Erian Peña Pupo
Como flores en el pecho abierto
América no era tierra de rosas. El hombre originario no se preguntó —como hizo Walter De la Mare— «a qué siglos salvajes se remonta la rosa». Suyos fueron otros árboles y otras flores. Otras fragancias y formas. Tan enigmáticas y sugerentes como aquellas que portaban, desde tiempos inmemoriales, el arquetipo y la fascinación en otras tierras. Tuvo que esperar el paisaje americano hasta mediados del siglo XVI, después de varios intentos, primero con plantones y finalmente con semillas, para ver florecer la primera rosa. La rosa iniciática. Esa que germinó, en variedades y matices insospechados, propagándose en un nuevo clima, en las diferentes regiones de una geografía adoptiva que hizo rápidamente suya, similar a como se extendieron las flores en esa metáfora de los primeros tiempos que es el Paraíso; pues «la aparición del hombre —escribió el poeta Gastón Baquero— fue precedida por la irrupción de las flores. En el principio fue la rosa».
Aníbal De la Torre Cruz ha pintado rosas y camelias, crisantemos y claveles… En su caso, en el principio no fueron las flores, pero sí experimentó su irrupción y las recibió como un llamado, como una dádiva. Las flores de Aníbal son una evolución, un resultado, una consecuencia… Y sobre todo, una coherencia. En un primer momento —recordemos que el artista celebra sus 20 años de carrera— Aníbal partió de varios elementos arquitectónicos de su ciudad, Holguín; luego el rostro humano ocupó el lienzo, como puerta a la interrogación y puente entre quien nos observa desde la obra y quienes, desde este lado del umbral, intentamos comprenderl(n)os. Después enrumbó su mirada hacia la abstracción, desprendiéndose de lo «circunstancial circundante» para internarse en lo «circunstancial metafísico», en la esencia de ciertas formas y conceptos que han hecho de su obra un tránsito consciente y coherente que permite que, en la naturalidad lógica de su evolución, gane autonomía y refuerce las búsquedas que lo identifican en sus diálogos entre la religión yoruba y el arte, la vida y los caminos de la fe.
Ahora la obra de Aníbal se abre a una cartografía vegetal de rasgos expresionistas, riquísima y florida, en la que la espátula, con trazos rápidos y seguros, bosqueja formas en el óleo, elabora texturas, creciendo en los caminos a los que la propia vida (y las circunstancias) ha conducido su creación. Él ha hecho suyas las formas de la flor. De sus flores. Pero, cuidado: no son flores cualquieras. Como apunté, las de Aníbal De la Torre son sinónimos de su coherencia artística. Están agrupadas en círculos, como en ramos ofrecidos y dispuestos a una mirada cenital. O exhibidas en vasijas que realzan, domésticamente, su belleza, como flores trocadas, desde el artificio, por la mano humana.
No son flores que crecen en el prado o acaso lo hicieron antes de esta composición artificial que las muestra, en diferentes formatos, en conjunto o como elemento único. Sus flores son espacios habitados por la memoria. Tienen una carga mnemónica, pues poseen un pasado y nos ofrecen un presente. Como si la floración fuese el resumen (y el resultado) de sus búsquedas y su evolución, sin apartarse de su línea discursiva; al contrario, Aníbal nos entrega unas flores marcadas por el paso del tiempo: descoloridas, mustias, grisáceas, pero no del todo marchitas, en las que habita —como en un regalo que se ofrece al prójimo— la esperanza y la vida. Es como si la realidad fuera cada día más abstracta, más incierta e indefinible (sin que signifique más pesimista). A pesar de esto, en su taller el pintor crea y entrega flores, esquirlas de belleza como jirones de vida.
Sus piezas —como observó Annia Leyva— «relatan las vicisitudes en la búsqueda de la eudaimonía, concepto arraigado en la antigua filosofía griega que se traduce como vivir bien o prosperar». Así Aníbal ha trazado un recorrido, donde la autorreflexión, para desarrollar valores y virtudes que se cristalizan en el alcance de una meta. Esta muestra de Aníbal es sincera y coherente consigo, con su trabajo y con su tiempo bajo el sol. Él ha ido consolidando su mirada —fraguándola, mirándose a sí y encontrándose en las posibilidades de esta mixtura— luego de las indagaciones que han reforzado su estilo: la simbiosis fe/arte, principalmente en la cosmovisión yoruba; los colores y tonalidades, que en esta muestra se vuelven más básicos, más terrosos, a partir de blancos, negros, grises, ocres, sienas, rosas, verdes; la contraposición clave de concepto y color; les dan cuerpo y voz a la proyección sobre la que sostiene su mirada, a los estados (físicos, mentales y artísticos) en los que la eudaimonía florece. Aníbal de la Torre ha llegado aquí luego de un sugerente periplo de dos décadas poblado de sacrificios, entrega, dedicación y oficio; así lo muestra su pintura. Ahora las flores crecen en su pecho abierto.
Palabras del catálogo de la exposición En busca de la eudaimonía, de Aníbal De la Torre Cruz, inaugurada el 16 de agosto en el Palacio Lombillo, extensión del Museo de Arte Colonial, La Habana.
La muerte de un burócrata en copia restaurada
La muerte de un burócrata —cuya copia restaurada se proyectó, como parte de las presentaciones especiales, en el reciente XVIII Festival Internacional de Cine de Gibara— se estrenó en 1966 en el Festival Internacional de Cine de Karlovy Vary, en la entonces Checoslovaquia, donde obtuvo el Premio Especial del Jurado. El cuarto largometraje de Tomás Gutiérrez Alea (Titón), quien antes había filmado Historias de la Revolución (1960), Las doce sillas (1962) y Cumbite (1964), se convirtió, a partir de su estreno en Cuba, el 24 de julio de 1966, en una de las comedias más populares de la historia del cine nacional, no solo por la hilarante sucesión de momentos humorísticos y absurdos, incluso kafkianos,sino por la contemporaneidad de un fenómeno (la burocracia) que Titón expone en una película que, además, ha sido considerada por la crítica, entre las principales obras de nuestra producción fílmica.
