Raúl Flores


El mejor de todos los mundos posibles

En lo particular, aún no he leído 1984 pero, en cambio, sí leí Refugiados (Casa Editora Abril, 2024). No podría recomendar, por razones obvias, la lectura de uno, pero sí del otro. Para aclarar: recomendaría Refugiados, aunque estoy seguro de que el noventa por ciento de los encuestados invertiría dicha selección. Pero estoy igualmente seguro de que el noventa por ciento de los encuestados no han leído la obra que fuera merecedora del premio Calendario de ciencia-ficción en el año 2023, sino, tal vez otra sería su respuesta, otra la historia a contar.

En este caso, la historia a contar (entendida como trama) resulta fácil de entender. Engañosamente fácil. Presupuestos universales, conflictos de clase, amor filial, ese tipo de cosas. Además, las narraciones basadas en torno a mundos distópicos suelen ser parecidas. Engañosamente parecidas. Atractivas en su lectura para el público en general. A todos nos gusta leer sobre ese tipo de sistemas sociales que marchan mucho más mal que el propio que nos ha tocado en suerte vivir. Sentimos tal vez de esa manera que vivimos en alguno de esos múltiples mundos posibles que logran ser mejores en comparación con otros. Hay gente siempre peor que uno, dicen por ahí, y no lo dice cualquiera, sino que lo plantea Martha Acosta Álvarez, en las páginas de su volumen.

Para los neófitos o desconocedores del término, una distopía es lo contrario a una utopía, y una utopía es ese mundo idílico descrito por el filósofo Tomás Moro en el que todo va admirablemente bien. Las distopías representan a sistemas de gobiernos totalitarios combinados en su atmósfera ficcional a veces con paisajes postapocalípticos y desastres ambientales; en estos  escenarios usualmente nada va bien y ni siquiera hay mipymes para suavizar la cuestión.

En el caso del libro de Martha Acosta, dos tramas paralelas (las cuales, al igual que plantea el teorema de Lobachevski, no llegan a tocarse aunque se intuye que lo harán en un futuro inmediato) recrean la distopía desde, literalmente, mundos enfrentados: uno desde una Tierra abandonada por los dioses, llena de refugiados gobernados por máquinas, comida caducada, lluvias ácidas y movimientos de resistencia, y otro desde una nave que orbita el planeta, en la que un grupo de elegidos (además de una cohorte de individuos menos favorecidos) espera regresar a su lugar de origen sin mucho apuro que digamos, una vez que se haya solucionado la situación ambiental.

El anterior comentario respecto a la novela 1984 de George Orwell responde a criterios que he leído donde se compara esa obra con la que mencionamos ahora. Esto de las comparaciones puede ser terreno peligroso pues suelen prefijarse contrastes de semejanzas y diferencias entre una y otra obras, con frecuente desventaja para el texto de más reciente factura editorial, el cual usualmente aún no ha logrado insertarse dentro de un canon crítico que lo valide y respalde ante el público lector.

Recurro entonces a la comparación sin ánimo peyorativo, como método para que el posible lector identifique ciertos patrones en la obra que remitan a otras que pueda haber disfrutado. Más que 1984, creo que Refugiados en su espíritu y ciertos aspectos de su desenvolvimiento narrativo se acerca al universo postapocalíptico de La carretera de la autoría del norteamericano Cormac MacCarthy, tanto en su versión fílmica como en la escrita. Ambos libros comparten el mismo sentido de desesperanza, de todo-está-jodido-y-nadie-vendrá-a-arreglarlo. En los dos, la luz al final del túnel es débil y endeble al extremo, de ser casi inexistente, y la naturaleza se ha tornado en algo inhóspito y abrasivo para la supervivencia de la vida humana. En las dos obras, una pareja de padre-hijo (madre-hijo en el caso de Martha) divaga por un escenario postapocalíptico buscando algo parecido a la supervivencia. Finalmente, en los dos textos, los personajes no poseen nombre mediante el cual poder llamarlos. El anonimato es la palabra de moda en cuanto a distopías se trata.

Sin embargo, la obra de Martha Acosta no resulta epígono de nadie, y mucho de Cormac MacCarthy o de George Orwell. Es la suya una escritura sumamente original, con personajes bien dibujados, poseedores de pasiones y sentimientos claramente definidos, y con los que el lector puede identificarse sin interferencia alguna, y esto remite a ese trasfondo humanitario y de verosimilitud ficcional que la verdadera literatura debe dejar siempre en aquel que lee.

Martha Acosta no es ajena a este tipo de redacción sobre mundos totalitarios: su anterior novela La periferia, publicada en 2018, puede casi leerse como una precuela a Refugiados. Allí también hallamos a chicas inflables de vinilo que transpiran sexo artificial, gobiernos paramilitares y cámaras de televisión que registran los actos de los habitantes de la ciudad; inserta en una guerra mediática y fantasmal contra otra ciudad.

