, los miembros de la cofradía estaban autorizados a prender a todos los que violaran el toque de queda. De estos remotos miembros de Ògbóni, en Cuba tenemos la memoria de José Antonio Aponte, quien, según José Luciano Franco, pertenecía a esta sociedad. En los tiempos actuales, los Ògbóni han sido frecuentemente acusados de corrupción, violencia y otros cargos igualmente escandalosos.
14 Sobre la existencia entre los yorùbás del «ritualismo monetario (money ritualism)» existen pruebas históricas. Se sabe que en los tiempos precoloniales víctimas humanas eran sacrificadas en algún cuerpo fluvial a la divinidad de la Riqueza (Aje Saluga), con sus cuerpos completamente recubiertos de cauríes (Cypraea monata). En la actualidad, en Nigeria se han conducido investigaciones policiales (impulsadas por diversas denuncias) respecto a la posibilidad de la práctica de este tipo de sacrificio.
15 Ver, en especial, Lioba Rossbach de Olmos (2014): Cruces y entrecruzamientos en los caminos de los orishas: tradiciones en conflicto, Indiana, 31, Ibero-Amerikanisches Institut, Stiftung Preußischer Kulturbesitz, ISSN: 0341-8642, pp. 9-107.
16 Casi por curiosidad he revisado varias tesis de graduación de la Licenciatura en Estudios Socioculturales de la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas, y en algunos casos asombra la diáfana ignorancia que, sobre la cultura afrocubana, demuestran tesiantes y tutores. Sobre todo, se percibe un reciclaje informativo espeluznante y una falta de profundidad bastante evidente en el tratamiento de temas como el género, que en la religión afrocubana puede y debe ser el objeto de largas y muy sutiles reflexiones. No todo es tan claro como el agua, y ni Oggún es en todos los casos un macho cuadriculado, ni Ochún es la zata por excelencia.
17 Confieso que esta afirmación es, cuando menos, injusta, pues no reconoce la labor meticulosa de una decena de investigadores cubanos que, en la actualidad, investigan y escriben sobre el campo afrorreligioso. Sin embargo, es al menos sincera en cuanto es fiel a la insoportable incomodidad que se siente cuando se compara la futilidad de muchas investigaciones conducidas por cubanos frente a la profundidad y el interés que suscitan los libros escritos por extranjeros. A este dolor chovinista se agrega la «ilegibilidad» de mucho de lo escrito por nacionales, que en ocasiones carece de estilo o incluso de gramática. Supongo que las incorecciones no sean solo culpa de autores poco diestros en las letras (a fin de cuentas, cuando uno lee, por ejemplo, El manual del Oriaté, de Nicolás Angarica, es posible percibir una voluntad de escribir bien que encanta, aunque no esté lograda siempre), sino también de editores osiosos. Adolfo Colombres, en su antropología de la literatura oral, insiste en que el registro escrito de la oralidad debe hacerse desde la corrección lingüística, pues esa es la primera vía para garantizar un respeto hacia la voz del otro.