Un obrero ejemplar muere en un accidente de trabajo y es enterrado con su carnet laboral, como símbolo de su condición de proletario. Cuando la viuda va a gestionar la pensión, le exigen que presente el carnet laboral del difunto. Como no se puede sacar un duplicado, pues nadie que no sea el propio dueño del carnet puede hacerlo, será necesario exhumar el cadáver, pero una exhumación no puede hacerse legalmente mientras no hayan transcurrido, al menos, dos años desde la fecha del entierro. A partir de ahí, el guion de Titón, Alfredo del Cueto y Ramón F. Suárez, convierte al sobrino, interpretado por Salvador Wood, de este obrero ejemplar que, incluso,había inventado una máquina para construir bustos de José Martí en serie, metáfora inquietante, en la representación (absurda, como sabemos, pues es la intensión ironizar) de cómo la burocracia puede convertir un sencillo trámite en una sucesión descabellada y larguísima de colas, sellos, firmas, anexos, cartas y gestiones cada cual más inverosímil y que nos hace parecer que siempre estamos al inicio, dando el primero de los pasos.
Luego de una inhumación clandestina y la extracción del carné, el cadáver no puede volver al cementerio porque “ese difunto se enterró hace solo unos días” y “no consta que fuera exhumado”, de manera que no se puede permitir que lo entierren de nuevo pues, desde el punto de vista técnico —o sea, desde los papeles, la burocracia— ya lo está. Así, enfrentando obstáculos y percances ilógicos propios del género, al protagonista lo irán arrastrando a la violencia.
Acaso —se preguntaba Titón refiriéndose a la sátira en el filme— “¿no es ese el tono más apropiado para expresar el carácter absurdo que adquieren las deformaciones burocráticas, los formalismos y los formulismos vacíos que no tienen nada que ver con la práctica revolucionaria?”. El propio director apuntó entonces que la historia, aunque sucediera en la isla, no se refería necesariamente a ella, ni al contexto histórico de esos años, sino a un fenómeno que se había hecho práctica común en los países del entonces campo socialista y que, acorde al propio proceso de modernización de la sociedad, estaba presente en cualquier sitio.
Luego de su estreno, La muerte de un burócrata —con fotografía de Ramón F. Suárez, edición de Mario González y música de Leo Brouwer—fue recibida por la crítica nacional como “un grado más alto de desarrollo de nuestro cine” (El Mundo), “un paso de avance” (El socialista) y “la mejor realización de nuestra incipiente cinematografía” (Juventud Rebelde). Mientras que en Granma, Bernardo Callejas escribía: “Después de este filme será más difícil ir para atrás: es una especie de emulación, y sobran los temas y modos”, mientras que para Mario Rodríguez Alemán “es uno de los mejores servicios que el Cine puede hacerle a la Revolución” y “ha abierto una ruta al cine cubano futuro”, anotaba en Adelante, Desiderio Navarro.
El filme, cuya restauración de debe, junto a otros del propio Titón, a colaboraciones con la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, y especialmente a Josef Lindner, se presentó en la edición 76 del Festival Internacional de Cine de Venecia, en 2019, por Luciano Castillo, director de la Cinemateca de Cuba. “Un humor negrísimo, presente desde los créditos, desborda estas peripecias tragicómicas, con guiños cinematográficos y secuencias de gran brillantez. El realizador apela a la imaginería acumulada por el séptimo arte: desde el cine de animación a las pesadillas buñuelianas del protagonista”, comentó Luciano. Esas referencias, que van además desde Chaplin en Tiempos Modernos a Harold Lloyd, Kystone Pops, Stan Lauren y Oliver Hardy, fueron catalogados por el propio Gutiérrez Alea como “divertimentos”: “Ante una situación que puede ser resuelta de muy diversas maneras, uno piensa que puede ser divertido hacerlo «a la manera de…» y lo hace con entera libertad”.
De la superficie, el brillo
Sin ser asiduo a la cámara, incluso la mayoría de las veces evitándola, al poeta cubano Delfín Prats, reconocido con el Premio Nacional de Literatura 2022 y Maestro de Juventudes de la Asociación Hermanos Saíz, le han dedicado más de un material audiovisual, entre ellos Delfín Prats: entre el esplendor y el caos (2008), documental de Carlos Y. Domínguez, y el más reciente Saldo, de la también holguinera Alejandra Rodríguez Segura, obra basada en el poema homónimo de Lenguaje de mudos, libro con el que Delfín ganó el Premio David en 1968.
Además de cápsulas promocionales, Delfín ha participado, como entrevistado, en otros documentales y algunos pasajes de su vida han motivado abordajes desde la ficción cinematográfica. Dayana Araujo suma su acuciosa y curiosa visión, la de la joven realizadora —jovencísima, incluso cursa el segundo año de la Facultad Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual, en la Filial de Holguín de la Universidad de las Artes-ISA— interesada en conocer la cotidianidad del poeta, adentrarse en las “pequeñas cosas” que componen no solo el ambiente doméstico entre las paredes de su casa, sino su vida actual: sus perspectivas, pensamientos, dudas y alegrías. El Delfín Prats que hoy, frente a la cámara, confiesa sus puntos de vista, nos dice sus verdades. A esas se acerca El brillo de la superficie, documental presentado en la Selección Oficial del XVIII Festival Internacional de Cine de Gibara.
¿Cuál fue la motivación para realizar El brillo de la superficie?
Vivo muy cerca de Delfín y sentí que tenía que hacerle algo por toda la historia detrás de él, pero irse al pasado era absurdo porque, como dices, a Delfín se le han hecho otros materiales. Lo que tenía sentido, entonces, era explorar en su vida actual, cómo es la vida de Delfín Prats ahora.
¿Cuál es la tesis? O sea, el objetivo que te planteas, lo que, de alguna manera, te propones…
La tesis está detrás de ver las cosas con una perspectiva distinta, salir del atolladero y proyectarse. Que quiere decir eso: mostrar un estado actual desde una forma íntima, más en interacción con el personaje.