Refugiados, por su parte, resulta ser una pequeña gran novela plena de silencios ensordecedores. Es tan importante aquí lo que se dice como lo que se queda por decir. El horror, la vacuidad, el desconcierto del día a día de protagonistas inmersos en un silencio tan grande como un planeta desgarrado, y tan amplio como las múltiples galaxias del universo en su silente choque de supernovas a todo lo largo de la creación. Ese silencio se ve atravesado por las ráfagas de la guitarra de Slash, por los acordes de la fría lluvia de noviembre de los Guns n´Roses, y se nos hace familiar, cercano. Accesible.

Otras historias subterráneas laten dentro de los intersticios que Refugiados nos deja entrever. Otra pléyade de novelas y cuentos esperan ser narrados para ampliar este mundo ficcional en el que madre e hijo se hallan insertos en un movimiento de resistencia contra las máquinas después de deambular por la naturaleza inhóspita, o para conocer más sobre el devenir de la nave de elegidos que orbita la Tierra para esperar tiempos mejores y devolver a su lugar de origen a esos otros seres humanos, también refugiados, aunque a otro nivel de lectura interpretativa.

¿Es Refugiados una obra que dejará huella en el canon literario nacional? Eso solo el tiempo lo dirá, pero creo que posee las herramientas necesarias para la tarea. Su lectura trasciende géneros y puede ser disfrutada y entendida hasta por aquellos que no siguen o se complacen con la ciencia-ficción dura, las space operas, el cyberpunk o fantasías épicas al estilo Game of Thrones.

Como todas las distopías, este libro resulta ser una advertencia para evitarnos este tipo de futuro. Como lectura, resulta altamente entretenida, mas, como advertencia para tiempos venideros, es invaluable. A todos nos deleita pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y creo que a nadie le gustaría para sí o para sus hijos ese futuro oscuro que Martha Acosta deja vislumbrar en las páginas de su pequeño gran libro: ese tiempo de lluvias ácidas, comidas caducadas, totalitarismo represivo… y sin mipyme alguna para suavizar de cierta manera esa situación.



En Matanzas, con Amy Adams y Náthaly Hernández

La última vez que nos vimos, Náthaly Hernández Chávez me recomendó leer a Ted Chiang. También me regaló un libro de poesía titulado La hora violeta (Ediciones Aldabón, 2021). Náthaly, además de poesía, escribe ciencia ficción. Ted Chiang también lo hace (ciencia-ficción, no poesía). Le dije que no había leído a Chiang. Cuando más, vi la versión fílmica de una de sus obras. Una película rara llamada Arrival en la que Amy Adams intentaba descifrar el enigmático lenguaje de una especie alienígena que llega a visitar la Tierra, sabe Dios con qué finalidad. En la película, Amy jugaba a ser Dios y, para cuando llegaba a descifrar la lengua alienígena, la película se terminaba. THE END, ponían los créditos.

El personaje interpretado por Amy Adams, hermosa ella como poema, como sueño de noche de verano, ha sido creado por la pluma de ese escritor de ciencia ficción que Hernández Chávez recomienda (¿y si al final resultara que, de una u otra forma, todos hemos sido creados por la pluma de alguien más, una entidad mayor, una entidad sin poesis o pathos?. ¿Seríamos ficción y poesía a iguales partes entonces?). 

Aunque también escribe ciencia ficción, su hora violeta, de reciente aparición, no es ciencia ficción ni de lejos. Es verbo poético de principio a fin. Es, también, un libro que nos recuerda, en medio de toda esta era nacional de experimentación a veces huera y vana, que la poesía puede (y debe) celebrar la belleza solo por el hecho de existir, añadiendo valor estético a esta vida que nos ha tocado vivir tan llena de colas para el transporte público, para el picadillo, para el pollo cuando viene a la carnicería. 

No se malentiendan estas palabras: dependiendo de la forma de ver, es bella desde la cresta de una ola a punto de devastar ciudades hasta el eco despertado por el llamado de apareamiento de un manatí. Como decía Morpheus en The Matrix: it´s all in your head.

En estos poemas no hay olas con punta-tsunami. No hay llamado de manatí. En cambio, están Whitman, Faulkner, Pound, Khayyam, Baudelaire, Wilde, Pessoa. Están la Loynaz y Escobar (Ángel, no Pablo). Todo un catálogo de seres que, de una u otra forma, (se) han hecho poesía y se materializan (se hacen verbo) en la primera sección de La hora violeta (aptamente titulada Sagrados animales).

