Lil María Pichs Hernández


Conversación con un hombre de la tierra

El taller respira libertad. Frente a la pared izquierda, repleta de maquetas, de esbozos de monumentos que no se han hecho jamás, -recuerdos tristes de la carencia o la dejadez humana, y aún más: promesas de futuros encargos, de futuras empresas de trabajo febril y sueños recuperados-, se extiende el taller; y entre molduras, cabillas y sacos de cemento, apenas hay espacio para el hombre que esculpe.

Presidiéndolo está la maqueta de Guaicaipuro, versión de la gran pieza que, a la espera de su inauguración oficial, aún ocupa el espacio del portal, enorme y enérgica, como el héroe que representa, aquel que es como el Hatuey de la Venezuela, antaño pesadilla de españoles, y hoy símbolo de resistencia y dignidad americanas. Y poco más abajo, destacando en la pared principal, a la derecha está colgado el relieve de bronce de un prócer de Antigua y Barbudas, cuyo original está en el Malecón de allá; a izquierda, junto a la maqueta de aquel huracán terrible al que sobreviven los brazos apretados del pueblo prudente, justo como en el monumento que da la bienvenida a las Oficinas de la Defensa Civil, entre el Cristo y la Comandancia del Che… ahí, junto a esa maravilla en miniatura, atrae más a los ojos, la primera maqueta del Martí de la Tribuna, ese de gesto acusador, protector incansable del niño tranquilo; y al centro, en el sitio de honor, entre dos palomas blancas, una hecha por su maestro, y otra hecha por su hijo, tiene el escultor una foto de familia, junto a una florecilla roja.

Agradecer es un gusto. En la misma mesa tiene el escultor una docena de estatuillas de las que, a pedido de su padre, más se ha dado a replicar y obsequiar. Como su original, gigante y transgresor, las estatuillas apuntan, denunciantes, a la noción de un monumento, que, de tan noble, aun no ha podido hacerse, apuntan a una maqueta que masones encargaron alguna vez para Céspedes.

“Este Céspedes no se ha hecho. Es una propuesta que hay, una idea que ha quedado así. A veces sucede, que hay ideas que se quedan guardadas, y buen día aparece la manera de realizarlas… Aquí cerca de la Plaza de la Revolución hay una avenida que se tiene el nombre él. Y hay un espacio, como un cuchillo cubierto de césped, con árboles y todo eso, ideal para un monumento… La maqueta está llena de símbolos masones, y el más claro es que, una vez en su sitio, Céspedes señalará la salida del sol”.

“¿Con qué lo haría?, cemento y polvo de piedra. Este es un material muy bueno. Queda como una piedra, pero es… barato -Y ríe- Es barato… con esto no quiero decir que vaya a disminuir la calidad del trabajo: hay monumentos en el mundo de tremenda relevancia que están hechos con ese material. Incluso a veces yo prefiero no utilizar el bronce y utilizar este material porque me resulta, como en el caso del monumento a Celia, por ejemplo, como más cercano a la persona. Es la cosa de la tierra. No el bronce. A Celia yo no la concibo de bronce”.

El escultor repasa las historias que guarda cada palmo del taller, permite las fotos y las preguntas, cuenta anécdotas y peripecias, cuenta de su hijo y cómo le gusta también la escultura, cuenta de la importancia del trabajo duro, de la ética y el respeto. Habla de la historia, de lo que queda por hacer, de las grandes deudas de los cubanos con las generaciones precedentes. Se le van iluminando los ojos. Se hablaba de Martí.

“¿Esa maqueta? Aquello fue también una propuesta que se hizo hace muchísimo tiempo porque se quería hacer una escultura de Martí en Dos Ríos, ecuestre. Y al final no se hizo… No sé… parece no, no hubo una coordinación…”

En sus décadas de trabajo, decenas de monumentos el escultor a dedicado a Martí, sea porque el rostro del Apóstol protagoniza la pieza, sea porque una línea de su ideario acompaña el conjunto o ilumina la tarja, sea porque la pieza se ha de colocar, como regalo, en una escuela, en un hospital, o en algún otro lugar sagrado.

Sus obras comparten el universo con las de muchísimos otros artistas, de los cuales gran parte también han puesto de sí en obras martianas; martianas por su fin, por su filosofía, por su contenido. Y tantos de ellos, como el escultor, han pensado en el momento aquel del 19 de mayo en Dos Ríos…

Esculpido quedó, congelado en el tiempo, en esa versión de Anna Hyatt Huntington de la caída de Martí en combate. La esculpió con 82 años, para luego no volver a hacer otra gran estatua ecuestre. En el lienzo quedó también: en la tela herida, destruida en su arrebato por el propio autor, Valderrama, a los 25 años (“La muerte de Martí” en Dos Ríos, 1917); en los oleos etéreos de Carlos Enríquez, que aun corren indetenibles componiendo el raptado de Martí por esas dos musas azules, tal vez espíritus de sendos ríos (“Dos Ríos”, 1939); o bajo la lluvia de corazones palpitantes y venosos, al pie de la palma nueva de Alicia Leal (“La muerte de Martí”, 1998); o en el Martí desnudo, sobre el caballo alado que en pleno galope vio Bonachea (“Cuando la muerte sedujo al maestro”, 2001); o en ese instante cálido e irrepetible en el que Martí abre los brazos y ve su espíritu írsele al vuelo, junto a las impredecibles pinceladas de Bullaudy (“No se conquista la vida sino con la muerte”, 2010). Incluso en la ternura infinita del Martí soñado por Oliva, abrazado por las niñas anhelantes, lejos de los trotes y los caballos y la guerra, se percibe la nostalgia de la pérdida, la inevitabilidad de la partida, la cercanía de la muerte.

A caballo lo pensó el escultor, a caballo lo modeló en la maqueta para el encargo de Dos Ríos. Está ahí, en el rincón del taller, junto a la maqueta de José Maceo. Pero el caballo de este Martí no galopa, y el jinete no agoniza por el impacto de la bala, ni se inclina, ni se tiende, ni cae, y el espíritu no se le sale, ni viene nadie a besarle, y no hay plantas, ni flores, ni estrellas… El Martí del escultor se eleva entero, caballo y todo, con sus cuatro cascos. Qué reto de diseño y de ingeniería el de este Martí elevado, llamado por los cielos, con todo y caballo.

“Porque a Martí yo nunca me lo he imaginado cayendo. Y no lo quería hacer cayendo ahí en Dos Ríos tampoco. Lo quería hacer elevándose. Y que el caballo se elevara. No está todavía logrado, pero yo quería buscar la forma de que estuvieran en ascenso”, dijo al fin Andrés González.

Y en ascenso sigue ahí, la maqueta que dormita, el proyecto inacabado, la idea de un Martí que se eleva, más allá de la frustración de la muerte anticipada, del supuesto sosiego de la inmortalidad alcanzada. Tan vez flote sin dirección un día, cuando en el reino de este mundo no quede grandeza que conquistar. Hasta entonces se elevará, y con él, nosotros, mientras haya sacrificios que hacer, batallas que dar. Eso andaba pensando yo, mientras continuaba conversando con aquel hombre de la tierra.