¿A nivel audiovisual qué recursos utilizas y cómo los pones en función de una estética que se mueve entre lo observacional y la metáfora, entre la intervención de los realizadores frente a cámara y la imagen poética, entre la cotidianidad y cierto matiz social?
Pongo la cámara en función totalmente de Delfín; es otra extensión, por lo tanto le corresponde tratar de acercarse lo más posible a él y reaccionar como tal. Incluso me valgo de algo que a veces es delicado tocar: el enfoque. En los primeros planos trato de jugar mucho con el enfoque, porque va de la mano con la proyección actual de Delfín, que a veces es ambigua y difusa.
¿Qué fue lo más difícil del proceso de rodaje?
La incertidumbre de que en cualquier momento Delfín se parara y dijera que no aguantaba más, porque le era sumamente complicado permanecer frente a la cámara.
Algún referente que utilices o sea importante para ti en la realización de El brillo de la superficie.
Mi referente mayor a la hora de tratar esto, incluso en la idea del enfoque-desenfoque, fue Alejandro Alonso. En el documental Brouwer el origen de la sombra (Khaterine T. Gavilán y Lisandra López Fabé, 2019), él pone este recurso en función de la vista de Leo. Fue algo que me encantó y esta misma forma se explora en Diario de la niebla de Rafael de Jesús Ramírez.
Eres estudiante de Famca, de la Filial del ISA de Holguín. Y es primera vez, si no me equivoco, que un estudiante de la Filial integra la selección oficial de FICGibara. Coméntame sobre ambas experiencias: la de participar y la de hacerlo siendo estudiante aún.
No tenía idea de qué es la primera vez. Alucino. Casi siempre mando con la idea de que no pasarán del envío y cuando me llegó la noticia la felicidad fue inmensa. Como estudiante es más loco, porque no esperas tener el nivel suficiente para entrar en festivales así. Es algo lindo.
Algún poema o verso de Delfín que te sea digamos que especial…
«“No quemes la paloma”, tanto silencio no puede soportar…». Es un verso que pertenece a Gestos.
Algo más que desees añadir…
Esperar que lo divino ocurra a más personas y les llegue lo que quise aportar con el documental. Aunque sea un 0.5% de lo que yo sentí haciéndolo y estando frente de la realidad de una persona tan grande como es Delfín Prats, que a pesar de la memoria, el tiempo y las mil cosas que van dejando daños colaterales y quitando privilegios, en lo que siempre fue bello, belleza quedará y la idea era esa, buscar lo bello por encima de todo lo que ha dejado la historia, exaltar el brillo que sigue estando en Delfín a pesar de los años y el dolor.
En el ruido, el silencio (y al revés)
En 1949 George Orwell describió una sociedad en la que el estado poseía el control casi total sobre la población. No existían ni resquicios para la intimidad personal: la individualidad era abolida y lo privado era terreno de lo colectivo, incluso de lo político. Son las páginas de la novela distópica 1984: «En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. “El Gran Hermano te vigila”, decían las palabras al pie».
Ese ojo omnipresente que en obra de Orwell —libro que sabemos le interesa de forma particular a Cristhian Escalona Herrera— no solo mira, sino controla y ejecuta, ha ido mutando en formas que son, en su esencia, las mismas. Hoy la utilización de la inteligencia artificial (IA) para la vigilancia y el control social se está convirtiendo, cada vez más, en un fenómeno de alcance global. Pero antes de ella, en un mundo tan interconectado que sobrepasa lo que el visionario Marshall MacLuhan definió como la «galaxia Gutenberg»—donde describía que los cambios sociales resultan el efecto que las nuevas tecnologías ejercen sobre el orden de nuestras vidas—,ya las tecnologías controlaban, con particular eficiencia, muchos aspectos de la cotidianidad. La «aldea global» de MacLuhan anunciaría la globalización y, al mismo tiempo, parece definir las bases de la actual sociedad de la información (y del «espectáculo», del minuto —no aquellos15 de Andy Warhol— de fama online).
El hombre contemporáneo es un perenne «consumidor» de lo virtual. A Cristhian Escalona le preocupan los alcances de esa virtualidad y cómo la influencia de la tecnología, la vigilancia y la centralización están presentes en nuestra vida, modificándola al punto de preguntarnos qué es la realidad. ¿Cuánto podemos alterarla y cuánto nos modifica? Él es un joven artista del siglo XXI, nacido a la par del avance de píxeles y algoritmos, de las redes sociales y las plataformas digitales, del mundo «encapsulado» en un dispositivo móvil abierto, como el aleph borgeano, al infinito de posibilidades; pero también del constante procesamiento y análisis de datos, de sistemas de identificación biométrica, de «nuevas sensibilidades» que moldean lo correcto y lo incorrecto, lo permitido y lo no permitido, de fake news, de monitoreo y vigilancia, de cámaras y drones, de lo digital como arma política. Por eso, en esta invitación a reflexionar sobre cómo estos elementos moldean nuestra percepción del entorno, que al mismo tiempo es nuestra vida, Cristhian parte del ruido y del silencio como metáforas de lo que se visibiliza y lo que no, de las formas y los límites de lo real.
Sus obras digitales en 3D no dejan de cuestionarse la vigilancia y el control en la sociedad moderna (y al mismo tiempo, el poder y el consumo). Las fotografías de Cristhian Escalona Herrera son una invitación a reflexionar sobre el equilibrio entre la seguridad y la privacidad, y cómo nuestra libertad individual puede verse afectada por esa vigilancia (como pantallas orwellianas intentando transformar, cual distopía, la forma en que entendemos la realidad). Así utiliza elementos que coexisten, se funden y dialogan para establecer vínculos con una sociedad que cree hipertecnológica y sobresaturada. Más que respuestas, Cristhian nos invita a participar en sus cuestionamientos; por eso muestra el ruido y el silencio, lo visible y lo que no: él sabe que el control es una ilusión peligrosa y que la seguridad no es un fin, sino un medio.
Palabras de inauguración de la muestra personal «El ruido, el silencio», de Cristhian A. Escalona Herrera, inaugurada en el Hotel Arsenita, durante el XVIII Festival Internacional de Cine de Gibara, Holguín, del 6 al 10 de agosto de 2024.