Hay verdades que mienten, las hay: mentiras que reencarnan una y otra vez. Cuando la poeta escribe Ni siquiera sé si volveré a ser la misma, / durante el día puede cambiar el mundo / o puedo cambiar yo parece estar planteando lo evidente, la perogrullada, más, al penetrar más hondo (asomarse al abismo, atisbar en el barranco; no se ve bien con los ojos… etc, decía Saint Exúpery a través de uno de sus personajes más queridos) se logra percibir la belleza de ese Primer minuto en ese mundo que no deja de girar pero que, con una simple prestidigitación de palabras, podría dejar de hacerlo en cualquier momento. Es una reformulación de las teorías sobre el río de Heráclito que el mismo filósofo griego aplaudiría si aún estuviera presente entre nosotros. 

Si algo es eterno en esta vida es el cambio, como dicen por ahí. 

Si hay algo eterno en esta vida es la poesía, digo yo.

Cuando Náthaly escribe Después de todo / tú solo eres para los otros / un objeto que lee parece, a los ojos del lector, objetivarse. Tornarse carne el verbo, soma el logos, sólida materia que no se desvanecerá en el aire. Convertirse en una mujer-estatua que puede moler a golpes a Ezra Pound (No he venido a rendirte adoración / vine a golpearte como en un ring de boxeo / a pulverizar tus huesos) o que intentará dejar de ser damisela evanescente que desgrana versos a la orilla del mar, porque los tiempos son otros y ya no se está a favor de los pequeños.

La palabra se hace rizoma, evita comprometerse con otras patrias políticas que vayan más allá de la lírica altamente personal de la autora. La palabra se hace líquida, parece derivar ante los ojos del lector. Tira todos los libros a la mar / luego nada tras ellos / y mira a ver adónde te llevan dice Náthaly y uno no puede dejar de recordar que Matanzas es mar. Maldición virgiliana de agua por los cuatro costados, ya sea por la bahía que rodea a la ciudad o por los ríos que fluyen a lo largo y ancho del centro urbano. Matanzas está compuesta, al igual que el cuerpo humano, por un alto porcentaje de agua. Es humanidad, es poesía (también tiene un alto porcentaje de poetas residiendo en el territorio) y Náthaly Hernández Chávez no escapa a esto, al menos en las páginas de La hora violeta (Mi patria es el sol / esta ciudad donde habito / no me pertenece).

Como los hermosos alienígenas de la película ya mencionada, su lírica se hace a ratos difícil de interpretar, más no por eso es menos diáfana. Curiosa paradoja esta que no exime al libro de tener un peso que gravita hacia el borde, hacia los límites de la palabra escrita, del verso visto como concepto métrico y la metáfora de alto vuelo. Al igual que el personaje encarnado por Amy Adams, Náthaly intenta descifrar los códigos de esa lírica, hacerla más (o menos) transparente, legibilizar el poema en el cual se traslucen sus sentimientos, su versión del mundo, su patria poética personal (No me quedarán buenos / la foto y el poema / pero es lo que hay).

Queda por el lector dilucidar si tuvo éxito el intento. Por lo pronto este libro queda como una acertada apuesta por la brevedad, por la poda de la experimentación formal excesiva. Queda como un excelente primer libro en la cartografía aún por explorar del universo de la joven autora. Si al cerrarlo el misterio sobrevive y los códigos se visibilizan, eso está ya en manos (en la mente) del lector. 

Para cuando terminamos la lectura, la vida sigue y asuntos más urgentes llaman nuestra atención: hay que fajarse con el transporte urbano, hay que pedir el último en la cola del pollo. ¿Habrá poesía en esas situaciones tan cotidianas? Tal vez ella pueda aclararnos eso en alguna futura entrega porque por hoy, ya La hora violeta (THE END, ponen en los créditos finales) se ha cerrado.



No me gustan «los vivieron felices para siempre»

Yeney de Armas se ha colado como un duende en el mundo de la literatura durante este último par de años. Ya ha ganado varios reconocimientos y se mueve con igual precisión en el mundo de la narrativa para adultos (hasta ahora ha sido premio Calendario por el libro Rapsodia bohemia y premio Eduardo Galeano por el cuento Encuentre las doce diferencias) y en la literatura para niños y jóvenes (ha obtenido la beca Dador por el proyecto de libro «Un mundo allá afuera» y fue premio Eliécer Lazo por el cuento Primos). Respondiendo a su cariño por las tablas (no las de multiplicar), incluso fue Jefa de Sección de Artes Escénicas en la filial de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) de la Habana. Por eso ahora le hacemos esta entrevista y tratamos de hacer preguntas originales y un poquito divertidas, porque la literatura, al fin y al cabo, es música para los sentidos y alimento para pensar, pero, en el fondo, también es entretenimiento y diversión. [+]