Cosme Proenza en un juego enorme con el tiempo
Mi primer encuentro con la obra de Cosme Proenza —y creo que también el de parte de mi generación— estuvo marcado por eso que Walter Benjamin definió, en su conocido ensayo, como la “reproductividad técnica”. Las obras de Cosme nos llegaban en fotos, en reproducciones, en imágenes que uno miraba absorto como se mira la maravilla… Resulta, cuando menos, curioso que haya sido así que muchos conocimos su obra antes de verla en una galería y comprobar la reafirmación de ese diálogo inicial, la constatación del prodigio, porque de similar manera, en los campos de su natal Santa Rita, el adolescente Cosme conoció “las obras maestras y los autores que la civilización occidental difundió como universales”. En las páginas de revistas como Carteles y Vanidades, y en los cursos por correspondencia de la Academia Interamericana, inició esta “educación sentimental” que le permitiría ir adentrándose en el uso del color, en las técnicas de dibujo, en el trabajo con el medio y la preparación del soporte; dándole forma a sus herramientas y a su vocación de pintor.
El libro sobre arte, como sabemos, está fuertemente ligado a su trabajo. Para el artista que aseguró que su obra es “pura investigación”, estos constituyeron los soportes básicos para esa investigación inicial que resultó ser la antesala de su inquietud “ante cuestiones como el sujeto, la historia, el Arte, los museos, las máquinas”: el arte y la imagen, la imagen y su reproductibilidad; lo que articuló el amplio discurso que atraviesa horizontalmente su obra. Ahora Cosme nos es devuelto en las páginas del libro Un juego enorme con el tiempo, entrevista realizada por la realizadora audiovisual Alejandra Rodríguez Segura, con la asesoría de Ángel San Juan, para aprehenderlo, para oírlo en cada palabra mientras leemos su testimonio, de similar manera a como él se adentró en esos años en el Bosco y Brueghel, en Da Vinci y en Miguel Ángel, en Velázquez y en Goya, en los impresionistas franceses… trazando un arco que va desde los tiempos del antiguo Bizancio hasta la modernidad, con artistas como Jasper Johns, Robert Rauschenberg, Pollock, Morris Louis y Barnett Newman, años que coinciden en el ámbito internacional con el agotamiento de la abstracción. Leyéndolos y viéndolos, investigándolos y haciendo un ejercicio de análisis, viviéndolos… así fue conformando su obra. Es como si los ciclos continuaran abiertos siempre, en expansión… Es como si la permanencia de la tradición en la vanguardia no dejara de fluir, porque, justamente, la obra de Cosme Proenza no puede comprenderse sin esos principios que “tienen al menos quinientos años” y que, en su caso, acompañaron la intención de unir la tradición y la vanguardia, e investigar desde Holguín —el sitio donde quiso hacerlo— las capas y profundidades de la Historia del Arte Occidental, que integran la génesis de nuestra identidad.
Resulta interesante —y lo justifica su propia formación intelectual— como Cosme Proenza no partió de las raíces digamos que más inmediatas, las de su origen campesino y las de las vanguardias cubanas, sino que trabajó, estableciendo un diálogo fecundo, desde el análisis de la tradición, con lo más intelectual de la cultura de Occidente. Miró —sin utilizar este “discurso campesino” y desde una esfera pública proletaria— a la universalización del arte desde lo local y fue capaz, asimismo, de transformar estos contenidos a partir de una herencia medular, para devolver una historia otra sobre el arte de Occidente (sobre lo más canónico de este, la pintura), siendo —recordemos a Ortega y Gasset— un transeúnte por la historia del arte.
“No puedo citar a un grande si no puedo ni siquiera asomarme a un diálogo con él”, aseguró en el documental Cosme, un enorme juego con el tiempo, dirigido por Alejandra y al cual no podríamos separar del libro, pues resultó la génesis del proyecto editorial: si el documental fue un homenaje al amigo-artista que, en su Holguín natal, se sabía querido y admirado; el libro, al complementarlo, lo es también. Como dije entonces en las palabras de presentación, Cosme, un enorme juego con el tiempo es un autorretrato de Cosme, quien supo que además de su obra, que ha influido a varias generaciones, este documental sería como esa carta al mundo que lanzó la poeta Emily Dickinson: una carta-testimonio que permite acercarnos, curiosos y motivados también por la admiración, a momentos vitales de su vida: a la génesis y los caminos de un maestro. Por eso este es, sobre todo, un libro necesario y sincero, como sincera es la mirada de Cosme Proenza. Él mismo aseguró que “se es personal en la medida que se es sincero consigo mismo”, como aquel Martí de Jorge Arche que, con la mano en el pecho, le cautivó en su infancia. Este libro publicado por Ediciones La Luz, con edición de Luis Yuseff, corrección de Mariela Varona y diseño de cubierta e interiores de Robert Ráez, es otra carta lanzada al mundo. Aquí también Alejandra nos entrega otro autorretrato de Cosme pintado por Cosme, y por ella, junto con el equipo editorial de La Luz; luego de varios años de profusa investigación y trabajo, y con la humildad del orfebre, o del copista e iluminador que en el claustro medieval, a la luz de la vela, dejaba que la pluma creara maravillas insospechadas, misterios por imaginar. A todo ello —como amplios pórticos de luz que custodian la entrada a mundos que apenas vislumbrábamos, incluso quienes nos habíamos detenido un poco más en su quehacer— nos acerca un libro que, en su valor testimonial, resguarda la memoria de uno de nuestros grandes artífices, y que nos hace agradecer la dicha de haber vivido similar tiempo bajo el sol en la misma ciudad; incluso que podamos decir a nuestros hijos y nietos, con orgullo, que fuimos contemporáneos de Cosme Proenza.
Este libro —producto de largas conversaciones en la etapa de filmación y de disímiles complicidades que unieron (unen) a la directora y al pintor— complementa, como dije, el documental. Podríamos alternarlos y buscar la continuidad de ideas parar ampliar los temas. Este es un material de amplio valor, no solo para investigadores y artistas, sino para todo aquel cuya sensibilidad quede atrapada o rozada por la belleza, pues Cosme no creía en el posible agotamiento, en su devenir histórico, del sistema de valores plásticos establecido por el humanismo renacentista, pues confiaba en su continuidad y expansión, a través de la investigación, la apreciación y el acto creativo; y la fuerza de su plenitud humanista. “La belleza es imperdonablemente adhesiva, no hay manera de escapar de ella”, me comentó una vez.
Todo lo anteriormente escrito (y hasta el libro) es apenas una nota al pie en la obra de Cosme Proenza (como diría Severo Sarduy al comparar su literatura con la de José Lezama Lima): apenas unos apuntes a modo de agradecimiento, unos trazos inconexos, un leve rasguño, imperceptible, en esa roca que Sísifo de Corinto, desde tiempos inmemoriales, continúa levantando cuesta arriba en la empinada ladera; unas líneas que han tratado de estar en sintonía y diálogo con las investigaciones de Ángel San Juan que sirvieron de catálogo para Paralelos. Cosme Proenza: Historia y Tradición del Arte Occidental. Lo importante —y lo que nos muestra este libro, con su voz como interlocutor ideal— se encuentra en su obra plástica, luego de un trabajo de más de cinco décadas. Ese ha sido su rasguño en la roca, su manera, desde la tradición occidental, de convertir la utilidad en virtud; su manifiesto sobre tela. Una vez Cosme me dijo que “la ventaja de ser viejo es que eres como san Juan en el Apocalipsis, que ves desde más alto cada día”. Esta posibilidad nos permite volver, entre los hilos del tiempo, sobre lo pasado. Desde la altura de hoy, al lado de sus ángeles tutelares y de los maestros a los que tanto admiró y con los que dialogó a plenitud, y bajo el manto de la Virgen de la Caridad del Cobre, Cosme Proenza Almaguer nos acompaña, mientras se escucha la Sinfonía no. 4 de Johannes Brahms. Él siempre supo que “lo grande que tiene el arte es su capacidad de expansión” y que si algo podrá permanecer será su belleza divina y humana.
El lente de Ernesto Fernández más allá de la épica
Ernesto Fernández Nogueras es un clásico de la visualidad cubana, un referente indiscutible de la fotografía de la segunda mitad del siglo XX, cuando, muy joven, comenzó sus estudios fotográficos a la par que trabajaba como ayudante de dibujo en Carteles, la misma publicación en la que sería diseñador, dibujante y fotógrafo hasta 1958.
Luego, en la siguiente década, para el periódico Revolución y otros medios, realizó imágenes que —en esa época dorada del fotoperiodismo cubano que fueron los años sesenta, con nombres como Korda, Liborio Noval, Salas y Jesse Fernández— contribuyeron a dar cuerpo a la épica del proceso revolucionario. Su trabajo como corresponsal de guerra en Venezuela, Girón, la Crisis de Octubre, la lucha contra bandidos, Angola y Nicaragua, contribuyó a que buena parte de su obra sedimentara esa épica, con fotos que son estandartes de esos años, momentos y del propio proceso social cubano.
Por eso la exposición Más allá de la épica, abierta al público en la Sala pequeña del Centro Provincial de Arte de Holguín, como parte de Babel, en las 31 Romerías de Mayo, muestra fotografías del Premio Nacional de Artes Plásticas 2011 que se alejan de los momentos históricos que su lente captó de tan precisa manera, para mirar la cotidianidad palpable en escenas de la calle, festejos populares, el corte de caña y retratos de varios artistas.
En ellas está presente el “instante decisivo” que definiera el francés Henri Cartier-Bresson. Él mismo lo aseguró en una entrevista con el crítico Héctor Antón en 2005: “Creo que en el momento decisivo está todo. Cuando se toma una foto, el tiempo se detiene. Todo sigue envejeciendo, pero ella permanece allí para siempre. Por lo tanto, lo más importante es ese momento de creación, en que uno lo pone todo para lograr una buena imagen. Si es política o histórica, la vida lo dirá”. Sus fotografías de la serie Las Yaguas, de 1958, Congreso Católico, de 1959, y Peña de Sirique, de 1964, son ejemplo de ello, como también “Columna juvenil del Centenario”, “Calle Reina”, “31 de diciembre”, “La Habana 1979”, “Anselmo”, “Cenas en la calle”, “1ro de Enero” y los retratos de Chori, Celina González, Félix Chapotín, Sinome de Beauvoir y Carilda Oliver Labra. La muestra —con obras tomadas entre 1952 y 1989— incluye, además, una de las más impactantes fotos de Fernández y de la fotografía cubana: “José Martí”, realizada en 1952.
“Consciente de su valor como archivo, Fernández ha trabajado en una obra que aúna tanto aspectos estéticos y formales, como las dimensiones históricas de los fenómenos representados. De esta manera, los dispositivos estéticos que conforman la presente exposición muestran el intento de tejer los fragmentos que le ofrece su memoria”, escribe en el catálogo de María Alejandra Martínez. Y añade la curadora que Ernesto “percibe cuanto le rodea y se ha desarrollado captando instantes trascendentales de nuestra historia, por ello su línea estilística fluctúa entre los preceptos del foto-reportaje y el ensayo fotográfico”.
Así “composiciones épicas, cotidianas, populares, de calidad innegable, hacen de su repertorio visual una mixtura de testimonio y experiencia estética, prueba irrefutable de su decursar por las sendas del indetenible tiempo”. Estas piezas nos muestran —en esa relación entre los valores testimoniales y la experiencia estética de sus imágenes— a un artista cuya mirada traspasó la épica, donde dejó una huella insondable en la iconografía cubana, pero que supo detenerse y buscar ese “instante decisivo” en momentos aparentemente sencillos de la cotidianidad nacional y su gente, donde posó su perspicaz mirada.
Diálogos convergentes, posibilidades en expansión
Yosvani Rodríguez Batista y Carlos Walker Delis exponen juntos por primera vez: lo hacen a partir de un “diálogo convergente” con centro en el grabado, pero que logra otras similitudes y cercanías, nuevas aproximaciones formales y expresivas, palpables en sus poéticas.
Ambos encontraron en el otrora Taller de Grabado de Holguín un sitio para experimentar y aprender, incluido el no sencillo oficio de la impresión; similar al que agrupó, desde su fundación en noviembre de 1969, a varios artífices del grabado. Allí, cercanos a la pedagogía y la influencia creativa de Emilio Chiang Fernández, ampliaron la hondura de sus miradas. Si bien Yosvani se ha dedicado con más sistematicidad al grabado, expandiendo sus posibilidades en la búsqueda de soluciones formales que se apropian del espacio galérico y con las que los receptores pueden interactuar o identificarse, Walker no ha dejado de practicarlo a la par que, en la pintura, crea obras en técnica mixta en las que las formas humanas incorporan manchas de color, líneas y texturas, fusionándose dentro de un entorno abstracto-figurativo que llama “amasijos”. Las manchas de color en sus cuadros contrastan con las luces pastosas aplicadas con la espátula y con las líneas gruesas que abarcan toda la figuración junto a “latigazos rayados”, fragmentos de formas humanas manipuladas, objetos simbólicos y frases; todo sobre una base de texturas que le permite continuar en la búsqueda de ese centro donde conviven todas las cosas —¿acaso como el Aleph borgeano?— en idéntica entidad diversa y singular a la vez: donde lo real y lo imaginado, lo cercano y lo inalcanzable, lo complejo y lo simple confluyen de igual manera.
La figura humana —no es su intención representativa, sino propicia a la intervención, a la suma de significados en la propia expansión de las posibilidades entre lo abstracto y lo figurativo— está presente, como punto en común, en la obra de ambos creadores; como las indagaciones sugestivas del color y el uso de las texturas como medio expresivo, tanto en las pinturas, colografías y litografías de Carlos Walker como en los grabados de Yosvani.
En ambos hay, además, una mirada posmoderna, a partir de la fragmentación y la ironía, de la intertextualidad y lo fraccionario, en la que afloran sus respectivos discursos. En Yosvani esa mirada posmoderna ahonda en otras expresiones y relaciones: en sus grabados, sobre la base de la figuración con rasgos expresionistas, las texturas logradas por empastes, el uso de colores directos, aprovechando las posibilidades de la colografía, y las imágenes que salen del enmarcado convencional, utilizando la impresión y las matrices, se combinan para evidenciar las motivaciones, necesidades y sensibilidades del ser humano. Yosvani no se detiene en una sola técnica: la colografía y las matrices, la xilografía, la monotipia, la punta seca y las experimentaciones con la misma madera, por ejemplo, aprovechando las diferentes texturas que el dominio de la propia colografía (su característica forma de trabajarla, aprehendida en el propio Taller) le permiten. Así muestra texturas más peculiares o sugerentes, a las que añade la matriz. Todo a base de la espátula, que le amplía (a ambos) la necesaria libertad expresiva en los territorios del expresionismo, logrando así ese “ensamblado” final que son sus obras. Esta exposición está en perenne diálogo con el espectador y requiere de él la complicidad de quien, con mirada curiosa y espíritu escudriñador, busca más allá de lo que muestra la superficie. Ambos artistas, Yosvani Rodríguez y Carlos Walker, esperan encontrar en su discurso respuestas a algunas de las reacciones con las que convivimos y que terminan por condicionar nuestros actos; a la par que logran una convergencia abierta y en expansión que hace que sus individualidades permanezcan y ellos dialoguen con el tiempo desde el arte.
Palabras de apertura de la exposición bipersonal Diálogos convergentes, de Yosvani Rodríguez Batista y Carlos Walker Delis, inaugurada en la sede del Taller de Grabado de Holguín, como parte del evento Babel, en las 31 Romerías de Mayo.
Ofrendas en equilibro o imágenes para un país
Dos importantes muestras fotográficas exhibe el Centro Provincial de Arte de Holguín en su Sala Principal como parte el Babel, evento que este año, en Romerías de Mayo, se dedicó a la fotografía: Equilibrio, con obras pertenecientes a la colección del Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP) y Ofrendas, piezas de Roberto Chile y Julio Larramendi.
Equilibro —como aseguró Bertha Beltrán, quien realizó la curaduría junto al curador y fotógrafo Denys San Jorge— resulta “una suerte de encuentro intergeneracional de creadores que apuestan por la fuerza de la imagen fotográfica”, reuniendo obras de Humberto Mayor y piezas que integran la colección del CNAP. Esta última es realmente una valiosa selección no solo por los trece autores incluidos, varios reconocidos exponentes no solo del lente, galardonados incluso con el Premio Nacional de Artes Plásticas, como Ernesto Fernández, José Manuel Fors y José Ángel Toirac, sino por muchas de las piezas que han marcado pautas en el ámbito visual cubano contemporáneo, a partir de temas como la identidad y el cuerpo, los caminos de la fe, la historia y la política.
Así se exhiben obras ya clásicas en la imagen fotográfica de las últimas décadas del pasado siglo y las primeras de este en Cuba: piezas de la serie White things (1995 y 2001-2002) de René Peña; “No zozobra la barca de la vida” (1990) y “Protección” (1990) de Marta María Pérez; una de las fotografías de Cartas desde el Inxilio, serie de Cirenaica Moreira; y “Oratoria” (2007) de Adonis Flores. A estas se suman las fotos de los mencionados: Ernesto Fernández, con la magistral piezas de la serie Martí, de 1957; Fors, con “Atados de la Memoria” (2010) y Toirac, con “Milagros”, una instalación de nueve piezas del 2015. Obras de Lidzie Alvisa, Alejandro González, Adrián Fernández, Ricardo A. González-Elías, Pedro Abascal y Grethell Rasúa componen también esta selección que resulta “un fragmento dentro del gran relato historiográfico que encierra una colección, a través de las obras y los artistas que la conforman”. Aquí es oportuno —añade Bertha— “significar la importancia de los acervos institucionales al servicio público, pues de otra manera, muchas veces se torna difícil acceder a autores que son referentes en su línea de creación”.
Por su parte, Humberto Mayol (La Habana, 1955) expone como parte de Equilibro unas 14 instantáneas pertenecientes a la serie Los santos de la calle, resultando “una suerte de acercamiento a la religiosidad popular afrocubana desde la cotidianidad de los lugares de culto”, y logrando captar “con su agudo sentido antropológico, las atmósferas de espiritualidad reinantes sin grandilocuencias escenográficas, solo el hecho espontáneo y real es protagonista de la escena. La fotografía, entonces, cumple su rol documental y artístico. Luces y sombras se degradan en la magia del blanco y negro, provenientes del lente aguzado por la maestría creativa de su autor, transmitiendo la esencia del momento único e irrepetible”, añade Bertha (eso que Henri Cartier-Bresson llamó el instante decisivo).
En la propia sala, con curaduría de Roxana La O, se exhibe Ofrendas, con obras de Roberto Chile y Julio Larramendi; una selección que, como escribió el investigador y ensayista Rafael Acosta de Arriba en las palabras que inauguraron la muestra el pasado enero en La Habana, “se inserta por derecho propio en ese devenir de la imagen asociada a lo racial y lo religioso afrocubano”. Chile, discípulo de Korda, Corrales y Salas, con una obra que es parte de la iconografía de la Revolución Cubana, ha enfocado su trabajo más reciente a similares tópicos de lo afrocubano que Julio, dejando varias muestras importantes sobre el tema. “A diferencia de Larramendi, Chile utiliza más el blanco y negro en sus imágenes y estas resultan más intimistas en su abordaje de los personajes o modelos. El credo ancestral, tamizado por los años de vivencias cubanas y la correspondiente transculturación, dieron por resultado las escenas retratadas por Chile”, asegura.
Larramendi centró su mirada, en un primer momento, a las fotografías de la flora y fauna cubanas, y después hacia cuestiones históricas y de viajes, en particular en Cuba. “Su cámara ha recorrido el país de punta a cabo y en ese visionar extensivo e intensivo las cuestiones raciales y religiosas de lo afrocubano han tenido cabida”. Las piezas “Iniciación Abakuá”, “Sacrificio”, “La Virgen de Regla”, “El fuego”, “Encuentro de culturas” y “Predicción” son muestra de ello; como la enigmática “Humo ritual” de Chile y las también suyas “Nganga”, “Cruz yoruba”, “Eleggua”, Eyeife” y “Raíces, magia y mística”.
Hay —añade Acosta de Arriba— “una vocación poética en ambos artistas en el tratamiento de la imagen, justo en el instante en que el personaje afrodescendiente que sirve de objetivo encara a sus divinidades. Haber reunido a estos fotógrafos ha sido un acierto, pues entre los dos aportan miradas paralelas y confluyentes sobre el tema”. Babel —sitio de interacciones y confluencias, de diálogos de maestros con las nuevas generaciones en Romerías de Mayo— nos ofrece estas Ofrendas de Chile y Larramendi, en la misma sala que exhibe Equilibro, con las fotografías de Mayol y la colección del CNAP: imágenes que dan forma al cuerpo espiritual de una nación, a la cosmogonía del país.
Como inventarios de la memoria
“Coleccionar fotografías es coleccionar el mundo”, escribió Susan Sontag. Con su invención, la imagen se convirtió en “un objeto, ligero, de producción barata, que se transporta, acumula y almacena fácilmente”. Así ha sido desde 1839 cuando comenzó el inventario de lo fotografiado. La fotografía vendría a aportar uno de “los objetos más misteriosos que constituyen, y densifican, el ambiente que reconocemos como moderno”, pues resulta, en efecto, “experiencia capturada” y portadora de un nuevo código visual. “Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión”, cuyo resultado más imponente —subraya la ensayista en ese clásico que es Sobre la fotografía— es darnos la impresión de que podemos “contener el mundo entero en la cabeza, como una antología de imágenes”.
En esta “antología” –que democratizó las experiencias traduciéndolas a imágenes– el ser humano ha sido, si no el más fotografiado, sí parte importante de este “cuerpo visual”. Tanto así que la “conmemoración de la familia” es el primer uso popular de la fotografía. Cada familia construyó (y lo sigue haciendo) “una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos”. La fotografía se transformó en rito de la vida familiar, para conmemorar y restablecer simbólicamente sus pautas. Hoy —mientras observamos las imágenes del álbum familiar o coleccionamos piezas que ofrecen una conexión visible con la época en la que fueron realizadas, permitiéndonos vislumbrar el ayer de una manera auténtica e íntima— sus huellas espectrales constituyen la presencia tangible del pasado, anclada a las páginas de la memoria.
En ese inventario estamos frente a rostros que nos observan desde el umbral del tiempo: rostros que miraron a aquel objeto moderno, maravilloso y cargado de misterio que era la cámara fotográfica; rostros que observaron también al fotógrafo que les indicaba cómo colocar la mano, dónde el rostro, qué sostener entre los dedos… Rostros que fueron, además, mirados y atrapados, pues “fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”. La imagen fotográfica es, al mismo tiempo, imagen histórica y sociológica, mapa abierto en conversación con el pasado desde el presente; cuando recostado al mueble como elemento de apoyatura y con el sombrero o el libro como signo de distinción y/o educación, el fotografiado se deja atrapar por la imagen y su rito. Los muebles de mimbre de cuidadoso trenzado acompañan, como reflejo de la moda, la belleza del vestido femenino y de su portadora. La inocencia de los primeros años es también el elegante caballito de madera que, entonces quieto, ahora comienza a balancearse y trotar. La familia —quizá aún temerosa del poder de la cámara para “atrapar el alma”— se reúne, posa y sonríe con los zapatos blancos ella y la mejor corbata, él. Todos esperan ansiosos tener en sus manos las imágenes que llevarán cerca, las mismas que obsequiarán al ser querido como “pruebas de cariño” para palpar el recuerdo del otro, pues poseer la fotografía, de alguna manera, es también apropiarse de esta imagen y de quienes la “habitan”. Atesorarlas. Insuflarles vida.
Hagamos nuestro —en este diálogo con el pasado fotográfico en Pruebas de cariño, exposición inaugurada como parte de Babel, en Romerías de Mayo— este inventario de la memoria que alguien ayer (y hoy) atesoró e intentó “salvar” del tiempo y su indetenible paso.
Palabras de catálogo de la muestra fotográfica Pruebas de cariño, inaugurada en el Complejo Cultural Teatro Eddy Suñol, de la ciudad de Holguín, como parte de Babel, evento de las artes visuales en las Romerías de Mayo, en su XXXI edición.
Los consejos para no acatar de Miguel Barnet
Los días pasan, arremolinándose, frente al espejo de la vida. Frente a ese espejo se mira el poeta Miguel Barnet para sopesar, sin ánimos de permanencia, como golpes de luz en la memoria, sus horas bajo el sol. Yo nunca fui yo realmente / siempre fui muchos cuando debía ser solo yo, confiesa ante el espejo doméstico y este, acostumbrado a su perfil, le responde que seguramente el olvido será lo único que sobreviva. Por eso ha ido mordiendo el sitio dejado por su sombra, como le corresponde a cada hombre que —le dice Virgilio Piñera— come los fragmentos de la isla.
Consejos para no acatar, poemario de Miguel Barnet publicado por Ediciones La Luz en 2021 y merecedor del Premio del Lector en la reciente XXXII Feria Internacional del Libro de La Habana, no es un libro de la senectud o la provecta edad, como podría pensarse al ser escrito sobre el umbral de las ocho décadas; ni un cuaderno resumen que vuelve sobre temas frecuentes en su obra poética, aunque aquí están presentes varias de las búsquedas del joven autor de La piedrafina y el pavo real (1963). Consejos para no acatar es un libro que se lee como un divertimento gozoso, pues aflora una reposada y, al mismo tiempo, lozana sabiduría del vivir que se detiene en la contemplación de las pequeñas cosas, en el ambiente doméstico donde surge la poesía. Para escribir estos poemas hay, en primer lugar, que haber vivido y acumulado experiencias vitales en el fiel de los días; pues, como sabemos, aquel que ofrece consejos, aunque nos pida no acatarlos, es porque ha experimentado semejantes o parecidas alegrías y dichas, pero sobre todo lances y cuitas, angustias y congojas, ya que suelen ser los consejos, justamente, amables advertencias, luces en el camino… Así el poeta se mira en su espejo y, con una sonrisa de sutil ironía, nos advierte de esa inutilidad, pues solo quien olvida queda libre de toda compasión, insiste y escribe, pues poco a poco se van agotando mis recuerdos / casi estoy en la misma tesitura / de la página en blanco… Estos consejos son también maneras de poblar de palabras —y con ellas, de nuevas experiencias, sentidos y búsquedas— la página en blanco: Pobre del que no sienta en su oído / el dulce crujir de las palabras, asegura en un poema.
De Consejos para no acatar, libro que mereció el Premio del Lector en la reciente Feria Internacional del Libro de La Habana, llaman la atención varias cuestiones: la primera es su tono sentencioso, sin dejar de ser elegante. Se es sentencioso, sin que ello signifique ser enfático o proverbial, porque se acumulan experiencias y existe una voluntad, humanista por cierto, de síntesis y sedimento, de querer resumir y aconsejar, sobre todo al joven lector: La única alegría que tiene la tristeza es la nostalgia; La felicidad casi nunca encuentra su destino. La segunda es cierto desplazamiento al entorno doméstico como epicentro y escenario poético. Es un libro anclado en lo doméstico, en lo hogareño, en los espacios cerrados y al mismo tiempo, abiertos: la casa y sus habitaciones, los objetos de la cotidianidad, la puerta (y también las ventanas) como el umbral que separa un mundo seguro de otro mundo citadino y también escenario llamativo que destruye y construye sus estructuras: Apocalíptica ciudad donde acuno mi tristeza / sálvame de vivir atado a la ventura de los felices, escribe y añade que aquellos que vivimos en zonas de peligro / hemos aprendido a ejercer / nuestros mecanismos de salvación. Barnet se maravilla —como Emily Dikinson en el cerco fecundo de su Amherst natal, con quien comparte, además, esa vocación aforística en su poesía— con las pequeñas y sencillas cosas del hogar. En ellas encuentra los sedimentos para dar cuerpo a la escritura. Solo la soledad tiene el valor / de vivir a la intemperie y él no parece creer en la soledad, aunque sea una soledad dialogante. En estos versos hay, además, un claro rumor nocturno, como si muchos de los poemas se hubiesen escrito en las entrañas de la noche: Es verdad que amo la noche / que nací en la noche / que mi patria es la noche… confiesa el autor de Biografía de un cimarrón y Canción de Rachel. En esa misma noche del trópico insular brota una mirada erótica, reposada, capaz de trasmitir un sabor de pastosa sensualidad que prefiere la contemplación, el roce y el eros frugal más que la posesión y el desborde arduo, pues ya la excelsa voluptuosidad cegó mi vida.
El tiempo —obsesión que hemos visto anclada en la poesía de otros autores de su generación y anterior a ella, como José Emilio Pacheco y Juan Manuel Roca en el catálogo de La Luz— recorre las páginas del libro. El tiempo y su paso indetenible; también el tiempo como historia y el hecho de ser parte de ella: No me he puesto totalmente de acuerdo / con el tiempo… nos advierte, sabiéndonos en buena medida devorados por la urgencia temporal / cuando ya somos historia. No estamos frente a un libro crepuscular, salvo por cierto hálito nocturno que emanan sus poemas. Miguel Barnet reconoce la inutilidad de estos consejos poéticos, por eso insiste en que cada uno muerda el sitio dejado por su sombra, esa menguante pero segura compañera; en que cada uno recoja, esparcidos en el mar, los fragmentos de su isla y con ellos, como resumen de experiencia, moldee las formas de sus propios consejos, esos que también será mejor no acatar.